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Adrian Ferrero

Modales de Francia

Una colega que tiene la doble ciudadanía, había decidido regresar a Francia para realizar su posgrado en Letras. En la Oficina de Migraciones no tuvo el menor inconveniente con sus papeles. Pero en un determinado momento, el personal la espetó preguntándole: “¿Y usted se hace cargo de estos dos?”. Se estaba refiriendo a su esposo y a su pequeño hijo. El comentario, xenófobo, no hace sino poner en evidencia algo que yo ya sospechaba. Francia sigue considerándose el espacio proteccionista en todos los planos de la cultura, incluido el del derecho a preservar sus fronteras de individuos que no han nacido allí, aun siendo familiares directos de ciudadanos franceses. Esto me parece grave. Por otro lado, como “Ciudad Luz”, París sigue pensándose a sí misma, en buena medida alimentada por un mito incluso extranjero, la sede de la cultura y el patrimonio, para caso, literario.

Esta anécdota me ha sido confirmada por egresados de la Sorbona que han hecho su Maestría y su Doctorado en esa institución. Hay un atributo de los franceses que existe en buena parte de ellos que es su amor propio desmesurado pero a la vez disimulado. Por detrás de una estudiada cordialidad, unos modales irreprochables, un trato lleno de exhaustiva cortesía, casi estilizada, que en un punto resulta hasta algo chocante porque demanda la exigencia de la reciprocidad de una respuesta adoptando una formalidad que no encaja con todos los temperamentos ni todas las idiosincrasias. Sin necesidad de llegar a la falta de respeto en modo alguno sino a una menor toma de distancia. Me encuentro frente a un país atento a su pasado, a sus museos, a su literatura, a sus emblemas, a su Historia, a sus instituciones educativas, a sus costumbres. En definitiva: cautivo de su tradición, Francia no puede dejar de asistir a sí misma, al estilo heliocéntrico copernicano, como el espacio cultural por excelencia en torno del cual toda constelación cultural debe girar para ser legítima. Orgullosa en grado sumo de sí misma, víctima de esa desmesura, doy por descontado que los franceses están firmemente seguros de que su literatura es la de mayor jerarquía del mundo, al igual que sus estudiosos e investigadores son los más calificados.

En lo que hace a mis estudios académicos, siempre he estado ubicado en los arrabales de la literatura mundial. Como especialista en literatura argentina. Como estudioso formado en literatura infantil y juvenil argentina. Como habitante de una ciudad de provincias de un país subdesarrollado aunque tuviera un doctorado de una buena Universidad Nacional y libros publicados también de investigación. Como escritor latinoamericano de poesía y cuento (géneros marginales en el seno del mercado). Este suele ser (no siempre) el destino de los consagrados a estos campos. Evidentemente hay una marca que por circunstancias de destino o bien de decisión me sitúa ampliamente en la periferia. Pero vayamos a ejemplos concretos de este desproporcionado egocentrismo francés.

Mis lecturas de literatura francesa no son las más profusas en lo relativo a mi formación, ni tampoco las más significativas, pero sí ha habido momentos de encendida devoción. Tampoco debo confesar que lo he buscado ni creo que tendrían por qué hacerlo. Sí ha habido una obstinada decisión en mi vida y una profunda vocación por conocer la literatura universal tanto en lo relativo a los clásicos del pasado como los contemporáneos. A las rarezas como a las obras canónicas. Y un rechazo visceral por todo aquello que se me quisiera imponer desde el absolutismo cultural. Francia es considerada la custodia y la sede del saber. La depositaria de la cultura, se nos ha hecho creer hasta el cansancio. Esto ha sucedido en los estudios formales, por un lado. Se ha instalado en el sentido común, por el otro. Y ha hegemonizado buena parte de la literatura universal y los estudios literarios. A este punto, entre otros, lo discutiré. París ha devenido la Meca a la que todo escritor que aspira a triunfar debe expatriarse. Triunfar en Francia parecería ser sinónimo de graduarse con honores de escritor.

