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Marcos López: Reimaginar desde el kitsch los mitos hispanos

El fotógrafo argentino Marcos López reimagina, literal y alegóricamente los mitos hispanos, mediante retratos donde el hiperreal y la sobresaturación cromática, se aúnan a lo documental y onírico, en una labor de recuperación de nuestro imaginario, para tensar la relación entre los centros y la periferia al interior de esta contemporaneidad que nos sobrepasa. Como él mismo sostiene: “Trabajar en el cruce de lo analógico. Lo digital, lo documental, lo teatral y lo pictórico. Reciclar influencias desde el Sur. Ser el Sur. Dejar que aflore el mestizaje. Que el resentimiento se transforme en un hecho poético”.

Dentro de esta serie, el artista compone sus fotografías como tableaus donde incluye la simbología propia del tema escogido, atrapando un instante de la cotidianeidad continental a través de sus estereotipos más extendidos. En “Il Piccolo Vapore” (2007), por ejemplo, escenifica desde el hiperreal el tradicional barrio de La Boca como enclave genovés y cuna del tango, disponiendo la mise-en-scène mediante fragmentos de sus coloridos conventillos para el interior del restaurante que da título a la imagen. Allí convive la simulación del tanguero por excelencia Carlos Gardel, un bandoneonista, el carnicero con el cuchillo a punto de preparar una trippa alla genovese, y la prostituta recuperando fuerzas con un plato de pasta y una botella de tinto. Todo ello sobre un fondo de afiches alusivos al Zorzal Criollo, el tango y la cucina ligure, y donde no faltan otros detalles del kitsch básico, como son unos zapatos olvidados en el escalón de Cenicienta, y un abrigo de pieles sintéticas sobre el plástico rojo de una silla.

Igualmente, en “Hotel Riviera” (1984) de la serie “Blanco y negro”, se evoca La Habana de Fulgencio Batista en espejeo con el Madrid franquista, mediante una composición donde, teniendo la arquitectura del modernismo mayamero de Igor Boris Polevitzky como telón, dos jóvenes ataviadas con modelitos a lo Pertegaz, parecen esperar entre la exuberante vegetación por los pretendientes de esmoquin que vengan a rescatarlas del control materno.

Ambas fotos revitalizan el diálogo intercontinental al aludir, desde el kitsch trasatlántico, al crisol hispano producto de la corriente migratoria entre el viejo y el nuevo continente. Gracias a ello, establecen puntos de coincidencia con el propósito último de la fotografía, según Walter Benjamin, para quien dicho arte debe renovar desde adentro el mundo tal como es, mediante la reproducción y la copia. La reivindicación de estas expresiones del kitsch revaloriza aquí las diferencias y lo diferente, al transgredir los límites que la sociedad hispana tradicional impone a quienes se ubican en la frontera, valga decir, la mujer, el inmigrante, el travesti, el transexual, el homosexual, el negro y el indígena. Todos ellos incluidos en el registro visual de López, a fin de llevar al espectador a participar activamente de las contradicciones y dislocaciones de una realidad compleja, contradictoria y cambiante, en la cual quien observa se ve obligado a participar de intrincadas interacciones de poder y resistencia, dentro de un proceso de transculturación, donde el conflicto nunca quedará resuelto; ya sea este el sexismo, la xenofobia, el racismo o la homofobia de quienes dominan e incriminan. Por esto el kitsch, por su poder de hacerse con el establishment para destapar lo escondido, subvierte, en la obra del creador, la verticalidad continental hispanoamericana y el cruce intercontinental de arquetipos, gustos y creencias.

Tal es el fin último de la serie “Pop Latino” en composiciones como: “Bolívar y las tres potencias” (1998), “Artesanía Paraguaya” (1996), “Botella de Inca Kola” (1999), “Reina de la Frutilla Coronda” (1997), “Atrapados por las fuerzas del mal” (1997), “Carnaval criollo”(1997), “Borges (sobre foto de Eduardo Comensaña)” (1996), “Evita en la ciudad de los niños” (2003), “Taxista cubano” (1996), “Homenaje al mate amargo” (1997) y “Power Rangers” (1998).  

