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fabian soberon
Photo by: Richard P J Lambert ©

Marita

El deber no importa. En el sexo no hay moral.

A.S.

Yo no hice nada. Lo juro. Ella murió en su ley.

Pase, me dice el cana. Pase a dar su testimonio.

Los policías siempre hacen lo mismo. Te tratan bien al principio, y más si están los periodistas, y después te empujan, te maltratan y te prepean. Aquí y en la China.

Yo hago una cosa limpia, una cosa buena para la gente. Nunca he hecho daño a nadie. Y ella era un amor, una pinturita, Marita. Era un corazón. Hasta que la cosa se pudrió.

Todo empezó en el Bajo, una noche linda, clara, de luna llena. Ella estaba parada en la esquina, esperando a alguien. Yo salía de la peluquería y me la encontré de pechito, como se dice. Estaba hermosa, parada solita, metiéndose la remera en el pantalón. Tenía un culito duro, paradito, hermosa la mina, como la sandía roja y jugosa, como la sandía recién salida de la granja.

Ella no me dio bola al principio, lo juro. Se hizo la grande la mina. Era de piel blanca y de ojos negros. Le hablé de los amigos de la peluquería. Te lo cortan gratis, le dije esa noche. Ahí le saqué una sonrisa y después siguió otra y otra hasta que la invité al café de la esquina. El viento corría como corren los travestis cuando viene la policía. Había mucho viento. Era otoño y el viento levantaba los cartones y los papeles como en el mundial de fútbol.

A Marita le gustaba el fútbol.

Ahí viene el policía de nuevo. Es un infeliz. Me toca la espalda y me pide que me saque el pantalón. Yo le digo que no, y el hijo de puta me obliga a tirarme al piso. Ahí empieza a tirarme el pantalón y me toca. Ahora estoy en calzoncillos. Y ahora se va. Y me deja aquí, tirado. Y apaga la luz.

Marita amaba la oscuridad. Amaba estar así, quietita, en medio de la oscuridad. Ella siempre me pedía que apagara la luz. Veíamos por la ventana la luna y los cables de aquí, desde la ventana de la pensión. Mi pieza estaba en ese entonces en el corazón del Bajo. Y los cables y las nubes y la luz negra que entraba por la ventana la enloquecían. Y entonces yo le tocaba la piel de las piernas y ya me ponía loquito. Ella me decía que saque la llave del auto. Y yo le decía que la llave era peligrosa y a ella no le importaba. Entonces le rozaba la pierna con el acero y llegaba al pantalón y le sacaba el pantalón y después le hacía cosquillas ahí abajo.

Alguien prende la luz. Es el mismo policía. Es un hijo de mil puta, me pone una venda en los ojos. Me empuja y caigo como una bolsa de papas. Escucho los pasos. Se va. Espero que no vuelva.

Una noche salimos con Marita al parque. Pasamos por la peluquería de los amigos un rato y yo saco la cámara de fotos. Era domingo a la mañana. No había nadie en la calle. Nos fuimos a la vía. En ese entonces no estaba la estación de servicio grande. Había una mugre y después estaban los puestos de choripanes y las empanadas. Y había un carrito con sándwiches de milanesas. Eran un manjar. Marita tenía hambre. Pedí uno para ella y otro para mí. Y mientras estábamos comiendo se apareció un chango y me dijo que era poeta y que quería escribir un poema sobre Marita, que ella era muy linda y que tenía ganas de escribir un poema. Yo lo miré al tipo, era jovencito, no tenía más de 20 años, le miré la ropa, parecía un vago. El chango se apoyó en la baranda del carrito y me miraba, esperaba que yo le responda. En esos segundos, Marita se acomodó el pelo, lo tenía lacio y negro, muy negro, y el chico la estaba mirando. Supongo que le miraba el pelo.

En ese momento, escuché el ruido de un escape, me di la vuelta y vi que era un auto chico, un fitito que pasaba por el frente. El chango aprovechó y se acercó un poco a Marita. No me gustó el avance. Le dije que no le escriba el poema, que ahora no.

El chango se alejó. Se paró en la vía con una empanada en la mano y se puso a comerla como si nada. La grasa corría por los dedos y el tipo estaba quieto, inmutable, como el rey de la vía. Yo me hacía el tonto pero no me gustaba nada que el tipo siguiera ahí parado, mirando todo el tiempo.

