Lo de preguntarle a cualquier verdadero melómano sobre los discos que se llevaría a una isla desierta es tan cliché que hay, incluso, un excelente programa de la BBC Radio 4 que tiene por título Desert Island Discs y en el que se le pregunta a celebridades (por lo regular, del mundo de la música), precisamente, cuáles. Yo me considero un verdadero melómano, faltaba más, equidistante entre el indie pop y el indie rock y respetuoso en general de la tradición rockera por fuera del heavy metal y demás payasadas, aficionado al rythm and blues sin llegar al gospel y menos (¡puaj!) a su papito el jazz, y admirador del hip-hop sin perderme en debates sobre las costas y las “razas” y las longitudes fálicas o sobre apropiación cultural. Respetuoso incluso de lo realmente muy poco que conozco de reguetón y de country, de salsa, de música electrónica más allá del pop, de bachata, no sé, de tantos géneros más…
Si a alguien le interesara, en todo caso, hacer un simulacro del programa radial de la BBC en corto y preguntarme a mí, no-celebridad y, de hecho, casi que lo contrario de una celebridad, por mis discos de isla desierta, yo empezaría por supuesto con The Wall de Pink Floyd (1979) y capaz con The Doors de los mismos (1967), aunque luego agregaría Casa Babylon de Mano Negra (1994) y Amor amarillo de Gustavo Cerati (1993) y Magical Mystery Tour de The Beatles (1968) y The Last Splash y Pod de The Breeders (1993 y 1990, respectivamente) o Is This It? de The Strokes (2001) y Under The Pink de Tori Amos (1994) y Bossa Nova de los Pixies (1990) y Agotados de esperar el fin de Ilegales (1984) y, vaya, si me ponen hasta el The Sign de Ace of Base (1993)… pero a quién queremos engañar: si me puedo quedar con un solo y único disco me quedo, sin dudarlo ni por un segundo y sin necesidad de presión de pistola en la sien, con el soundtrack de la película Jesus Christ Superstar (1973).
Jesus Christ Superstar, tanto en su versión teatral original de 1970 como en su adaptación cinematográfica ligeramente posterior (yo prefiero la segunda porque me gustan más los arreglos y las voces, así como porque, por esas cosas de la vida, es la que primero escuché y pues aparentemente se me quedó impregnada en las neuronas, pero la verdad es que ambas son extraordinarias) es la archiconocida versión del evangelio en la que, por resumirlo de manera vil, Jesús es un pacifista de buenas intenciones pero también, para qué negarlo, bastante –un mucho– incomprensible y un poco –bastante– ingenuo, ajeno al mundo, y Judas (el verdadero protagonista de la obra) es un activista radical que se desespera por los tiempos largos, laaargos, de Cristo, e intenta aterrizar las etéreas parábolas divinas en lucha política concreta y sucia, sangrientamente terrenal, hasta el punto de tener que “traicionar” a su líder y así, paradójicamente, acabar por convertirlo en ídolo, en verdadero mesías… cuestión que le causa no poca estupefacción al mismo Judas, quien es el que canta, en este musical canónico, su confusión al respecto en el tema titular de la obra que estoy seguro de que todo quien esté leyendo esto podría, así fuera dubitativamente, tararear.
Este enfrentamiento entre las dos grandes figuras del Nuevo Testamento (nota del editor: aparte de Pablo de Tarso, eminencia gris de todo el rollo, pero quien no aparece en esta versión) da para unos diez artículos: en Jesus Christ Superstar, Jesús representa la “contracultura” norteamericana de los años sesenta del XX, mientras que Judas personifica la militancia de la “nueva izquierda” estadounidense de esos años, en general; Jesús es pasivo hasta el acabose, si hacemos excepción de lo del templo, y Judas peca en cambio de accionismo irreflexivo (¿de verdad va a ayudar a los pobres que no se use el aceite famoso con el que la Magdalena le lava los pies a Jesús?), inmaduro y, a su manera, también sumamente enajenado; Jesús, crucialmente, es blanco, un hippie en definitiva, al tiempo que Judas es, no menos crucialmente, negro, pars pro toto del black power y de luchas identitarias que, en los setenta del XX, estaban en su máximo apogeo, aunque también a punto de ser derrotadas y, consecuentemente, de transmutar …
Pero, como todo quien haya escuchado atentamente Jesus Christ Superstar sabrá (yo más atentamente no pude haberlo escuchado, en mi juventud, unos 20 años después de su aparición: hasta el día de hoy, 25 después de esos 20 después, puedo hacer karaoke del disco entero sin necesidad de mirar ninguna pantalla), el personaje más memorable de toda esta variación de la “historia” oficial es uno que ha sido objeto de desdén por la historiografía católica tradicional y que, sin embargo, es altamente querido y hasta venerado por el creyente de a pie, así como asidero para reinterpretaciones más o menos razonables, y más o menos descabelladas también, de toda la mitología cristiana que tanto nos marca hasta cuando no creemos en ella: María Magdalena es, en efecto, no sólo la que se roba la película con su estelar “I Don’t Know How To Love Him”, sino también la que presenta, en la práctica, otras formas de vivir, y acaso formas de vivir bien o de buen vivir, que tanto Jesús como Judas ignoran y a las que ellos nunca podrán acceder, envueltos como están en sus propias obsesiones, en sus propias vanidades y en sus propias –celestiales o terrenales– estupideces. “Everything’s Alright”, dice Magdalena, en la quizá mejor canción del disco…
La figura de la Magdalena ha sido, por supuesto, recuperada por los feminismos (de eso tratará la segunda parte de esta serie), así como también por las teorías conspirativas de fin de siglo, muy a lo Dan Brown. Ahora, incluso, Hollywood le ha echado el ojo, con una superproducción digna de mejores épocas aunque, tal vez, digna de la nuestra, extraña, en la que los moralistas evangélicos apoyan a… Trump, sobre la que tratará la tercera parte de esta serie (la superproducción, digo. En cierto sentido, todo trata sobre la era de Trump, en dicha era). Y, por descontado, María Magdalena siempre ha estado en los corazones de la cristiandad, como sea que se la defina, ya como sujeto abyecto pero inextirpable, necesario por abyecto, o como pulsión resistente interior, el mañana… El pueblo sabe, al fin y al cabo, a quién otorgarle su cariño, sus esperanzas, su devoción. El pueblo se equivoca pero no obra de mala fe.
Todo esto independientemente de que la Magdalena se trate, como en el caso de todos los otros mencionados en este artículo, de un personaje ficticio. Todo esto también independientemente de que Jesus Christ Superstar no pase, ni de lejos, el test de Bechdel. Yvonne Elliman, la cantante que interpreta a Magdalena tanto en la versión teatral original como en la cinematográfica, y la actriz que fuera nominada al Globo de Oro por su interpretación en esta película, atina cuando pone cara de sufrida pero también de triunfadora pero también de impaciente a lo largo del filme. ¡Estos machitos tan fascinantes! ¡Qué ganas de que dejen el tremendismo, de hacerlos entrar en razón!
No hay cómo, ya que Jesucristo es el superstar, ¿o verdaderamente Judas? No hay cómo, en todo caso, porque milenios enteros conspiran para que Magdalena no sea la superstar. Queda, no obstante, la voz más inolvidable en un panteón de voces inolvidables (en el hipotético universo en el que hubiera diez artículos al respecto, la voz y la presencia de Pilatos merecería una mención particular) y un personaje ficticio, salido de la Biblia y representativo o aglutinador como pocos que, poco a poco y en las siguientes décadas, daría para más. “María Magdalena ya no está / no oigo su guitarra / se habrá ido ya?”