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Montserrat Roig: Memoria y utopía (Parte II)

“Barcelona tomaba para mí un color insólito, mis ojos iban descubriendo un espectáculo desconocido, de gente, de movimiento, era como si fuese otra ciudad”, apunta Mundeta Ventura en El temps de les cireres (1977) de Montserrat Roig. Para la generación de mujeres nacidas con la Setmana Tràgica, que creció en la “Rosa de Fuego” de las revueltas obreras y la decadencia modernista, y se hizo adulta en plena Guerra Civil, la mirada tuvo que tomar por fuerza la calle, sacudida por los acontecimientos nunca borrados sino vueltos presencia permanente. La violencia de los sucesos las mantuvo demasiado ocupadas, sin embargo, como para madurar una reflexión en torno a la doble dirección de su mirada, con lo cual esta dejó momentáneamente galerías y patios y se abocó, como la de Mundeta Ventura, al afuera para buscar entre los muertos al esposo perdido, replegándose después de la derrota sobre sí misma y aceptando pasivamente ser del otro.

Dentro de este marco, la generación de la primera Mundeta ganó para ellas una admiración proveniente, no ya del comportamiento de dichas mujeres, sino de la aureola mítica con que envolvieron a la Barcelona de fines del siglo XIX; por lo cual la expansión urbana y ese deseo de “instalarse en el progreso” distorsionó y llenó de color, al filtrarse a través de las galerías, su mirada sobre lo femenino.

La entrada de Barcelona dentro de la modernidad europea trajo no obstante a l’Eixample la vida de otras mujeres quienes, con ojo más crítico, observarían su tiempo y propondrían formas distintas de mirar. Kati, por ejemplo, porque al mirar libremente con el cuerpo ganó el placer y el poder de decidir, es decir, el derecho a entablar un diálogo con el otro, aunque solo provisionalmente y dentro de una precariedad histórica, alegórica de la rapidez con que, en la postguerra franquista, tras limpiar los escombros, las mujeres volverían a ocupar su sitio junto a las palmeras de los patios y las galerías, quedando aquellas como Kati, condenadas al suicidio o a un exilio interior semejante al de quienes las precedieron.

Este último es el caso de Judit Fléchier quien, siendo extranjera, aporta a la narrativa de Roig un doble extrañamiento, el de su formación intelectual y el de su visión sobre la Barcelona de la guerra y la postguerra. De origen judío-francés y casada con Joan Miralpeix, Judit se evadirá del afuera pero ya no por temor o ante la imposición del otro, sino porque ha escogido mirar y mirarse con el otro, si bien este no se dará cuenta nunca. Ella ve y juzga la cortedad de miras en la mujer burguesa de su generación, sabiéndose (a)parte, lo cual la aísla al interior de una subjetividad, impenetrable para los demás pero que al mismo tiempo, y a diferencia de Kati quien estuvo siempre demasiado lanzada al afuera, la salva de la destrucción, pudiendo así llevar adelante la cotidianeidad de su casa sin someterse.

Judit se vuelve entonces sujeto de esa mirada “bòrnia” de Roig, pues nunca deja de mirar hacia una Europa, de la cual momentáneamente formó parte a través de la cultura de sus padres y los conciertos de piano en su juventud, y hacia adentro, los años de renuncia cuando escoge quedarse; con lo cual, si bien acaba integrándose a aquello que su espíritu rechaza, no pierde su poder de expresarse ante el otro.

Las miradas de Judit y Kati son un poco reflejo del devenir de la Barcelona posterior a la Exposición Internacional del 29, cuando los hacedores del Pla Macià habían concebido una ciudad aireada y socialmente permeable donde la mujer empezaría a dialogar, que no coincide con la del monólogo burgués de l’Eixample. Es justamente esa, la franja en la cual la voz de Kati empieza a hacerse audible, amparada por el eco de la de Judit y por la mirada a distancia de quienes se habrían quedado sentadas en sus galerías.

Eco que seguiría no obstante resonando, cuando la derrota republicana destruya a Kati y se aloje en Judit quien, instalada en una vida y una galería que la aburren, asistirá a los horrores de la dictadura cuyos hacedores y cómplices, amparados en su propia oscuridad, irán a destruir, mutilar o reformar tanto el vivir como la arquitectura de la ciudad modernista, y la racionalista de Torres Claver y Sert, hasta Judit y Barcelona quedarse sin luz y sin mirada.

“Miró la ciudad: hubiese querido abrazar Barcelona de un solo vistazo. Era una ciudad que la atraía con la fuerza de un amante cruel”, reflexiona Mundeta Claret en L’hora violeta (1980). La generación perteneciente a la Barcelona del Congreso Eucarístico y de los nuevos bloques construidos en la periferia urbana, se hizo adulta o creció demasiado constreñida por el catolicismo sectario y la precariedad urbanística como para comprender el drama de las mujeres que se habían quedado ciegas en sus galerías. Por eso ellas tuvieron, como Natàlia Miralpeix, que abandonar la ciudad o, como Mundeta Claret, irse de casa para poder después, mediante el rescate del tiempo y la lejanía, recuperarse y entender a quienes no se habían movido de sus jardines.

