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Alejandro Varderi

Manuel Puig y Evelio Rosero Diago: Escribir desde lo femenino (Parte II)

Detrás del escenario que Manuel Puig construye en El beso de la mujer araña (1976), la atmósfera de crisis aguarda encapsulada en el discurso de Valentín. Un discurso revolucionario que simultáneamente lleva a Molina desde el ala derecha del deseo a la esquina izquierda del sentido. Molina se concientiza políticamente y Valentín comprende a su vez sus necesidades, en el instante cuando hace real su sueño de sentirse penetrado por un heterosexual, a pesar del temor a ser territorialmente ocupada que, según Andrea Dworkin, la mujer experimenta en el instante del coito.

Y es que no podemos olvidar que los personajes de Manuel Puig generalmente trabajan mucho, tienen poco sexo, y esperan con fervor el instante mágico, guardándolo después como el tesoro más preciado. De hecho, podría decirse que la escritura de este autor gira en torno al coito, y en cómo ello afecta la psicología femenina antes y después de consumarse.

En cuanto a los personajes femeninos, Manuel Puig tiene el don de escribir desde el interior de la mujer, detallando sus reacciones emocionales y sexuales, yendo entonces más allá de la escritura del otro, desde la androginia de Virginia Woolf, al profundizar en una gynesis que, inversamente, la mujer en general no ha alcanzado al escribir, ya no desde sino sobre el hombre. La “operación femenina” apuntada por Derrida como una inscripción de “verdad”, y esa “ella”, articulada por Alice Jardine en términos del placer del lenguaje en la escritura del hombre, constituyen la esencia del discurso de Manuel Puig. Bajo esta perspectiva, Herminia compendia las frustraciones de ciertas mujeres solas y sensibles, aisladas en pueblos pequeños, y constreñidas por la pobreza y los prejuicios sociales. Mujeres cohibidas hasta el punto de no poder expresar deseo alguno, ni siquiera a través del cine.

Ella, esperando interminablemente por el instante cuando un hombre, sin importar cuán estúpido sea, venga a rescatarla de la miseria, perdiendo feliz en el proceso todo aquello por lo que había vivido hasta entonces: “Me cambiaría por cualquier ama de casa, y tener mi casa, mi radio, mi baño, y un marido no demasiado bruto, que sea soportable, nada más”.

Por otro lado, Maria da Gloria abarca el proceso de diferenciación entendido como “reconocimiento del otro”. Ella pasó por su “primera vez” con Josemar y vivió de ese recuerdo hasta que ambos se reencontraron años más tarde. Aquella sangre primigenia obsesionándola por tanto tiempo inútilmente, pues él nunca regresó para quedarse. Maria simboliza entonces a las mujeres que expresan deseo a través del placer del otro, y esperan retenerlo con dejarle hacer “su cosa”. A otro nivel, sin embargo, la intensidad de la experiencia fue tal que él permaneció dentro de ella a pesar del dolor inicial.

Ello es el resultado de la capacidad de Manuel Puig para escribir desde el cuerpo de la mujer, como parte del proceso de transferencia que se lleva a cabo en la mente del escritor gay. Sin embargo, Puig no quiere tener una relación homosexual con Josemar, sino que quiere ser Maria para gozar ¿sufrir? heterosexualmente en el otro y ser poseído por él; lo cual estaría más cerca de una escritura transexual, pues raramente el hombre gay pretende ser mujer, a lo sumo simularla. De hecho, la cultura gay lo que ha buscado es más bien lo contrario, es decir, llevar al hiperreal el estereotipo de virilidad, a través del culto obsesivo por el cuerpo y el fetichismo del uniforme.

Gladys, la heroína de The Buenos Aires Affair, es probablemente quien mejor ilustra el poder transexual de la escritura de Puig. El autor sigue en detalle a su personaje, desde el embarazo de la madre, hasta su intento de suicidio treinta y cinco años más tarde, mostrando cuán alto es el precio que la mujer debe pagar por el derecho a tener una habitación propia: violación, desfiguración física, relaciones frustradas, la misma soledad en cualquier ciudad, el esbozo de su propia muerte… El autor pareciera estar alertando y alentando a Gladys a que asuma el rol tradicional, reforzado por la pantalla, al imbricar en la historia diálogos de películas del Hollywood de los años treinta y cuarenta, cuidadosamente escogidos, a fin de parodiar la imposibilidad del amor correspondido, aún en el cine, para las mujeres independientes. Gladys pasa por la vida reprimiendo sus deseos, con la esperanza de que así evitará sufrir, pero la caída en el abismo contemporáneo se torna sin embargo insoportable. Ella, como Joan Crawford en Humoresque (1946), pareciera estarse preguntando: “¿Para qué sirve una mujer que no le sirve a nadie?”, precipitándose entonces al vacío.

