Para Mantina, Agustín y Eduardo.
Si cierro los ojos y pienso en Antonia mi hermana, súbitamente caen sobre mi cabeza centenas de sobres con timbres de Canadá, Viena, París, Suecia, Belgrado y Estados Unidos; son las cartas que me escribía Antonia a partir de 1977, época en la que su marido fungía como embajador o como cónsul general. Entre ella y yo había una diferencia de nueve años, por ello en cada una de sus misivas no deja de darme consejos ya sea de un libro que debo de leer, una película o la sugerencia de aprenderme de memoria una de sus canciones predilectas: Verlaine de Charles Trenet. A veces me escribía pequeños fragmentos de poemas como el de Torres Bodet: «No sé lo que pregunto, ni por qué lo pregunto, pero sé que pregunto eternamente… Y sigo preguntando sin esperar que nadie me conteste… Y no somos jamás lo que pensamos y preguntamos y preguntamos siempre…». Ahora, como el poeta, me pregunto tristísima, ¿con quién voy a comentar la serie italiana que tanto le gustaba, después de haber leído hace ocho años, el libro de la autora Elena Ferrante, La amiga brillante. Sin duda tendría que escribir yo uno que se intitulara: «Mi hermana brillante».
Sí, Antonia mi hermana era brillante. Sin proponérselo, a todo el mundo le llamaba la atención. En una ocasión, Carlos Fuentes se hospedó en casa de Agustín y Antonia, cuando mi cuñado era cónsul en Nueva Orleans, porque como espléndida esposa de diplomático le abría las puertas a todas las celebridades mexicanas y Carlos se preguntó: «Pues, ¿quién es esta señora? Es espléndida». Lo mismo se preguntó Octavio Paz, cuando fue a recibir el Premio Nobel de Literatura en Suecia, viaje que organizó Antonia, como esposa del embajador, hasta en el mínimo detalle. Lo más llamativo de todo es que ella no quería sobresalir, pero nada más abría la boca y sobresalía por su cultura, su perenne curiosidad, pero sobre todo, gracias a todo lo que había leído desde que era una adolescente. Gracias a Antonia, aprendí que la vida no se entiende sin los libros, aprendí que es en los libros donde se encuentra el conocimiento del mundo y de los seres humanos. Cuando su marido fue cónsul en Francia estudió en la Universidad de la Sorbonne; en Nueva Orleans, hizo una carrera sobre literatura. En Viena, a pesar de todas sus obligaciones diplomáticas, estudió tap, se compró sus zapatos de claqué y frente al espejo ensayaba los bailes que había visto miles de veces en las películas musicales de Fred Astaire y Ginger Rogers.
Además de brillante, Antonia mi hermana era muy chistosa y ocurrente. Su humor me fascinaba por original. Le encantaba imitar a personajes de cine, a los franceses que habían participado en la Primera Guerra Mundial o a los ingleses snobs. Tres veces leyó Don Quijote de la Mancha; igual se devoró casi toda la obra de Shakespeare, adoraba los libros de Victor Hugo. Cuando yo era una jovencita llena de dudas y de barros, y Antonia estaba recién casada y vivía en Polanco, por las tardes me leía párrafos de Memorias de una joven formal, de Simone de Beauvoir, para que entendiera mejor mis «fantasmas» como llamábamos a mis problemas de adolescente. Antonia siempre estaba allí para cada una de sus hermanas; siempre escuchaba y nos apoyaba. Como era la consentida de mi papá, la veíamos con absoluto respeto, autoridad moral, intelectual y familiar. Siempre fue muy maternal, por eso cuando nacieron sus tres hijos: Mantina, Agustín y Eduardo, se convirtió en la perfecta mamá y andando el tiempo, en una abuela y bisabuela ejemplar. Antonia también era muy buena amiga de sus amigas. Conservaba amistades desde que había estado interna en Francia; se escribía con ellas y las hacía mucho reír con sus anécdotas tan originales. Antonia, tuvo muchos pretendientes y admiradores, uno de ellos, Jean Louis Dumas, era el dueño de Hermés. Recuerdo que cuando pasó su baccalaureat (bachillerato), como homenaje a Antonia, mandó a izar, hasta arriba de la boutique, la bandera mexicana.
Con las lágrimas en los ojos, Enrique escribió el siguiente tuit: “Quise mucho a Antonia. Una de sus múltiples cualidades era la de ser una interlocutora de altos vuelos, lo fue para mí. Una persona así se tiene la fortuna de conocer muy pocas veces en la vida. La voy a extrañar…”
Así era mi hermana brillante. Desde que se fue el domingo a las 7.30 am., me muevo entre las tinieblas y repito el poema de López Velarde: «Hermana: dame todas las lágrimas del mar».