Siempre me ha impresionado la manera como van los que caminan solos en la calle a paso seguro sin voltear atrás ni a los lados, como si supieran dónde queda el final, el destino escrito, tan confiados y sin dudas, van como si no sintieran miedo. ¿Y dónde me dejas a los que comen solos en los restaurantes sin preocuparse de si los miran, o si están hablando de ellos? ¿Y los que se sientan en un parque con su vaso de café así normal, regular… sí, regular coffe, with almond milk, no sugar, a little honey, could you please make it with a twist of cinamon?… sin que les de nada de pena…
Lucen tan cómodos, a sus anchas. Como si la realidad que compartimos todos entre extraños, fuera su ámbito personal. No les da cosita estar solos. Quiero decir, que no parecen sentirse juzgados por no tener a alguien con quien compartir el momento, con quien comentar lo que piensan o sienten en el instante. Vergüenza de no tener a nadie en esta vida pues. Pobrecita, tan solita. Tan solita este domingo tan bonito que no hay ni una nube en el cielo, y bonita ella, además, y no tiene con quien pasearse, calladita sin que nadie la conozca, y mira que no es fea. Dicho en perfecto venezolano. Porque para una caraqueña es todo un evento eso de sentarse a comer sola en un restaurant sin que nadie se meta contigo. Y aquello de sentarse sola en un parque a tomarse un café, tampoco es que es fácil de imaginar. Si te ven sola, lo que es normal es que se pregunten, ¿por qué será que no tiene novio… o marido… siquiera un amigo, aunque sea…?
Las mujeres del primer mundo, en cambio, sí tienen derecho a andar en la calle y donde sea, solas, sin que nadie las moleste. ¿Será por eso que miran distinto, tan decididas e imperturbables que parecen? ¿Será que saben que las están esperando? ¿O es que no necesitan verse en el otro que las mira?… sus miradas siempre lejos. Saben que pueden caminar solas y no hay escándalo. Nadie va a decir nada.
Por eso, cuando vi a esa muchacha que caminaba sola con la mirada temblorosa, me llamó la atención. Su mirada no podía esconder un cierto apetito, digamos que desesperado, aunque aterrado al mismo tiempo, y por eso lo esquiva, deambulante, la nerviosa calma, de la muchacha. Como buscando lo que no se le ha perdido, pero que no se note. Caminaba en consecuencia, lento como corresponde a un alma perdida, sin rasgo de disfrute. O sea que su circunstancia no fue por decisión o preferencia, sino porque no le quedó otro remedio. Es verdad que esa muchacha no tiene a nadie. Ella sabe que es una vergüenza, si lo que quiere es tener a alguien y todo el mundo lo sabe.
Cuando vas dentro del flow de los que se mueven sin tiempo a detenerse, llevas la mirada llena de destino porque sabes lo que estás buscando o, lo que es mejor, porque estás justamente consiguiendo ese algo que todos quieren en sus vidas. Expresiones como “get a life”, “needy”, son elocuencia de esa cultura que se esgrime con mirada de destino. Una cultura donde está mal visto andar buscando compañía exprofeso. En todo caso eso se hace sin que se note. Porque si no, da lástima, espanta a cualquiera.
La compañía se encuentra al paso, al descuido, por azar. Porque hay momentos en que es sabroso estar con alguien, pero no indispensable. Por eso un río de almas solas se desplazan y disimulan, esconden su soledad que ya no da pena, con mirada de destino y teléfonos inteligentes que sirven para hacerse el ocupado en cosas muy importantes e impostergables, que para eso está Instagram y montones de juegos y aplicaciones que distraen el cerebro y evitan que arriben las ganas de llorar.
La muchacha deambulante no sabía mirar con destino. Lucía desasistida y pobrecita. Así que nadie se le iba a acercar con buenas intenciones, vulnerable, expuesta como estaba. No es ahí donde surgen los extraordinarios encuentros fortuitos, los amores a primera vista y para toda la vida. Nadie se atraviesa en un destino que anda perdido. La miré con ganas de sonreírle, tal vez hablarle. Pero no. Lo supo de reojo y la invadió el pánico. Las almas solitarias no se curan al paso. Y las que disimulan su soledad, tampoco saben cómo anegar sus soledades. Da miedo sospechar que estamos tan solos aun estando acompañados y que, en eso, hemos perdido la capacidad de estar con el otro. De entregarnos y recibir. De establecer relaciones verdaderas, duraderas. Da miedo. ¿Cómo se sana eso? ¿Nos devolvemos?