Al narrar desde la mujer, Puig ni la idealiza ni la humilla, tal cual algunas feministas sostienen con respecto a los hombres que las escriben, sino que se funde en “ella”, hasta borrar las diferencias entre techné y physis y convertirse en “mujer” exclusivamente.

Existe sin embargo una diferencia remarcable entre Manuel Puig y Evelio Rosero Diago en lo que atañe a la escritura de lo femenino. En Rosero Diago su “yo” heterosexual se interpone entre “él” y “ella”, haciendo que la identificación sea solo parcial, y el sexo del autor se mantenga como una presencia permanente dentro del texto, a pesar de su habilidad para sumergirse en la psicología femenina y crear unas mujeres perfectamente creíbles. Esta es, quizás, la distinción más importante entre el escritor homosexual y el heterosexual; así es que al comparar a las mujeres de ambos se observará que, mientras el argentino es sus personajes, el colombiano los construye y permanece al margen, observando como ellos son penetrados por sus oponentes masculinos.

 

Evelio Rosero Diago: La mujer provocadora

Al hablar de lo femenino desde una óptica heterosexual masculina, Rosero Diago en Juliana los mira (1987) hace de la mujer el motor de su escritura. Juliana, preadolescente, “mira” su casa y por extensión el país. Un sector de la clase política y socialmente dominante en Colombia toma, literalmente, cuerpo con su despertar sexual y el de Camila, su mejor amiga. Haciendo uso de alegorías como la que describe el movimiento de los cisnes, Juliana recrea los gestos del sexo entre ambas, entre la madre y el chofer, y los invitados a la casa familiar; envolviéndolo todo con una atmósfera mágica proveniente de una edad y un mundo donde no existen aún parámetros definidos ni moral.

Juliana, como un “ser libre, autónomo y consciente de sí” en proceso, se aleja del estereotipo de la joven sumisa. Dueña de su propio deseo ella observa y escribe, con la agudeza de un ser incontaminado, la realidad circundante. Como ente con un yo en proceso de formación sin interferencias en el estado preadánico, Juliana desconoce cualquier tipo de restricción social o moral. En este estadio de desarrollo, el velo, la ignorancia erótica y el escepticismo apuntados por Nietzsche y Derrida, no existen. Lo provocativo del lenguaje destruye todo refugio posible. Juliana surge desnuda de la escritura, pudiendo entonces ver las contradicciones y la corrupción propias de su mundo, sin establecer juicios de valor, pues a este nivel “la fe en los poderes mágicos y el deseo por experimentar los placeres del cuerpo, libera con furia las emociones y ritmos que acompañan al nacimiento del yo”.        Rosero Diago, en cierto modo, toma a Camila en el punto donde Alfredo Bryce Echenique había dejado al protagonista de Un mundo para Julius (1970), para borrar los límites entre lo permitido y lo prohibido, a fin de hacer al lector voyeur privilegiado que irrumpe con Juliana en la intimidad propia y la de los otros: Juliana testigo del modo como Esteban acaricia las piernas de la madre, semejantes a dos manos envueltas en seda; Camila vestida de mago, ayudando a Juliana a perder la virginidad con el bastón mágico; Juliana sosteniendo la mano de Camila por horas, hasta darse cuenta de que serán amigas para siempre. Cuando intercambian sus zapatos, la complicidad es total; Juliana se transforma en el espejo de Camila, y viceversa.

La máscara borra el rostro pudiendo ella entonces “aprender” pronto el placer, a partir de la imagen encerrada en aquella superficie, pese al análisis freudiano que sostiene que los órganos sexuales permanecen silenciados durante el estadio preadolescente. Contrariamente, ellos le hablan sabiamente al otro, pues Camila ya ha tenido experiencias con un adolescente y está deseosa de transmitirle a Juliana lo que ha aprendido. El bastón del mago tomará aquí el lugar de un instrumento del que ambas carecen; cierta herramienta que Juliana había sorpresivamente descubierto, cuando vio a Esteban jugar con los “enanos” de la madre. Sin embargo, el éxtasis experimentado al observar el “pájaro brillante del chofer” entrando en la “caverna” materna desaparece, cuando corre al cuarto y frente al espejo descubre que ella no lo tiene. Por consiguiente la imagen receptáculo del lenguaje de Juliana, queda abolida y ella se convierte en el continente de una ausencia que se resuelve en bisexualidad.

