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editorial Sri Lanka
Photo Credits: Vinicius Fadel ©

Morir y matar en nombre de dios

El atentado en diferentes iglesias y hoteles de Sri Lanka que ha causado más de 250 víctimas mortales y centenares de heridos obliga a una profunda reflexión.

Es difícil borrar de nuestros ojos las imágenes de los cuerpos destrozados, del llanto de los familiares de las víctimas, del desconcierto y del miedo en los ojos de toda una población. Sin embargo quizás más horror aún provoca la imagen de uno de los probables asesinos suicidas quien, antes de matar a sangre fría a las personas reunidas en una iglesia católica, acaricia la cabeza de una niña en un gesto que pareciera un oxímoron.

¿Qué pensarán esas personas quienes, en nombre de un dios, se entrenan para matar y morir? ¿Cómo y en qué momento la espiritualidad se convierte en el fanatismo egocéntrico de quien cree tener la única verdad en nombre de sus ideas religiosas?

Los terroristas, mano de obra del Isis, que causaron tanto dolor en Sri Lanka eran en su mayoría hijos de familias acaudaladas. Tuvieron acceso a las mejores Universidades, viajaron, se conectaron con personas de otros países. Su gesto pareciera absurdo. Sin embargo es muy probable que sea justamente la población culturalmente más elevada la que tiene herramientas y tiempo para profundizar sobre las grandes preguntas del ser humano, que están a la base de la filosofía y de las religiones. Y quizás los jóvenes quienes se han sentido siempre privilegiados, por un lado son más sensibles a la culpa y por el otro tienen un ego tan elevado que los hace sentirse responsables de la redención del mundo, aún a costa de sus mismas vidas.

Son las distorsiones de las religiones que han causado y causan tantos daños en el mundo. Basta pensar en los conflictos que desataron los cristianos, desde las Cruzadas hasta las guerras de religión francesas en el siglo XVI, la de los Treinta Años en la Alemania del siglo XVII, los enfrentamientos en Irlanda e Inglaterra. Entre los musulmanes la jihad o “guerra santa” que sigue haciendo estragos en Oriente y en Occidente, mientras que las guerras de los judíos están registradas en el Antiguo Testamento y en particular en el libro de Josué. Podríamos seguir con más ejemplos que involucran a otras religiones o pseudo religiones. Denominador común de tanta intolerancia dañina y peligrosa es el de considerarse únicos poseedores de la verdad.

La necesidad de espiritualidad acompaña al ser humano desde siempre. Es su antídoto contra la inexorabilidad de la muerte. Las manifestaciones de la naturaleza, la inmensidad del universo, todo fenómeno desconocido, lo han llevado a imaginar unos dioses y a depositar en ellos miedos y esperanzas. Como bien dijo el genetista español Ginés Morata al periodista Manuel Ensede en entrevista para El País, “Dios no nos ha creado a nosotros: los humanos hemos creado a Dios”.

El problema no radica en las creencias de cada quien sino en la convicción de ser depositarios de la única verdad. En nombre de esa verdad encuentra justificación cualquier atropello, cualquier exceso, hasta la muerte propia y de los demás. 

Religiones, ideologías y en general todo fanatismo se han convertido, en algún momento de la historia, en máquinas de muerte. Sin embargo las religiones tienen el poder de ahondar en lo más profundo de los seres humanos volviéndolos vulnerables y manejables. Su fuerza radica en jugar con el miedo, la culpa, el pecado y la recompensa. Utilizan a las personas como piezas de un ajedrez cuyo fin es el poder, un poder terrenal que poco o nada tiene que ver con la espiritualidad.

Homicidios y suicidios son las puntas más extremas del fanatismo religioso. Sin embargo la fuerza del mensaje religioso intolerante e intransigente causa también otros males en las sociedades. Son acciones menos evidentes pero igualmente peligrosas y a veces mortales.

Basta con ver el poder cada día más fuerte de diferentes grupos religiosos, en particular de los evangelistas, en América Latina así como en Estados Unidos. Un poder que ha logrado influenciar las elecciones de presidentes y parlamentarios y determinar políticas vueltas a impedir o debilitar los derechos de las mujeres y de la comunidad LGTBQ, aun en los países en los cuales esos derechos parecieran adquiridos.

Las mentiras que, sin recato alguno, ciertos sacerdotes truenan desde sus púlpitos, son el combustible con el cual alimentan la llama de los fanatismos. Desde sus iglesias organizan verdaderos ejércitos que marchan con la seguridad de las certezas y se transforman en multiplicadores de odio, intolerancia y… votos.

Los mártires, los de hoy y los de ayer, a través del sufrimiento y la muerte propia y ajena, están convencidos de ser la mano de dios en la tierra. Siembran terror y muerte. Una cosecha que se transforma en poder temporal y bien tangible, para quien manda a juzgar, matar y morir en nombre de dios.


Photo Credits: Vinicius Fadel ©

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