Me he concentrado con suma intensidad en los últimos veinte años en el caso argentino, como dije, como parte de una trayectoria académica formativa y profesional de más de treinta años que ha exigido que sea un gran especialista en un campo de estudios y gran ignorante en el resto. De modo reconcentrado, el estudioso pierde la visión de conjunto en orden a la producción literaria mundial, salvo excepciones. Ella se vuelve imprescindible. Se olvida en qué marco literario global se inscribe esa producción literaria que se aborda. Pero ya una vez que estuve por fuera del sistema académico, después de diez años de egresado ejerciendo la vida académica como docente/investigador, me sentí con la libertad suficiente como para profundizar en los estudios según me lo dictaban mi criterio, mis inquietudes, mi autoexigencia y mis gustos. Sin embargo, la suerte estaba echada. La literatura argentina había ganado la partida. Aposté a profundizar más que a la dispersión.

La escuela secundaria significó en mi caso un conocimiento a fondo de la literatura española medieval y del Renacimiento. Lo que dejó una huella imborrable en lo relativo a la percepción de los distintos estadios de la lengua española desde el punto de vista filológico. Estudiamos literatura francesa, además de griega clásica. Hay que tener en cuenta que el bachillerato que cursé era un colegio secundario dependiente de la Universidad Nacional de La Plata, una Universidad pública, laica y gratuita en la cual se promovía el pensamiento crítico y un profundo conocimiento académico de la cultura general en todas las áreas. Aún recuerdo el shock de la lectura del primer Camus. En la escuela secundaria hubo una notable introducción al pensamiento del existencialismo francés por parte de nuestra Prof. de Filosofía de El ser y la nada y varios otros tratados tanto de Sartre como de Simone de Beauvoir a lo largo de todo el último año. Leímos también en las clases de literatura a Maupassant, lo que significó para mí otro golpe a la burguesía. Y en literatura argentina a los clásicos nacionales, más algunas otras obras literarias que no formaban parte del canon nacional.

Por mi cuenta comencé a leer a los existencialistas franceses en forma sistemática a los 18 años, ni bien ingresé a la Universidad. Y los leí íntegros. Seguí un seminario sobre la obra de Camus tempranamente en la carrera de Letras de la Universidad Nacional de La Plata, donde luego me doctoré, como dije, en Literatura argentina. También hubo un pormenorizado Flaubert, que completé por las mías, al que se sumaron antologías, también con crítica sobre su poética, siguiendo un camino paralelo al universitario, como lo haría en otras ocasiones. Cuentos de Maupassant fueron importantes en mi educación, como “El Horla”. Los tengo asociados al teatro de Sartre, por su trabajo en torno de la hipocresía burguesa. Y naturalmente cursé la materia Literatura francesa en la Universidad, en la que la recorrimos en la línea del tiempo.

