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daniel campos
Photo by: anthony kelly ©

Mafer Bandola, de Barquisimeto a Brooklyn

“¿Querés tomar un cafecito este finde?,” le escribí a Mafer Bandola pocos días después de haberla conocido en un concierto en Brooklyn de su banda, Ladama Project. Al ratico me contestó: “¿Hoy puedes? Es que mañana y el domingo tengo ensayo?”

Quedamos en L’Albero dei Gelati, café y heladería italiana en Park Slope. Cuando llegué, cinco minutos atrasado, Mafer ya llevaba ocho esperándome. Salió un toquecito temprano del ensayo de Ladama y se fue directo a L’Albero. Allí estaba sentada: morena; cabello de negros y largos colochos recogidos con una prensa para descubrir el corte más raso en las sienes y la nuca; expresivos ojos color café tueste oscuro; y sonrisa amplia que trazaba la profundidad sus camanances, como me parecía habitual en ella.

De inmediato la conversación fluyó. Rapidito le pregunté cómo andaba y me contó del ensayo, de los preparativos de Ladama en aquel momento para grabar cinco piezas más para su primer álbum, de cómo estaba intentando sobrellevar el frío en su primer invierno neoyorquino.

Me contó, con más detalles que en la fiesta en que la conocí, sobre sus estudios universitarios en comunicación social en Barquisimeto; de cómo se inició a los ocho años con la bandola, instrumento llanero venezolano, por casualidad, porque la intención de sus padres era matricularla en clases de cuatro pero no había cupo; de sus proyectos de educación y empoderamiento de la mujer, sobre todo de chiquitas y muchachitas, por medio de la música; de cómo desde Venezuela solicitó una beca OneBeat para músicos internacionales en Estados Unidos sin saber inglés, pero atreviéndose a intentarlo; de cómo se tuvo que poner a aprender inglés en cinco meses cuando recibió la beca y así vino por primera vez; de cómo le propuso a las otras chicas el proyecto de Ladama—Daniela, Lara y Sara, también becarias de OneBeat—y de cómo entre todas habían ido forjando el proyecto, incluido el momento en que, ante la pregunta de una periodista de una revista de Barcelona, tuvieron que plantearse si eran una banda “feminista”.

Mientras me lo contaba todo, yo la miraba atento y sonriente. A veces hacía una pausa y decía:

—Hablo mucho, ¿verdad? Ya voy a parar para que hables tú.

Pero yo le dije la verdad, que me gusta escuchar. Le hice más preguntas sobre la música en Venezuela y su vida en Barquisimeto y ella se animó y continuó. A menudo citaba el apoyo y la guía de sus papás desde que era chiquitica y le buscaron danza y música para que expresara su energía kinética y creativa, y le dijeron que ella podía hacer lo que se propusiera.

Le pregunté sobre sus papás: ¿qué les motivó a formarla así?, y me contó de sus orígenes difíciles, de cómo crecieron en el mismo barrio, de cómo se encontraron en la universidad y decidieron forjar una vida juntos y la tuvieron a ella y la han educado y apoyado en cada momento.

Las dos horas se pasaron volando. Cuando ya había oscurecido caminamos juntos a la estación del metro y esperamos el F. En Jay Street ella cambió al A para regresar a su barrio brooklynense y yo continué con rumbo al Lower East Side, al encuentro de otros amigos. Pero en el tren pensé en sus proyectos y perspectivas.

Desde aquella conversación, hace tres años, Mafer se graduó de comunicadora social y ha empezado a ejercer su profesión. Como músico, ha continuado creciendo con Ladama, que está a punto de lanzar su segundo álbum, y en sus proyectos individuales se ha dedicado especialmente a desarrollar la voz de la bandola llanera eléctrica, innovando y experimentando. Admite que el camino es incierto, pues se ha escrito y trabajado poco sobre la versión eléctrica del instrumento llanero venezolano, y ella es la primera mujer en ejecutarlo. Pero pienso que es allí justamente donde su creatividad y arrojo abrirán nuevas posibilidades musicales.


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