Era poeta el tipo. Esos son terribles, son unos hijos de puta. Son unos loquitos de mierda que se creen dueños del mundo y todo.

Al rato nos fuimos. Yo creo que ese fue el comienzo de todo.

Con los meses, Marita se puso rara. Yo no le di mucha bola. Seguía subiendo a mi taxi y después se iba a laburar. Después del laburo, salía cansada y yo la esperaba en la esquina de la casa vieja y la llevaba a la casa de ella.

Se notaba que estaba cansada. Y así es la cosa. Laburar con el cuerpo no es cualquier cosa. Pero yo la quería así. La vieja no sabía nada. Nadie sabía nada. El laburo de ella no era todos los días. Era una vez por mes o algo así hasta que se la llevaron. Vino el dueño de todo y la mandó a Córdoba, creo. El gordo de mierda ese. El gordo es un entregador. Me entregó a mí y a mucha gente. Todo para salvarse él, nomás. Y ahora el gordo, la chancha de mierda esa, también está en la cárcel.

Ahí viene el policía. Me pega en el culo. Y se baja los pantalones. Me quiere violar el hijo de puta. Y yo me resisto. Se ríen todos aquí. Son como cuatro o cinco policías. Todos de civil. Todos así recién bañaditos. Y se ríen de mí. Cagáte, dice uno. Cagáte por meterte con la Chancha.

Marita no se reía de mí. Era buena, la mina. Linda y buena. Y ella me escuchaba cuando le hablaba del laburo. Ser taxista no es fácil. Es un laburo hartante. Sube gente de todo tipo. Viejas que necesitan ayuda pero también suben locos de mierda. Y te la tenés que bancar.

Yo hacía mi laburo tranquilo con el “Cinco estrellas”. Levantaba pasajeros todo el tiempo en esa época. Había mucho laburo. Fue una época muy buena. Fue lo mejor. El gordo de mierda te pagaba bien, invertía mucho y compraba autos todo el tiempo.

Ella me esperaba en la esquina y yo la levantaba, a veces hacíamos el amor rápido para no demorar (el gordo la apuraba, las apura a todas. Es muy exigente el gordo). Y después la llevaba rápido al laburo. La mina era una lady. Nunca se quejaba de nada. Supongo que ya le había encontrado gustito a la guita. Y esa fue su perdición.

El policía hace un nuevo intento. Viene con una botella. Me hace un chiste tonto y me agarra el brazo y me lo dobla. Así es, tonto, me dice y se va. Se ríe a carcajadas y se va lejos. Los otros poli ya están en el fondo. Y ni se enteran de lo que pasa aquí.

Un día viene Marita y me dice que alguien sospecha. Pero eso fue antes de que la manden a Córdoba. Creo que la mandan a Córdoba. Cuando ella se va, yo le pierdo el rastro. Lo juro.

Pensar que ella quería tener su título

Me importa el título, me dijo una vez. Y a mi mamá, también.

Creo que esa fue la última charla que tuvimos.

Un día la paré en medio de todo y la llevé a un telo y le pregunté si me quería. Me dijo que sí, que sí me quería. Aunque sonó un poco falso, le creí. Tenía que creerle.

Cuando ella desapareció, me encerré en mi laburo. Y traté de olvidarme de todo. Pero no podía. Escuchaba las noticias por la radio y Marita aparecía. Veía la tele y estaba ahí.

Yo tenía treinta clientes por día. El Bajo es la mejor fuente de laburo. Es el mejor barrio de la ciudad.

El Bajo nunca va a pasar al olvido. La gente que viene del campo, de los cuatro puntos cardinales de la provincia, todos pasan por el Bajo. Antes no estaba la terminal vieja. Antes había una plaza. ¿Qué habrá pasado con esa plaza?

El Bajo es el corazón de la ciudad. Una cosa es el centro y otra el Bajo. Todos pasan por el Bajo. Si vas por Crisóstomo, por la San Martín, por la San Lorenzo, todos pasan por ahí. Los que van al parque también vienen por ahí. La terminal nueva, los vendedores, todo está ahí. Como decimos los tucumanos: reventamos todo en el Bajo. Nada se para. Nada se frena.

También se ven muchas chicas lindas. Pensar que ahí la conocí a la Marita.

Y por un momento, las cosas se calman. El cana está como dormido. La cosa va a ser cuando el culiao del cana se despierte.


Photo by: Richard P J Lambert ©

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