Aquí se privilegia, por un lado, el muestrario del imaginario popular, en fricción con el kitsch manufacturado norteamericano. Y por otro, el desplazamiento de figuras clave de la política y la literatura argentina, hacia el territorio cambiante y elástico del kitsch del ignorati, o kitsch básico, en un intento de autoafirmación de las otredades, sometidas a los designios de la autoridad, que ven en aquellos protagonistas de la Historia el modelo donde depositar sus esperanzas. Ello, con la intención de permeabilizar las fronteras entre culturas, a fin de facilitar el desplazamiento inmediato de lo sublime a lo grotesco que exige el momento kitsch.

El entrecruzamiento de señales con signos opuestos, como es la inserción de la figura de Simón Bolívar entre las imágenes del santoral vernáculo, el busto dorado y sonriente de Eva Perón frente a un palacio construido como collage arquitectónico de influencia musulmana, o el retrato de Jorge Luis Borges ante una estatua quijotesca de equívoca factura y la simulación de un castillo de cuento, generan un diálogo intercultural que permea las barreras sociales. Esta operación provoca, tanto en el ignorati como en el cognoscenti, o ente activo en la percepción satírica del kitsch, una respuesta, fruto de un discernimiento que, a pesar de las diferencias alegóricas, enriquece por igual la carga icónica de la fotografía, añadiéndole el valor simbólico propio de cada registro. 

De este modo, lo que es distinguido como real por quien se encomienda a las tres potencias, se extasía pletórico de fervor patrio ante Bolívar y Evita o se reconoce en la imagen del antihéroe borgiano, constituye un aporte tan válido como el de quien posee los códigos de la representación y, guardando una distancia irónica, observa con ojo crítico la fotografía, pudiendo así legitimarla como arte. Igualmente, el acto de trasladar al folklore paraguayo los superhéroes y dibujos animados extraídos de los cómics, circundar los productos de la tierra argentina con el glamour de las reinas de belleza, envolver en el halo de lo foráneo la bebida nacional peruana, dislocar de su contexto el ritual gauchesco del mate o ubicar a un taxista habanero entre el Che y la pose a lo Miami Vice, despliegan la ambigüedad ideológica de los regímenes militaristas y la superficialidad de los discursos oficialistas concernientes a la identidad nacional, al ser igualmente manejados por el capital transnacional que acaba por doblegarlos a sus intereses.

Estos vicios, endémicos a las dinámicas de las sociedades hispanas, se enraízan en los modos de producción, a caballo entre las formas tradicionales de subsistencia, las exigencias de productividad creciente propias de las economías postindustriales y las aspiraciones de las naciones a participar plenamente de la revolución tecnológica. La urgencia puesta por nuestros países en quemar etapas, para hacerse con el espejismo de riqueza desplegado por las grandes potencias, es culpable del adoptar sin adaptar donde continuamente se incurre y, por ende, del fracaso de los gobernantes para dirigir los necesarios cambios en las estructuras sociales, si quieren participar plenamente del supuesto bienestar que aquellas economías ostentan.

“Pop Latino” transforma en mueca tales aspiraciones, en su acción de descorrer la cortina sobre lo más conspicuo del tecnócrata, el demagogo y el caudillo iberoamericano a fin de ponerlos en evidencia. Al rodar de contexto el referente al cual permanece asociada el mito, ya sea el “buen revolucionario”, cuando se le muestra asombrado entre las garras de un monstruo plástico y la máscara del dictador; o la estatua de la libertad, cuando queda inscrito sobre un rostro porteño frente a una valla publicitaria de American Airlines, el fotógrafo airea el closet donde permanecía escondido el elefante: acude al kitsch buscando mostrar las fallas del sistema que todos conocen pero nadie se atreve a denunciar

En la aparente banalización del referente, se encubre entonces la voluntad del artista para descolocar a los responsables de nuestro atraso y recolocarlos donde no puedan seguir haciendo daño, aun cuando solo sea en el espacio enmarcado por los límites de la imagen. Desde ese ceñido y reñido territorio, Marcos López apuesta por una cultura omnívora que, firmemente anclada en lo excéntrico en su doble acepción, es decir, como forma domesticada de lo grotesco y de oposición a los centros, denuncie los males endémicos de las culturas hispanas. 

Mediante esta maniobra, se quiere enfrentar al espectador con lo conflictivo de un pasado con el cual no ha habido reconciliación, sino permanece, desde hace más de quinientos años, como una herida abierta entre Hispanoamérica y España. Por eso la obra resulta ser también un ejercicio de reconstrucción histórica, poniéndonos frente a él para no olvidarlo sino comprenderlo a fin de que la lesión cicatrice finalmente. 

