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Michele Castelli
Michele Castelli

Millonario frustrado

Teodoro es un joven recio como los robles centenarios que abundan en las campiñas de su tierra natal. Los brazos musculosos y el pecho velludo le dan un aspecto de hombre vigoroso que todo lo arrastra ante sí, como un huracán que viene del mar y envuelve en su vórtice las cosas que se les cruzan cuando comienza la carrera arrolladora hacia las costas. Claro, esa es la apariencia. En realidad, es fuerte frente al trabajo al que devora frenético porque la herencia viene de los ancestros samnitas guerreros e impávidos, pero es gentil con el prójimo hasta el extremo de que se les humedecen los ojos ante el espectáculo triste de un padecimiento ajeno. En suma, fuerte y gentil como los padres de Abruzzo.

Mientras forcejea con el motor de su jeep destartalado que se rehúsa a arrancar como el mulo cuando se encapricha con el amo que lo hala por las bridas, se le acerca una persona precedida de su sombra la cual se proyecta alargada y terriblemente flaca en el suelo polvoroso.

– Tienes que acompañarme a Caracas ¡ya! – le dice sin ningún otro preámbulo, con una voz temblorosa y muy angustiada.

Silvio Carrera había llegado a Matanzas semanas antes contratado por la empresa italiana Innocenti, responsable de la construcción en Guayana de la majestuosa Siderúrgica de Venezuela. Viene de una aldea de Toscana donde la vida apacible y rutinaria de la gente contrasta con las destrezas de sus virtudes artísticas. En él, por suerte, se fijan dos ingenieros que recorren la Península en busca de talentos para las obras que esa empresa construye en todo el mundo, y así lo envían a las orillas de un misterioso río, en Venezuela, donde no tiene comparación cuando se trata de fabricar en el torno alguna pieza que requiera de la más alta precisión.

– ¿Acompañarte a Caracas? – le contesta Teodoro con una sonrisita en los labios pensando que puede tratarse de una broma. – Me imagino que sabes lo lejos que queda esa ciudad, y lo difícil que es para llegar. Imposible ir en este jeep agonizante, además de que mis únicas tres camisas nuevas se están lavando en la tintorería. No, amigo. No es posible.

– Tomaremos el avión en Barcelona, y de aquí hasta allá iremos en el autobús que sale temprano todas las mañanas – insiste Carrera. – Yo corro con los gastos. Es más. Cuando estemos de vuelta te regalaré un jeep nuevo sacado de la agencia para que dejes de lidiar con ese cachivache. Sólo te pido que anticipes los boletos de ida, y las compras de tu ropa nueva. Al regreso yo me encargaré de todo. No te arrepentirás. Puede ser que tu vida cambie junto con la mía…

Teodoro se queda pensativo. No conocía muy bien a aquel joven introvertido que, encerrado en una jaula, fabricaba piezas de alta precisión en un torno todo para sí al que nadie podía acercarse. Aun trabajando en la misma obra, lo veía poco. Ni siquiera coincidían en el único botiquín donde en las tardes calurosas, después de la jornada agotadora, fluía a cántaros la cerveza fría que aliviaba las gargantas resecas. “¿De dónde habrá salido este misterioso personaje que sin conocerme dice quererme cambiar la vida?”, se pregunta. “No, qué va. No puedo caer en trampas. Es demasiado dura la calina de este trópico para estar derrochando el sudor en aventuras fantasiosas”. Por eso toma su decisión irreversible.

– Lo lamento. No puedo. Perdería varios días de trabajo. Un lujo inadmisible para un emigrante. Lo siento, amigo, búscate a otro con menos necesidades que yo.

– Pues entonces te haré responsable de todas mis desgracias – vuelve a tronar aquel hombre, ahora ya en un tono casi amenazante. – Sólo tengo una semana para reclamar el premio de la lotería. Una suma millonaria que desde el domingo pasado la radio repite en cada noticiero. Mi nombre retumba por las ondas hertzianas como un eco incansable, de día y de noche. Con ese dinero le digo adiós a los rayos inclementes de este sol que me quema por dentro y que me tuesta el cuero. Con el botín me regreso de inmediato a mi tierra desbordante de artistas y de poetas, de torres medievales, de vinos exquisitos, de catedrales antiguas y de…

– ¿La radio dice que te ganaste una lotería? – lo interrumpe Teodoro ya un poco más interesado.

– Claro, amigo. Lo repite a cada rato. Es importante que me acompañes a retirar el premio, pues sólo lo entregan hasta el sábado.