Por supuesto que jamás fui de los que se conformó con las lecturas universitarias. Pienso que eso fue lo que me salvó de ser un académico vitalicio, cosa que nunca terminaré de agradecer. Ser escritor es ser uno mismo. Es crear no a partir de una relación vinculada a la institucionalización del saber y, peor aún, de la represión sensible, sino de un diálogo franco y sincero con nuestras propias preguntas, nuestras obsesiones, nuestros miedos, nuestra memoria, nuestro dolor, nuestra curiosidad. Es ponernos sin mediaciones frente a un espejo y ser exigentes con esa imagen al interpretarla. Nunca fui partidario de una organización pautada y normativa de la escritura, ajustada a protocolos rígidos. Si bien debí ajustarme a ella durante una etapa de mi vida. Esta biblioteca paralela a la que me refiero conformó el sustrato que sería capital para mi trabajo creativo. Me dio las armas (y una variedad de herramientas, contemplando propuestas tan diversas) para convertirme en el escritor y el crítico independiente que sería. Sumé a esa biblioteca la asistencia a cinco buenos talleres de escritura de Bs. As. y La Plata. En tanto en la Universidad leíamos Lingüística y Teoría literaria, aprendíamos Lenguas clásicas y Filología, o leíamos obsesivamente al tan venerado Ricardo Piglia, yo seguía por las noches con Marguerite Duras, Marguerite Yourcenar, Nathalie Sarraute, incursionaba en todos los textos de Camus, en Raymond Queneau, Platón, leía a Freud, recorría a los surrealistas franceses, a Cristina Peri Rossi, Arthur Miller, Tennesse Williams, Italo Calvino, Susan Sontag, a Georg Trakl, me internaba en las vanguardias históricas. Me sumía en la literatura inglesa y estadounidense en libros en ese idioma o bien, a través de la mediación de Borges, en una serie de lecturas de la colección que él dirigió alrededor de 1984: la Biblioteca Personal. En el bachillerato, hacia el último año, por las mías había leído todo Poe y todo Rulfo. Silvina Ocampo y Cortázar vinieron a completar ese panorama. La lectura a temprana edad de Borges supuso ingresar de lleno en la gran literatura de todos los tiempos. Pero también a dejar por fuera a ciertos campos no por él venerados. Pero sí conocí el universo cultural anglosajón mucho más que el francés. Los ’90 fueron los años de lectura sistemática de literatura argentina contemporánea, formando sistema.

Durante 1997 (terminando la Universidad), escribí una novela sobre los existencialistas franceses. Esa aventura supuso (además de aprender a escribir el género novela, tarea nada sencilla para un poeta y cuentista) leer o releer toda o casi toda la obra de cada uno de ellos, con la que ya estaba familiarizado afortunadamente. La polémica entre Sartre y Camus. Atravesar Gide en su Diario y en su viaje y regreso de la URSS, su ensayo sobre la literatura comprometida, además de en su obra narrativa, leer bibliografía sobre los grupos más influyentes que durante la posguerra francesa habían marcado a la izquierda intelectual. Leer biografías, autobiografías, estudios históricos y de Historia cultural. En definitiva: procurar, mediante bibliografía específica, reconstruir el campo intelectual de la posguerra francesa. A esa novela, que algunas personas le encontraron méritos, yo no le encontré dignidad estética.

Sobre Simone de Beauvoir leí y escribí mucho. Participé en equipos investigación de mi Universidad, publiqué artículos en España y en Argentina. Leí ponencias en la Universidad de Buenos Aires y en mi Universidad. Y un trabajo que escribí sobre Simone de Beauvoir pasó a formar parte de un capítulo de un libro de Editorial Catálogos de Buenos Aires. Es una autora que conozco a fondo porque además dicté un curso sobre ella. Reseñé las novedades póstumas cuando aparecieron. Encargué bibliografía actualizada sobre ella del extranjero, de Inglaterra y de Francia. Suelo releerla periódicamente.

Por supuesto que leí, en virtud de que hice un doctorado en Letras, mucha teoría y crítica literarias francesas, además de filosofía. Roland Barthes (sobre quien escribí y publiqué dos trabajos en una revista especializada y luego en un libro), Giles Deleuze, Julia Kristeva, Maurice Blanchot, Jacques Derrida, Pierre Bourdieu, Maurice Merleau-Ponty. Y sobre todo, Michel Foucault, un filósofo y psicólogo profundamente crítico de la cultura francesa, además de los mecanismos de control y poder, con énfasis en los individuos disfuncionales al orden normativo y represivo de la cultura. Pero con antecedentes académicos impecables. Un incómodo para Francia. La revista Tel Quel realizó aportes sustantivos indudables a la cultura letrada, poniendo en diálogo a la literatura con los saberes de la semiología, la crítica y la lingüística. Francia goza de una producción teórica frondosa. Lo que se dio en llamar French Theory, que en los EE.UU. hizo furor en los años hacia los ’80, a La Plata llegaba con el reloj algo atrasado, hacia los años ‘90, según políticas de traducción, edición e importación tardías y no era sino la revelación más fehaciente (y humillante) de nuestra propia falta de capacidad y creatividad teóricas, de nuestro déficit en ese campo, además de nuestra dependencia sobre todo de Francia, para fundamentar nuestras investigaciones, poniendo fuera de contexto teorías que habían sido concebidas para otras sistemas de conocimiento socioculturales. Esta centralización de Francia como productora de corrientes teóricas, afectó de modo sustantivo las políticas de investigación de Argentina y América Latina, además de EE.UU. No había recursos humanos formados para ese nivel de pensamiento abstracto y complejo en nuestro país aún. O no los había generalizados. Bien es cierto que hubo algunos precursores.