Pero esto no puede lograrse sin reflexión y, sobre todo, acción, buscando que la intransigencia dé paso a la inclusión de los grupos marginales y marginados. Ello es, en última instancia, la meta del fotógrafo cuando quiere “dejar que aflore el mestizaje”, en una obra puesta, además, a activar su paso de una geografía a otra y de un continente a otro, mediante los usos del kitsch de manera abierta, es decir, como estética dable de explicar los mecanismos de representación del otro y lo otro. En el reconocimiento de la  heterogeneidad y elasticidad con que el kitsch abarca épocas, estilos y tendencias reside lo sugestivo del mismo, al tiempo que su carácter performativo-deformativo teje un vínculo con el modo como nuestra era, fértil en nuevos colonialismos, traduce la modernidad donde nos hallamos inmersos.

Es, entonces, en la consignación a través de artefactos culturales de sus modos de actuar para apropiarse y transformar lo popular hispano a ambos lados del Atlántico, donde el kitsch se hace más fecundo pues nos permite desentrañar las raíces de lo que está corrupto y debe ser extirpado. Por eso, exhibir las intolerancias mediante la revuelta contra las instituciones tradicionales, ya sea la familia, el Estado o la iglesia, tiene también, en el trabajo de Marcos López, un lugar fundamental. En tal sentido, “Santa Sebastiana” (2005), de la serie “Sub-realismo criollo”, replantea desde la mujer el martirio del santo que en esta versión observa de manera desafiante al espectador, mientras sostiene la madeja con que ha confeccionado las prendas puestas a cubrir su cuerpo sangrante atravesado por agujas de tejer.

Al combinar las labores tildadas de femeninas con el paradigma ontológico masculino, el artista desconstruye la pasividad del llamado “sexo débil”, ubicando a la “santa” en el lugar activo que las interpretaciones pictóricas le han negado al mito, en una operación de reciclaje desde el artificio que se contrapone lúdicamente al carácter documental de las mismas. Una “herejía” igualmente dable de sacudir los cimientos del dogma, al desplazarse el lugar de adoración hacia la mujer, dedicada a sus labores pero con una vuelta de tuerca.

De manera similar, “Rogerio (Sudor y Lágrimas)” (2005) afronta el pasado esclavista transcontinental, mediante la imagen de un joven musculoso de color cuyo taparrabos es el blanco de los calzoncillos Calvin Klein. Listo para el abordaje, entre las manos sostiene la maqueta de un avión de American y lleva una almohadilla Samsonite alrededor del cuello. Con ello, López introduce, como locus del discurso postcolonial, el tema siempre embarazoso de la explotación del continente africano, cuyas secuelas siguen persiguiendo a las antiguas metrópolis, en la desesperación con la cual sus habitantes, desafiando un sinfín de peligros, se lanzan hoy al mar ansiando ganar las costas de la tierra prometida. En caso de alcanzarlas, enfrentarán la violencia abierta del supremacismo blanco o la hipocresía de un racismo “benigno” puesto a otorgarles, a las comunidades de inmigrantes, la libertad de existir “en el silencio de la servidumbre”, aunque no la oportunidad de participar plenamente en la vida del grupo dominante.

El acto de armar al protagonista con los símbolos del consumismo trasnacional, estimula asimismo la reflexión en torno al tratamiento del negro africano o latinoamericano, como ciudadano de segunda clase en los Estados Unidos, donde sufrirá la diferencia y la indiferencia del colectivo, al hallarse en un país dable de esgrimir un multiculturalismo menos universalista que el europeo y por tanto más relativista pues, dentro del esquema norteamericano de valores, todos somos iguales pero distintos.

Esta contradicción tautológica, aplicada a Hispanoamérica, la encontramos en “Amanda” (2005) y “Mártir” (2002) pertenecientes a la misma serie de López. En la primera, se nos presenta a una joven nativa con traje de pieles ribeteado en plástico de envolver y una corona de tenedores, cuchillos, cucharas y abrelatas. Aquí el mito de la diosa india y los instrumentos del trabajo doméstico se superponen, buscando señalar la diferencia social y laboral de la mujer indígena con respecto a la mujer blanca para quien trabajará como empleada. “Mártir”, por su parte, muestra a un hombre mestizo de traje y corbata con un cuchillo de cocina clavado en el corazón, a fin de reforzar el papel de sumisión y vasallaje hacia el patrón de ascendencia europea, so pena de sufrir una muerte tiznada, no obstante, de benevolencia.

