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Elisa Corona

From the fire escape: Monkey style

Mi padre practicaba Tai Chi desde que yo era niña. La explicación ahora es simple. Mis padres eran miembros de la Sociedad Mexicana de Amistad con China Popular. Muchos de mis recuerdos de infancia incluyen a grupos de chinos que cocinaban en mi casa, que discutían durante horas en la sala tomando té, que iban de paseo con mi familia a las faldas del Popocatépetl; algunos me ponían semillas de mostaza en las orejas, otros me regalaban cuentos con magníficas ilustraciones gracias a las cuales empecé a dibujar; todos pronunciaban mi nombre de manera extraña: “Ariza”, “Eriza”, “Alisha”, lo cual causaba incontables burlas por parte de mi hermano (con un nombre mucho más fácil de pronunciar, “Dani”). Recuerdo a mis padres y a un pequeño grupo de personas en un lugar arbolado (ignoro el nombre del lugar) dirigidos por un chino, haciendo una rutina que llamaba toda mi atención, pero a mis quizá cuatro o cinco años me era imposible seguir más que con la mirada. Todavía recuerdo la secreta envidia que me causaba ver a mi padre haciendo esos movimientos suaves, asimétricos, casi mágicos, pensaba que nunca podría aprenderlos.

Poco a poco, los chinos fueron desapareciendo de mi casa, pero alrededor de los trece años y sin saber de dónde saqué la idea (uno olvida tan pronto a esa edad), les dije a mis padres que quería aprender kung fu. Poco después de empezar a entrenar, mi hermano me siguió. Ambos nos decepcionamos varias veces, después de descubrir que muchos de los maestros se tomaban muy en serio a sí mismos, mantenían un aire de solemnidad, usaban grandes frases y grandes palabras, pero no tenían idea de lo que enseñaban, no sabían siquiera de dónde provenía el kung fu y no sabían un ápice de filosofía oriental. En palabras de mi padre, “sólo enseñan los músculos… y yo nunca vi en China a ningún maestro de artes marciales enseñando músculos”. Además, estos incipientes maestros, a veces bienintencionados pero ignorantes, a veces fraudulentos, nunca habían estado en China, a diferencia de nuestros padres que estuvieron ahí en los setenta, cuando pocos extranjeros tenían el privilegio de entrar a la China de la Revolución cultural; mi madre recuerda a menudo que los chinos los miraban como si hubieran descendido de un ovni. Después de varias decepciones con maestros, yo opté por expropiarle una guitarra eléctrica a mi hermano y me olvidé un tiempo de los chinos; él me expropió la curiosidad por el kung fu y se obsesionó por buscar la autenticidad en los practicantes de artes marciales chinas, la verdad sobre lo oriental, tan lleno de charlatanes hoy en día. Ahora, él se dedica de tiempo completo a traer cada año a México a algunos de los maestros más importantes del mundo, con el propósito de buscar a los mejores, a los más auténticos y aprender de ellos.

En cada seminario, el Sifu Shi Yan Ming, auténtico monje del templo Shaolin de Henan, repite a sus oyentes: “entrenando, nos volvemos más jóvenes cada día”, hace que la audiencia entera se levante, estire sus brazos y trate de alcanzar sus pies; él lo hace parecer muy fácil, les da un beso a la punta de sus dedos y dice “sus pies los han llevado a muchas partes, ahora es momento de darles las gracias, ¡MUÁ!”. Cuando alguien le pregunta por qué los monjes están rapados, él dice que es para recordar ser como niños, siempre fascinados con el mundo, siempre curiosos, incansables en el juego, “y claro, además así me baño con un mismo jabón”. “Monkey style!”, dice divertido el Sifu siempre que nos hace alguna travesura. Y mi frase favorita del Sifu es la que usa cada vez que alguien le pregunta qué arte marcial es mejor, qué religión es mejor, qué filosofía seguir: “aprende todas las filosofías, toma lo que te sirva de cada una, y al final ésa es tu filosofía”. El Sifu gusta de desvelarse, ir a bailar y beber “agua especial” (como llama a la cerveza), escucha música de Madona y es adicto al celular. No importa la época del año, siempre que comienza su entrenamiento el Sifu grita “Merry Christmas!” y todos respondemos “Happy New Year!”, pues desde que llegó a Occidente descubrió que en época navideña todos tienen tiempo de ser amables, de sonreír y disfrutar, algo que deberíamos hacer todos los días del año.