Luego todos los malditos fueron fuente de interés e inquietud para mí, naturalmente. Rimbaud, en una buena traducción, leída curiosamente de modo tardío, no me deslumbró, pero me hizo reflexionar acerca de la renovación del lenguaje poético, sobre el que escribí. En otro orden, leí a Verlaine en una edición en francés con su poesía completa que compré. Y leí una traducción de los sonetos de Louise Labé por María Negroni en edición bilingüe, exponente de una etapa muy anterior. Leí La condesa sangrienta y a Francois Sagan. El despertar a Heri Michaux fue espléndido. Hubo muchos otros libros. Hubo pintores. Y estudié el idioma francés desde la adolescente. Hubo cine francés. Hubo libros de Historia. Hubo Humanidades, hubo arte y hubo arquitectura en mi misma ciudad.

Como siempre me interesó la política, me dirigí hacia esas zonas que ofrecían un flanco para mí más cautivante: el polémico. Hay gente que elige una orientación en la poética caracterizada por la falta más completa de compromiso con los contextos. Esta literatura a mí no me interesa en lo absoluto y me tiene sin cuidado. La encuentro insustancial. Para alguien formado en los existencialistas franceses de modo temprano, en Maupassant, en Rulfo. Alguien que lee a Diamela Eltit, Héctor Tizón, Susan Sontag, Griselda Gambaro, Harold Pinter, el mundo comienza a hacerle ruido por los cuatro costados. Le interesa una literatura combativa, pero sin pedagogías. Se interesa por una literatura crítica, no condescendiente con el statu quo en vigencia, sino preocupada por asuntos relativos al conflicto social, no al escapismo o la fuga lúdica que lo único que propone es un entretenimiento virtuoso. Émile Zola, fue un autor que sí me marcó por su poder de intervención en la esfera pública de modo tan terminante. Más acá, Jorge Semprún, quien comenzó a escribir en francés a cierta altura de su vida, pero era español, me sedujo. Su literatura hervía de política. Así como Héctor Bianciotti era argentino y escribía en francés, me pareció poco interesante.

Leí en francés trabajos de investigación sobre crítica genética franceses, esto es, estudios sobre cómo proceder al análisis de manuscritos de escritores, o de génesis de escritura, estupendos, que compré en La Plata. Aprendí mucho de ellos y los utilicé para mi tesis doctoral.

Y luego leí toda o casi toda la obra de los argentinos radicados en Francia: Arnaldo Calveyra, Julio Cortázar, Edgardo Cozarinsky (junto con el acceso a su cine), Luisa Futoransky, Eduardo Berti, entre otros. A muchos de ellos los entrevisté y realicé reseñas de sus novedades, artículos o escribí ponencias para congresos sobre sus poéticas, cursé seminarios. También artículos sobre periodismo cultural sobre sus poéticas o algunos de sus libros. He leído buena parte de la obra de Juan José Saer pero no me ha caído en lo absoluto simpático ni por sus poco felices declaraciones ni por su modo de referirse a colegas argentinos que estimo. Por otro lado, la obstinada decisión del grupo de la revista Punto de vista y sus exponentes más conspicuos por instalarlo en el centro de la escena literaria argentina (o, peor aún, porteña) y del canon argentino me pareció de una violencia simbólica agresiva. Y naturalmente entreví allí una implícita motivación que tampoco se me escapó ni me resultó grata.