En ambos casos, la negativa de ver más allá de las distinciones raciales, generalmente asociadas a las divergencias de clase en el contexto hispanoamericano, niega la posibilidad de diálogo entre el pasado precolombino y el presente. Un presente, donde la confrontación con el grupo originario, que si en aras de la igualdad ante el Estado es ahora menos violenta, no deja de tener consecuencias potencialmente devastadoras para la integración nacional, continental y trasatlántica, en su empeño por mantener la explotación de la diferencia.

“Sireno del Río de la Plata” (2002) y “Francis” (2006) llevan tales injusticias al ámbito de los distingos sexuales y de género, cuya normalización es vista como un atentado contra la pureza del estamento familiar. La primera instantánea, porque homoerotiza el poder seductor de las doncellas marinas, en la figura de un joven, mitad pez-mitad hombre, sentado sobre unas rocas frente al agua, con una actitud donde queda plasmada la certeza de que sus (en)cantos atraerán a los marineros hasta sus dominios para ser devorados. Y la segunda, documenta el tránsito hacia el otro sexo de un muchacho quien, en la precariedad del maquillaje, la manicura y el teñido del cabello, transparenta lo humilde de su origen y por tanto la doble marginalidad a la cual se halla condenado.

La androginia de ambos retratos se expresa como el calco de una feminidad hiperreal cuya excentricidad amenaza la normativa institucionalizada y debe, por tanto, ser desterrada del orden general. Su explotación por los mercados de la carne, la moda y el entretenimiento, genera sin embargo un flujo de capital, aprovechado por los grupos de poder que fomentan su rechazo, poniéndose una vez más en evidencia la duplicidad de quienes manejan, controlan e imponen.  

Acudir a la exageración y el exceso, girar del revés los dobleces del sistema, apropiarse de la carga sentimental contenida en el amplio espectro de lo popular, traer a un primer plano las voces silenciadas por los prejuicios, mantener una actitud alerta contra los abusos de la autoridad pero dejando espacio para la sátira y el goce, son las tácticas más sugerentes con que creadores como Marcos López cuentan, a fin de propiciar los encuentros interculturales trasatlánticos. Esto, al tiempo de producir obras dables de provocar una respuesta plural e inclusiva, donde los moralismos decimonónicos desaparezcan, en favor de una apertura que oxigene y expanda los límites del pensamiento intercontinental.

Pero esto no puede lograrse sin una participación plena de la sociedad civil, tal como lo demostraron los alzamientos populares en los países árabes y los movimientos de ocupación en España y los Estados Unidos, durante la segunda década del siglo, organizados gracias a la masificación de las tecnologías de la información. El amplio acceso a los canales de trasmisión de datos, discursos, opiniones y mensajes, y la creación de lugares virtuales propios para almacenarlos y comentarlos, han llevado a una reafirmación de los ideales democráticos liberales en regiones del mundo donde los absolutismos son la norma o en países donde dichos ideales habían sido traicionados por los propios garantes de su articulación e implementación.

La desestabilización del canon conservador, en un sentido amplio, a través de las nuevas tecnologías, posibilita, entonces, la convivencia abierta con las otredades y la disección de sistemas que se resisten a un detallado escrutinio de sus estructuras. Y el acto de ponerlas al servicio de las obras, amplia el espectro de interpretación de las mismas, pues se convierten en extensiones del trabajo de creación y en repositorio de ideas que germinarán luego, al haber tomado el lugar que antes tenían, para el artista, los cuadernos de anotaciones y los blocs de bosquejos.

Ello, sin embargo, no es garantía de cambio, tal como lo demuestra la persecución de quienes encabezaron los movimientos liberadores en los países árabes, el encarcelamiento o inhabilitación de los líderes de oposición, tal cual ha ocurrido con Leopoldo López y María Corina Machado en Venezuela, y  el asesinato de personalidades críticas con los regímenes autocráticos, como ha sido la muerte violenta del fiscal argentino Alberto Nisman. De ahí que hoy, más que nunca, nuestras sociedades precisen de artistas en pie de guerra, para plasmar con sus obras lo que las intolerancias y la represión le siguen hurtando a nuestros pueblos. 

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