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Dinapiera Di Donato
viceversa magazine

Melancolía estacionaria

Es una muralla el país
no vuelvo allí a lamentar.

La cofradía peruana no entona saetas. Su banda toca Viejo, mi Querido Viejo mientras avanza la procesión. Cruzo para la bodega donde suena la voz inconfundible de Asmahan Al Atrach, Emta ha taaraf emta…emta, emta, emta, y ya no sé en qué lugar del mundo estoy, ni en cuál época de mi vida. El primo tiene nostalgia de sus abuelos hoy porque normalmente prefiere fusiones de voces flamencas y árabes. Y no es el primo quien oye a Asmahan, es el africano que me adora porque su hermana médica goza de una beca de mi país. Los peruanos que forman una pequeña orquesta los fines de semana sacaron a su santo con las piezas que más les piden en el restaurant.

Esto no es Cumaná donde atenuaba ausencias con café aromado con semillas de cardamomo en los años noventa, en la tienda donde los turcos (allí no eran los primos) me daban informes de las investigaciones sobre el secuestro de Michel Seurat, un arabista francés cuyo cuerpo negociaban los extremistas que lo habían secuestrado en Beirut. Su mujer de origen sirio, Marie Seurat, no dejaría de esperar en Francia los despojos y escribiría Los cuervos de Alepo. Pero también una novela sobre Asmahan, Estrella fugaz. Un destino roto, acaso para no olvidar la música compartida, las leyendas de vidas quemadas en aquellos escenarios repartidos en las guerras coloniales y sometidos una y otra vez a la salvación de las revoluciones de mártires.

Tampoco estoy en Upata, llena de abuelos sensuales que escuchaban canciones de tristes, de vivir peleando. O así lo parecían, tocados por el relato de la luz de rayo de Asmahan, siempre cruzando maletas entre Damasco y Beirut, Jerusalén o Mersin, cambiando su nombre Amal o La Esperanza por el de una diva, La Sublime. Había algo indecible en una andariega de voz hipnótica de registro poderoso y pasaportes vencidos por la negación de papeles y cambios de nacionalidades; era la belleza de la película que no llevaba velo alguno, que arrastraba represalias de príncipes celosos y leyendas de contraespionaje con elegancia, que mereció el amor de un ex marido druso que la adoró dejándola marcharse y permitiéndole visitar a la hija Camelia cuando no trabajaba. El equipaje de los expatriados de mi calle de infancia tenía la pasión y sus golpes, los pleitos por el país sin territorio, la música y el cine de Asmahan junto a su hermano Farid recordaba que de noche podían ser príncipes. En plena filmación de la película que protagonizaba, La Venganza, Asmahan se hunde misteriosamente en el río Nilo, a bordo de su Rolls Roys Silver Phantom. Tenía 26 años, la acompañaba a morir su mejor amiga, una egiptóloga inglesa. El único sobreviviente, el chofer que reemplazaba al empleado habitual ese día de 1944, nadó mejor que ellas. Tal vez estaban demasiado intoxicadas.

Comentando algunas ruinas de Palmira o de Coney Island mientras avanzamos con el amigo que necesita de los mares o de una limonada de estragón -sé que se aburre-, porque nació cuando cantaba Tina Turner mi himno de finales de mi veintena, We don´t need another hero/we don´t need to know the way home/all we want is life beyond thunderdome, no escuchó nada del repertorio de los cofrades peruanos. Tan lejos del año de la muerte de Asmahan cuando Jim Morrison tenía pocos meses de nacido, cruce de fugaces, una y otra vez. Mi recuerdo se va por donde vino. Una sombra nos adelanta y entra en una tienda y se encierra allí. Nos cierra el paso. Porque las tiendas son refugios de algunos fantasmas que aquí pueden dañar inexplicablemente tanto el funcionamiento de rutas del transporte público, como las relaciones contractuales que te ponen a trabajar más por el mismo salario. Un misterio con la calefacción que no funciona, con las frutas de estación que son menos buenas, con los apartamentos más habitables que definitivamente ya no podremos alquilar. Mi amigo tampoco sabe quién se está llevando el presente. Nadie nos explica nunca nada. Ni de dónde salió el gas Sarín en Siria, ni por qué no podemos avanzar en medio de un túnel y no llegamos a tiempo, ni la razón de tanto frío. Ni siquiera nos creen cuando notamos que el jabón o la carne se han vuelto mediocres.

Mi amigo aprovecha otra tienda donde la sombra se ha apartado, se prueba lentes y ropa veraniega y noto sus piernas bien torneadas bajo las ondulaciones de la primavera. Así lo voy a recordar, cuando se ocupaba de estos lobos jóvenes que nos despiertan con sus lenguas en el metro buscando la arena. Leyendo el futuro o vigilando a la multitud que huye y se camufla en los comercios, en este aparente trapicheo de billetes sueltos contra ámbar ruso, o de explosivos trajinados con el oro guayanés en un intercambio de matrioskas pintadas con el rostro de Amy Winehouse, entre adoradores e incrédulos que saborean sodas Tarhun.

De regreso, en la vitrina de una calle, un laúd me devuelve aquella frase sicómoro inalterable, de memorias escritas y olvidadas de Flaubert en Egipto. La sobrina que vive allá escribe solamente que el olor la marea.

Cómo se vive en la ciudad de la interrupción. Entre la mente agujereada y la pantalla donde manifiestan, unos con santos, otros con agonías bajo gases, otros con los libros sagrados celebrando la salida de Egipto, llega una estación que a unos resucita y a otros retira del mapa. El amor puede tener rayas naturales en los párpados, dice mi amigo. Los ojos de los sarcófagos de madera de sicómoro. ¿Por qué no supe, por instinto, que la piel enarenada iba a desaparecer? Leíamos las cartas del Cairo, de un Flaubert muy joven. Los recuerdos orientales de Nerval, de Rimbaud, de Rilke. Los sobrinos viajeros retoman el verde plateado del Nilo.

En otra vía que el desplazado oculta, un amante le pone a su almacén La paloma blanca y el pueblo entero ríe. El turco no sabe lo que significa paloma en esta zona, piensan. El turco tiene una historia con mi cuerpo, que me reescribe con jeroglíficos que me absorben para que el viento haga su trabajo. Pero en el mundo de la parodia del fuego, o en el Latin American Music Awards, nadie quiere ser tocado así, como cuerdas y una fuente lenta de tratados. El collar de la paloma, la gargantilla de la tórtola y la sombra de la nube. Sintonizo el sonido de Tú me lo das, yo te lo doy, el debate de los políticos y los vagos o desatados miedos islamófobos, a veces pareciera que nadie sabe de dónde viene. Era inevitable que rostros, libros, ciudades, se fueran con los muertos y lo que llegara del futuro todos los días no los trajera de regreso hasta que de pronto, en la vitrina, el laúd y la palabra sicómoro, como una conversación pendiente sobre cármenes melodramáticos de Asmahan: Emta hataaraf, cuándo sabrás que te quiero, subterránea, por debajo del impacto de su misteriosa voz.

Nos eliminan pero damos trabajo, asaltan tesoros que ya hemos usado, Emta, emta, emta. Mi amigo me lee la noticia de cómo aprovechando el ambiente turbio de la Semana Santa venezolana mataron a la madre anciana de un campeón olímpico malogrado para llevarse las medallas de oro. Aunque sabemos que es un pretexto y la razón de asesinarnos sea sobre todo que los que llegan necesitan el inmueble que ocupamos, saturado de fantasmas de generaciones de emigrantes de otros tiempos, para que las nuevas puedan escuchar la música en paz.


Photo Credits: Rene Garrido

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