Me encuentro periódicamente con graduados de la Sorbona, todos muy estudiosos por lo visto, todos muy formados, pero me siento gratificado por haber hecho mi Profesorado, mi Licenciatura y mi Doctorado en la Universidad Nacional de La Plata. No me siento a la sombra de la Sorbona. No en lo relativo al menos a los temas que a mí me interesaron investigar cuando en su momento me tocó consagrarme a mis estudios de grado y posgrado Estuve en el lugar ideal en el momento justo. Tampoco en lo relativo a mi preparación me siento menoscabado. Convengamos que a cierta altura de su formación un estudioso deja de depender e incluso de pertenecer a una institución para iniciar su propio sendero de preparación y profesional. Es cierto que hay instituciones con más tradición que otras, más exigentes, con mejores docentes (a veces) o capacidad de investigación, pero conozco algunos egresados de la Sorbona, con enfoques poco creativos o escasa originalidad. Además de limitada ductilidad para expresarse por escrito y extrema rigidez en sus puntos de vista. Con interpretaciones reduccionistas, por lo que dejan apreciar sus trabajos. De modo que asistir a instituciones de prestigio tampoco pareciera ser garantía por lo visto de excelencia académica.

Por otro lado, la literatura francesa, paradójicamente, esconde desde colaboracionistas nazis, pasando por perversos, pornógrafos y libertinos como Sade para llegar literalmente a delincuentes como Jean Genet. A lo que sumo los malditos con sus conductas en algunos casos abiertamente criminales. Hay todo un corpus que no es aceptado por la cultura oficial francesa, que reniega de ellos, pero no puede ocultarlos. Sin embargo, escritores críticos han puesto sobre el tapete ese corpus sustraído a la mirada pública. De evitar que sus poéticas sean interrogadas. Además de poner en evidencia la doble moral sobre la que se asienta ese bien pensar francés. Eso han hecho, entre otros, los existencialistas, Guillaume Apollinaire, lo confirmaron con estudios en profundidad sobre estos escritores. En el plano institucional, el machismo elitista de los franceses resulta proverbial. Recién comenzó a revertirse (y en mínima escala) cuando el “el club más cerrado de hombres del mundo”, la Academia Francesa de Letras, admitió en un sillón a la excepcional escritora Marguerite Yourcenar, pero en 1980. Fue la excepción después de casi tres siglos de hegemonía masculina entre “los Inmortales”. Y siguiendo en esta línea relativa a la relación de instituciones y género, recién en 1906 Marie Curie fue aceptada en la Sorbona como la primera catedrática.

Junto a los escritores indeseables arriba citados, en el plano de lo geopolítico histórico resulta insoslayable el señalamiento de su condición de país imperialista con colonias en Argelia, entre otros lugares del mundo. Si el Iluminismo había alumbrado una racionalidad clara y nítida, esclarecido ideas, no menos cierto es que el avance expansionista de Francia fundó un estado de cosas centrado en la dominación. Francia mantiene esta premisa según la cual el resto de los países, y muy especialmente los del Tercer Mundo, debemos rendirle tributo y pleitesía.

Y si bien mi casa ha estado cubierta de libros en francés porque mi padre fue Ayudante Diplomado de la materia Literatura Francesa en la carrera de Letras de nuestra Universidad, tradujo Estudios, siente una especial inclinación por ella y desde chico supe no exactamente francés sino algunas expresiones y cuál era su pronunciación, tampoco me sentí estimulado por interrogar la literatura francesa. Mi abuela sabía francés. Heredé su diccionario, algunos libros franceses (como las memorias de Malraux, ella también leía a Colette) y lo siguió perfeccionando. Mi madre había estudiado sobre todo francés y lo aprecia más que al inglés. No obstante, mi formación es en inglés. Al igual que mi mayor bagaje de lecturas extranjeras es inglesa y estadounidense.