El maestro Yang Jun, 6ta generación de descendientes directos de la familia Yang, creadora del Tai Chi Chuan como lo conocemos actualmente, tiene una historia favorita sobre el origen del nombre de uno de los movimientos. “Por favor, nadie pregunte sobre la historia de la Señorita de Jade”, bromean los asistentes que ya han estado con él en otras ocasiones, “porque tarda mucho en contarla y, mientras él habla, a nosotros se nos olvida la forma”. La historia de la Señorita de Jade es muy parecida a tantas historias chinas que leí en los cuentos de mi infancia: un buen joven hace lo correcto (honrar a sus padres) y entonces, se queda con la chica, una misteriosa señorita o “hada” de jade que baja de los cielos para salvarlo y recompensar su rectitud. Lo mejor es cuando él se resiste a casarse con ella (“¡las cosas no pueden ser tan perfectas!”, piensa el joven) y la Señorita de Jade le sugiere que le pregunte a un árbol si deben casarse: la actuación del maestro Yang del árbol que cobra vida y dice “Síííííí” con todas sus ramas es la mejor parte del relato. Pero mi frase favorita de Yang Jun es cuando alguien le pregunta qué religión profesa y él responde casi extrañado: “no tenemos religión, sólo tenemos nuestra filosofía”.

El maestro Peng You Lian, además de experto en Tai Chi y Qi Qong, es cocinero. Al igual que el maestro Yang, que el Sifu y que todos los chinos en la historia de mi vida, no puede pronunciar mi nombre, pero de inmediato me ofreció su casa y dijo con emoción “¡podría cocinar para ustedes!”. Mi frase favorita de Peng You es cuando comienza a enseñar a los asistentes a darse masaje a sí mismos, apoyando una mano con la otra para alcanzar los hombros y parte de la espalda, y les dice: “ustedes tienen sus propias manos, ¿quieren que yo les haga masaje con mis manos? Por cada mano…¡cien dólares!” y se carcajea igual que un niño de su propia broma. Nada de mágicas curaciones ni rituales misteriosos con estos chinos, nada de músculos ostentosos y nada de hocuspocus. Todo es trabajo duro, constancia, técnica. “¡Más chi! ¡Entrena más duro!” es la respuesta de Shi Yan Ming a cualquier problema, a cualquier contratiempo, a cualquier pregunta; y cuando en una ocasión un huracán azotaba las costas de Cancún, alguien en el seminario le preguntó qué podíamos hacer en ese momento por esas personas que estaban sufriendo: “si tienes dinero, mándaselos, si tienes más dinero, ve y ayúdales”. Ésa es mi idea de entrenar más duro.

Mi hermano ha estado en China ya dos veces, entrenando en una de las escuelas de artes marciales dirigida por uno de los hermanos de Shi Yan Ming. “China es otra desde que nuestros padres estuvieron ahí”, me dice mi hermano, “y el templo Shaolin de Henan es ahora Disneylandia, todo se trata de ir a tomarse la foto en la entrada del templo, decir que estuviste ahí, regresar a occidente y contar a los incautos que entrenaste como un verdadero monje”. Sin embargo, en una parte del templo cerrada al turismo hay unas modestas habitaciones donde viven algunos de los maestros que entrenaron con Shi Yan Ming cuando era niño; fue ahí donde recibieron al grupo del Sifu y los trataron como a quien regresa a casa después de un largo viaje.

Yo no he estado aún en China, pero sé que tarde o temprano será un viaje obligatorio para explicar muchos de los recuerdos de mi infancia. No dejo de entrenar, aunque la escritura y la música hayan robado para siempre el lugar de prioridad en mi vida; además, mi disciplina entrenando no es ni la mitad de lo que debería ser, “more chi! train harder!”, pienso siempre que descubro mis carencias y retrocesos. Practico Tai Chi con mi padre, kung fu con mi hermano, con otros brillantes maestros chinos y mexicanos, con un CD del maestro Yang y con el libro escrito por el Sifu, The Shaolin Workout. Aprendo de todos un poco y me siento más joven cada día. Aunque nunca está de más recordar la frase de otro hombre sabio, mi ortopedista, quien al saber de un paciente que no padece presión alta, colesterol, diabetes, gastritis, artritis ni ninguna enfermedad, le dice con una maliciosa sonrisa: “perfecto, entonces, ¡se va usted a morir sano!” Pero no obstante, hay que entrenar duro. Y donde sea que entrene, trato siempre de evocar esa primera vez que observé a mi padre con secreta envidia y algo de añoranza, con irrefrenable curiosidad infantil.


Photo Credits: Rain Rannu

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