“El tiempo es una de las pocas cosas importantes que nos quedan” Salvador Dalí
Estamos constantemente bombardeados de imágenes, es tanta la frecuencia que decidimos en de un momento a otro no observar más; y así caminamos por las calles concentrados en solo en las cosas necesarias para nuestra supervivencia; es alarmante como a este súper poder contemporáneo, lo hemos llevado a su máxima expresión, tanto que podemos a travesar lugares conocidos sin ni siquiera mirar al frente, mucho menos a los lados. Hay reglas simples como evitar los obstáculos, y no perder el ritmo (esto es fundamental si vives en una metrópolis) todos estamos apurados, y si no es así la costumbre està tan arraigada en nuestro sistema, que el caminar rápido forma parte de nuestro ser. Aprendes rápido, que el lado izquierdo de las escaleras eléctricas está reservado para estos individuos, si nosotros, los que no podemos perder un segundo de nuestros días; y nos abalanzamos a las calles a velocidades magistrales con mil cosas en la mente, sin observar, solo viendo manchas de cosas ( que la verdad nos da igual si son personas, objetos, o edificios) evitando todo para llegar a nuestras metas; es una especie de juego que se convierte fácilmente en rutina.
Pero qué pasa cuando nos detenemos, reducimos el paso y vemos más allá del campo de visión acostumbrado; algo es seguro y es un gran riesgo, pues puedes darte cuenta de mil cosas que no habías querido enfrentar anteriormente; puedes descubrir que estas completamente solo en una ciudad de 8 millones de habitantes (aunque esto seguro ya lo sabías), o en todo caso tener revelaciones algo extrañas.
El día que yo bajé mi ritmo asiduo, descubrí que los reflejos del sol contra los curtain wall de los edificios, hacía que se convirtieran estos en espejos de gran magnitud; y sus fachadas de vidrio reflejaban de un modo desfigurado y por instantes, todo lo que estuviera alrededor; para luego desaparecer completamente cediéndole su cara al vecino; algo que me resulto triste, esa pérdida de identidad ya viene implícita en el concepto de esta fachada, pero verlo en forma literal era algo diferente y me aturdió, podía imaginar las horas que había pasado un individuo diseñándolo para que simplemente una mañana desapareciera reflejando a su vecino; lanzando una moneda a la suerte, donde solo quedaba esperar que estuviera bien acompañado. Dos días más tarde, me hice amiga de la chica del kiosco de revista, pasaba todos los días, y ya me sentía un poco más a gusto siendo de ese grupo de personas de antaño que camina por las ciudades saludando y charlando con “desconocidos”. Ya a las semanas, había descubierto tantos lugares escondidos que me alegraba cuando podía desacelerar el ritmo de mi paso, y solo dedicarme a observar.
Pero ante todo esto, no podría ser ingrata y olvidarme que descubrí que el ritmo autoimpuesto por la vida citadina, me había dado fuerzas para llevar rutinas inimaginables sin un ritmo veloz, me había hecho más audaz a la hora de tomar decisiones, y sobre todo me había enseñado que lo mejor de tener tiempo libre es saber en qué o quién invertirlo, pues es un recurso que no solo escasea en las metrópolis, también en la vida.