Así, Mundeta, a fin de vivir independientemente tendrá, al deshacerse del suyo, que enterrar su pasado en el jardín de la universidad, y Natàlia deberá poner doce años de distancia en París y Londres, para completar su aprendizaje y recobrar una ciudad y una mirada de las cuales, en el fondo, ninguna de las dos se había apartado realmente. Mundeta, físicamente, al quedarse allí, aún sin jardín y pese a la decadencia de la Barcelona modernista y el avance de la brutalista de Núñez y Navarro, y Natàlia porque en las plantas y flores de los jardines ingleses seguía viendo el follaje de aquel que modeló su infancia en las islas cuadriculadas de l’Eixample.

Por eso al volver, ella al igual que Marcel Proust, se sorprenderá cuando vea que su jardín de Auteuil no es tan inmenso como lo recordaba. Es más, observará que ha desaparecido para dar paso a un patio de cemento, insuficiente sin embargo para cubrir su pasado, pues su mirada, a diferencia de la de Patricia, Judit, y la de las Mundetas Jover y Ventura, había volado. Y su cuerpo, del mismo modo, al no ser del otro sino el otro, había aprendido a dialogar con el hombre, rompiendo así el monólogo al cual estuvieron condenadas las mujeres anteriores.

Natàlia, no obstante, ha tenido que pagar con el aislamiento el precio de ese aprendizaje; ni los hombres que han pasado por ella ni las mujeres de su misma generación han entendido una imparcialidad que, de cierta manera, se acerca mucho a la de la propia autora, en ese mirar con cautela tanto el feminismo recalcitrante de algunas intelectuales españolas, como la tendencia machista de los hombres a invadirla con su lenguaje.

En tal sentido Montserrat Roig, tal cual apunta la crítica, ha sabido apartarse de lo confesional para, utilizando los recursos que el periodismo proporciona, escribir desde la doble mirada, masculina-femenina, privilegiando entonces una reconciliación entre los sexos, que no siempre fue bien entendida por sus contemporáneas, al acusarla de practicar un “feminismo tibio”. Una actitud, que ha sido más bien la de muchas mujeres de su generación y de las generaciones siguientes; y sin lo cual no podría entenderse la negativa reacción de las francesas ante el hecho de que, finalmente, algunas víctimas del acoso, abuso verbal o físico y avances no deseados por parte del otro, hayan encontrado la fuerza suficiente para denunciar a sus agresores públicamente.

Pero lo cierto es que la obra narrativa de Roig es prueba sensible de su destreza para detallar el recorrido de la mirada de la mujer sobre sí misma y el otro, en la Barcelona de finales del siglo XIX y la mayor parte del XX, sin perder la perspectiva histórica, aunque sin descuidar tampoco el poder lúdico del lenguaje para recuperar afectiva y efectivamente el tiempo que ellas vivieron en sus jardines y galerías. Y es aquí, en esos raccontos al pasado, producto del ojo que mira hacia adentro, donde la fuerza evocadora de su escritura cobra mayor fuerza.

La calle que Kati, primero, y las mujeres de la generación de Roig, después, tomaron tras hacerse con las habitaciones del frente donde tradicionalmente habían estado los despachos de sus maridos, será blanco donde el otro ojo, el que mira hacia fuera, apunta y la autora describe con ironía y humor; no solo desde las mujeres que viven su soledad tras la separación de quienes aman, sino de aquellas que, como Mari Cruz, descubren por propia escogencia que tienen un cuerpo para el placer, o como las protagonistas de sus Melindros (1989), quienes esperan por los marineros, al ser “los únicos que no buscan en ti a la madre, quizás porque la suya la llevan en sus tatuajes. Saben lavarse la ropa sucia e incluso te friegan los platos”.

Digues que m’estimes encara que sigui mentida (1991), la última obra publicada por Montserrat Roig, acaba con una imagen que cierra impecablemente su obra narrativa: Barcelona vista desde un helicóptero; pues abraza tanto su visión de la ciudad como el mirar de sus mujeres, desde la interioridad de las galerías, jardines y patios de l’Eixample, hasta la exterioridad de calles, edificios y plazas vistos desde el cielo. Cual si la autora hubiese tenido que subir hasta allá arriba, para arrancarse momentáneamente de aquellos espacios cerrados, que la Barcelona olímpica se encargaría de maquillar por fuera, pero que la mirada crítica de Roig nos seguirá haciendo ver, eternamente, en todo el esplendor de su miseria.

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