Mira lejos, Teodoro, hacia el horizonte infinito donde el cielo se confunde con una larga mancha verde, y comienzan a aguárseles los ojos como generalmente le sucede cuando las angustias ajenas le atormentan el alma. Toma entonces, allí mismo, la decisión de acompañarlo, sin antes encomendarse a Dios. Y con razón. Estaba apostando a una semana de salario, y cuidado si también a la posibilidad de ser botado de un trabajo tan privilegiado.

Al día siguiente, los dos amigos abordan el autobús que cubre la ruta Ciudad Bolívar-Barcelona y de allí rumbo a Caracas montados en un avión de hélices, con apenas siete pasajeros a bordo. Pocas palabras entre ellos durante el viaje. Teodoro, en un sereno diálogo de múltiples contrastes con su conciencia pulcra. Silvio Carrera, con la mirada fija en un punto indefinido forcejeando con todos sus fantasmas.

– Es hora de que saques los boletos para saber dónde habrá que ir a reclamar tu premio – se atreve a decirle Teodoro rompiendo el silencio de varias horas. – Caracas es grande. Yo no soy tan experto de la ciudad, pero preguntando se llega a Roma…

– ¿Los boletos? No tengo ninguno. He ganado y punto. No sé si han sorteado los números de pasaportes. O qué otra cosa. Sólo sé que en la radio repiten mi nombre, varias veces al día, haciéndome ganador de miles de bolívares – contesta el joven sin inmutar la expresión de su rostro que se va poniendo cada vez más pálido.

Resultan infructuosas las paradas en diferentes agencias en el centro de la ciudad. Ni siquiera en la sede principal de la Lotería de Caracas, en la ancha y traficada Avenida San Martín, saben nada del supuesto premio.

– Sólo queda acercarnos a la redacción de La Voce, el combatiente semanario que dirige mi paisano Bafile. Él ha librado miles de batallas a favor de los italianos que viven acá – dice Teodoro – y estoy seguro de que hará lo que pueda para ayudarnos. Es el último chance que tenemos antes de regresarnos derrotados.

En efecto, Bafile los recibe en su oficina abarrotada de papeles y de periódicos viejos, escucha con atención el cuento de la lotería, y le confiesa a ambos que a la redacción del periódico llegan, generalmente, las noticias que atañen a la colectividad italiana residente.

– Pero no he oído nada de lo que ustedes me preguntan – concluye el legendario periodista con el tono severo de su voz ronca por el tabaco, y atropellada.

Viendo que el rostro de Carrera comienza a oscurecerse como el cielo cuando el ocaso se va tragando poco a poco al sol desapareciéndolo por los abismos del horizonte lejano, intuyendo tal vez que detrás de aquella expresión de un ser decepcionado también se esconde algún trastorno mental, a Bafile se le ocurre preguntar:

– Dime claramente, ¿qué fue lo que escuchaste en la radio?

La respuesta llega de inmediato, sin ninguna vacilación:

– Escuché que decía: primera carrera, cinco mil bolívares al ganador; segunda carrera, once mil trescientos al ganador; tercera carrera…

Antes de que aquel hombre alucinado pudiese terminar el cuento completo de los mensajes de la radio, el director de La Voce d’Italia suelta una estruendosa carcajada, al tiempo que Teodoro salta de su asiento como un resorte arrojándose con los puños cerrados contra el amigo. No llega a lastimarlo porque, piensa, no se le puede hacer daño a un demente. Sin embargo, la ira lo corroe, no sólo por el dinero desperdiciado que para un emigrante es el sudor de su frente enrojecida, sino por su misma ingenuidad, pues en ningún momento se le había ocurrido que Silvio hubiese podido confundir su apellido con las carreras de caballo, tan populares entre los mismos inmigrantes que todos los domingos probaban la suerte sellando el famoso cuadrito del 5 y 6.

De regreso a Matanzas, la enfermedad de Carrera se agrava hasta el punto de ameritar cuidados muy especiales. Como no era posible internarlo en algún psiquiátrico de la zona, pues en aquellos años ’50 en Venezuela menguaban hasta las cosas más elementales, Teodoro toma el caso en sus manos y no descansa hasta que las autoridades diplomáticas italianas finiquiten su repatriación.

Así, una vez más, sale a flote la sensibilidad del hombre fuerte y gentil: en vez de execrarlo por las afrentas que de alguna manera lo habían expuesto al escarnio y a las burlas de quienes conocían el cuento de la lotería, se lo estrecha a su pecho ancho y velludo brindándole la protección que alivia el sufrimiento.


Photo Credits: Pablo

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