Hacia 2006 fui invitado a Francia a participar de una Jornada de Estudio en la Universidad de Toulouse-Le Mirail. Los trabajos fueron publicados por la Universidad y la Jornada transcurrió apaciblemente. Pero se trataba de latinoamericanistas de origen argentino en su mayoría, no de estudiosos o estudiosas nativos.

Seguramente he leído mucha más literatura francesa de la que acabo de consignar. Estudios, críticas, investigaciones, tratados universitarios, novelas, dramaturgia, cuento, poesía. Pero siempre hubo una colisión con Francia por lo que significó para mí: una sensación de elegante superioridad bien disimulada por detrás de correctos modales.

En la Universidad estudiamos a muchos latinoamericanos y profundicé de modo superlativo en la literatura española contemporánea. Además del resto de las literaturas extranjeras, la formación se completó con cultura general, mediante libros de crítica y teoría o bien diccionarios de Estudios culturales, glosarios de Sociología de la cultura, libros de Conceptos de crítica sociológica, entre otras formas de organización del saber que me sirvieron para sistematizar lo que había estudiado o iba a estudiar de modo disperso. Disfruté mucho de leer la literatura griega clásica y periódicamente regreso a ella.

Y si bien Platón nos expulsó a los poetas de la República, no por ello he renunciado a mi vocación. Menos aún siento complejo de inferioridad. Como no me he sentido acomplejado por otras literaturas. En particular, la francesa, que pareciera ser la que mayores privilegios ostenta. He tomado de ella lo que me ha servido, lo que he deseado, lo que me ha resultado interesante para mis proyectos, lo que me ha sido impartido en instituciones. Me he formado también en muchas otras literaturas además de la francesa. Hay autores franceses de talento pero para ser franco pienso que hay allí más Historia. Argentina es una nación joven, como el resto de los países de América Latina y EE.UU. Todas las literaturas, estudiadas a fondo, revelan una infinita riqueza. Solo hay que estar informado acerca de sus corpus, sus tramas, sus matrices, su Historia, sus tipos de discursos, sus contextos, su evolución, desarrollar el pensamiento crítico y teórico en torno de ellas. Todo depende de por lo recorridos formativos por los que se haya transitado. Un escritor con o sin formación académica leerán de distinta forma distinta otras literaturas. Y la propia. Manejarán un metalenguaje de la disciplina o carecerán de él.

La lengua española no es de segunda categoría, ni lo es mi país y su cultura. Mis propios estudios tampoco lo son por haber sido realizados en Argentina. Vivo formulándome preguntas acerca de cómo poner en problemas al escritor y al crítico que soy. Eligiendo para la crítica corpus marginales, más difíciles y más complejos de abordar. Rescatando los corpus menos valorados pero que merecen atención. Procurando estar actualizado. Trabajando duro. Y eximias traducciones de literatura francesa no faltan.

La literatura latinoamericana, es rica en propuestas experimentales de larga data. La joven pero riquísima estadounidense, tampoco calla. Le contestan al sagrado Panteón crítico y literario francés más egregio. Francia, víctima de su pasado de gloria y su presente descalificativo, producto de una élite que ella misma ha decretado como la legítima en exclusiva, deberá aceptar con respeto a los extranjeros que ingresen a sus fronteras como ciudadanos de los cuales nadie debe hacerse cargo, valorar a los estudiosos y escritores visitantes de excelencia que arriben a sus fronteras. Deberá aceptar que los estudiosos extranjeros aborden sus corpus y su canon (o lo pongan en cuestión) con la misma seriedad y agudeza con la que lo hacen sus propios investigadores. Su patrimonio letrado no es un coto vedado a los extranjeros. No somos ni intrusos, ni invasores, ni bárbaros. Somos sus pares. Et aucun compte en attente.

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