Al Rosero Diago no ocultar “la bisexualidad latente en la niña” sino exponerla, Juliana se transforma en proyección de la parte femenina desde la que, siguiendo a Virginia Woolf, el autor escribe, permitiéndole “al otro manifestarse en él”. Con ello el autor se abre desde lo femenino que hay en él y logra, a través de Juliana, escribir con su cuerpo del modo como Hélène Cixous sostiene que la mujer debería escribir. Un acto en el cual se busca “celebrar la relación entre la mujer y su sexualidad, su naturaleza femenina; dándole libre acceso a su fuerza primigenia para devolverle sus bienes, sus placeres, sus órganos, sus inmensos territorios corporales que habían permanecido sellados”.

Rosero Diago permanece dentro del cuerpo de la mujer y aúna las teorías de Woolf y Cixous, pues toma prestada, de la parte femenina que hay en él, la “tinta blanca” que se volverá negra en la escena del mago: “‘No te creo’, y fue lo último que dije esa tarde, eso te dije, una tarde antes de que tú disfrazada de mago fueras un muñeco de madera y yo una muñeca totalmente viva y sufriendo diciéndote, no, y tu siguieras hasta partirme como otra muñeca partida y entonces yo huyera de ti y de tu cama para siempre”.

Se visualiza entonces cómo el escritor heterosexual es capaz de crear una mujer creíble. Rosero Diago ha ganado entonces para las suyas el “yo” que Alice Jardine pensaba había desaparecido de la escritura femenina producida por el hombre. Para él la escritura femenina no es solo “genealogía de lo femenino” o “lo materno” per se, sino una realidad profundamente compartida y certeramente representada. El autor “disecciona” el cuerpo femenino del texto sin enmarcarlo en el estereotipo “angelical” o “monstruoso”. Ella es completamente real y se halla deslastrada de las connotaciones femeninas de debilidad, pasividad y ausencia de goce sexual, tan comunes en la escritura del autor heterosexual latinoamericano. Como reacción contra el machismo vernáculo, Rosero Diago crea entonces, con Juliana los mira, un espacio femenino que enriquece el discurso de Alice Jardine en torno a la gynesis.

Por otra parte, y contrariamente a las novelas de muchos escritores norteamericanos, no existe aquí el “temor a la madre como centro de la familia”. De hecho, es ella quien toma o deja hombres y propiedades, mientras juega a las cartas con sus amigas. El autor no evade ahí el espacio femenino de significación; su yo se integra a él aunque, a la inversa de Manuel Puig, no se transforme en él, pues existe aquí siempre un tempo de diferenciación marcado por el pronominal “yo”, erigido entre Rosero Diago y las mujeres del texto. Además, y a diferencia de los franceses, aquel espacio no solo está lleno de erotismo, sino que se combina con una dosis de concientización, en cuanto a la inferioridad del territorio ocupado en la sociedad por la mujer latinoamericana.

Al visualizarlo, Juliana expande su capacidad de significar dentro del espacio femenino. Un espacio donde aún no ha tenido oportunidad de reconocerse, dada la carencia del instrumento masculino y su imposibilidad para hacerse con uno todavía. Ella se transforma entonces en el continente del vacío contemporáneo; un vacío que espera llenar llevándose el “pájaro brillante” del nido materno o seduciendo al padre. Se observa pues cómo Rosero Diago, con un efecto de veracidad muy similar al de Puig, internaliza las zonas más íntimas de la sexualidad femenina; terrores y tabúes que muchas veces ella teme incluso contarse a sí misma.

 

Y después, ¿cuál es el reto?

Traspasar la frontera, buscando generar un discurso de lo femenino que sea creíble para la propia mujer, se impone a la literatura escrita por el hombre. Parece sin embargo más difícil el que la autora de habla hispana trabaje desde lo masculino; si bien la fuerza con que las escritoras han ido rompiendo, desde los años ochenta del pasado siglo, las barreras que limitaban la escritura de su propia sexualidad, lleva a augurar la existencia en el nuevo milenio de una literatura escrita por ella, sobre y desde el hombre. Quizás llegado ese momento se hará posible establecer, a nivel literario, una zona de comprensión entre los sexos que ni el machismo ni el feminismo radical han sido capaces de fundar.

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