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paola maita
Photo by: sneha radhakrishnan ©

Memoria bibliotecaria

En mi maleta migrante de 30 kilos, traje tres libros: Mi Cocina de Armando Scannone; Comer, Rezar, Amar de Elizabeth Gilbert y Cien Años de Soledad de García Márquez. A simple vista, podrían parecer una combinación extraña, casi casual.

Por mucho tiempo, creí que la elección había sido producto de ese delirio venido de la tristeza de que dejaría atrás todo lo que había conocido hasta ese momento. Un libro que es considerado como la biblia gastronómica de Venezuela, uno que narra el viaje de una mujer durante un año y una obra de literatura universal que podría representar la historia de Latinoamérica. De más de 100 libros, escogí esos tres.

Por mucho que lo intente, no puedo recordar el hilo de pensamientos que tuve esa última semana antes de migrar ni el momento exacto en el cual tomé esos tres libros y los encajé a la fuerza en los pocos espacios que quedaban entre la ropa y los zapatos. De esos 30 kilos de objetos, son pocas las prendas de vestir que aún conservo, pero los tres libros siguen mirándome desde mi ahora pequeña biblioteca física de menos de 20 libros.

Comencé a cuestionarme el por qué no me he deshecho de ellos con la misma facilidad que fui dejando atrás pantalones, camisas y pares de zapatos, como las serpientes que mudan su piel.

El libro de cocina podría entenderlo. Eventualmente, consulto sus páginas para tener una referencia de cómo cocinar aquello que mi mamá hacía sin pensar y que yo sólo sé cómo debe quedar al final, pero no el procedimiento. Aun así, no lo consulto con una frecuencia que me impediría regalarlo y resolver las futuras dudas sobre cómo hacer un pan de jamón o unas caraotas negras con una búsqueda de internet.

Ni Cien años de Soledad ni Comer, Rezar, Amar los he abierto desde que estoy en España. No hay un uso frecuente que justifique el que estén aquí. ¿Qué me ha impedido dejarlos atrás?

Más allá de cualquier razón lógica o de practicidad, lo que me une a esos tres libros es una pelea que, en el fondo, tenemos todos los seres humanos, hayamos migrado o no: La lucha contra el olvido.

Naturalmente, hay cosas que vamos olvidando porque la memoria humana no es infinita. Entiendo que es normal que se me olvide un número de teléfono que no marco frecuentemente, una palabra inusual o las clases de Derecho Romano que no he vuelto a refrescar desde hace más de 10 años.

Lo que no concebiría es que la desorientación a la que me lanzó la vorágine migratoria, se tragase los recuerdos del continente del que vengo, esa historia que parece repetirse sin cesar en Latinoamérica, el placer de los olores y sabores con los que crecí o que uno de los cambios más grandes de mi vida comenzó con un viaje trasatlántico de 8 horas y una maleta de 30 kilos.


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