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Mis maestros

Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres.

José Martí

A Reynerio Lebroc, in memoriam.

Hace mucho que he querido escribir este microensayo. Listar a mis maestros —algunos ya fallecidos— como un homenaje. Así que este será un artículo de corte intimista.

Mi primer maestro fue mi padre. Murió cuando yo tenía catorce años, pero alcanzó a enseñarme el valor del esfuerzo y de la honestidad. Su austeridad era proverbial. Una vez un amigo le preguntó que cuántos pares de zapatos tenía y él respondió: «¿Cuántos pares de zapatos se supone que deba de tener si solo tengo un par de pies?». Cuando ante un dilema ético uno se pregunta qué habría hecho su padre, se tiene la certeza que el de uno ha sido un maestro. Padres así son los que hacen mejores las sociedades. Si nos parece que la nuestra es un desastre, quizás sea tiempo de hurgar en la calidad de sus progenitores.

Mi segunda maestra fue mi abuela. El epígrafe que encabeza este escrito me lo hacía recitar de memoria a mis siete años. De ella aprendí el amor por los libros y la literatura, en general, y por la poesía en particular. Cuando tenía diez años, me regaló los nueve tomos de la enciclopedia Literatura universal, de La Llave del Saber —que conservo con celo en mi biblioteca—. Pude escuchar cuando mi madre le recriminaba haberme regalado semejantes libros a mi edad, y su respuesta no pudo ser más luminosa: «A los niños hay que darles libros que un día puedan leer». Las últimas palabras de esa frase suponen el sentido de cualquier magisterio: hacer que los niños de hoy sean dignos lectores mañana.

Pasarían varios años antes de encontrar a mi siguiente maestro: el padre José Martínez, mi profesor de Latín. Me enseñó a amar la lengua del antiguo Latium y me inició en la filosofía acercándome al neoplatonismo agustiniano. Cada conversación con él era profundamente humana. «La vida es como una oración en latín —dijo un día—: el sentido está al final de ella, en la acción del verbo».

Por aquella época hubo otro sacerdote que también fue mi maestro, el padre Reynerio Lebroc, tutor de mi tesis en Letras y gran amigo de mi padre. Su rigor académico, la precisión para citar autores, fechas y hechos, su riqueza de léxico, su discurso pausado y profundo, su avidez por la lectura, su respeto por la persona humana y su sensibilidad intelectual por los que sufren son todavía virtudes que intento emular. Siempre lo he considerado el intelectual modelo.

Otro de mis maestros fue el Prof. Gastón Larrazábal, que impartía la cátedra de Didáctica. Un día coincidimos como colegas en el mismo colegio donde yo había estudiado. Al cabo de una clase, me fue a buscar a la sala de profesores y me llevó de regreso al aula que había abandonado minutos antes. «La mesa de la cátedra y la mesa del comedor deben quedar igual de limpias después de su uso», me dijo señalando el escritorio que yo había dejado empolvado de tiza.

Por último está mi amigo, el padre Gino Bologna, con quien he compartido conversaciones profundas, muy profundas. En él las palabras parecieran cargarse de significados insospechados y encarnar la sentencia wittgensteiniana: «Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo», pues su mundo es cada vez más ancho, como su verbo.

He tenido también maestros silenciosos, ejemplares. Del Prof. Miguel Marcotrigiano, por ejemplo, admiro su amor por la poesía y su rigor para leerla y escribirla. De mi vecino septuagenario, don Manuel, su callada tenacidad, desembarazada de quejas. Y de mi esposa, su solidaridad a prueba de desalientos. Sus lecciones están escritas con hechos, más que con palabras.

Siempre he considerado que es una fortuna poder hacer una lista de maestros. También es una gran responsabilidad, pues quien tuvo muchos maestros tendrá que hacer honor a ellos con su proceder. Si nos preguntamos por la conciencia moral de una nación, de un pueblo o de nuestra calle, la respuesta será directamente proporcional, precisamente, a la cantidad de maestros que podamos listar. Son ellos el baluarte ético de una comunidad.

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