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Adrian Ferrero

Maestros de la temeridad: el aprendizaje en los talleres de escritura

Pensé (y lo pensé bien) si sería pertinente en el marco de una revista cultural, que uno de sus colaboradores (yo para el caso), que es escritor, recapitulara su educación en el camino que había recorrido en el oficio, el descubrimiento de su vocación gracias a un puñado de personas imprescindibles que le habían revelado su condición definitiva de creador (y habían colaborado para configurarla y orientarla de modo principal). También reconfigurarla, porque cada taller postulaba una cierta visión sobre la poética que no era la misma en todos los casos. También la del semejante. Mi reticencia consistía en incurrir en un exceso de autorreferencialidad. Y luego de largo cavilar y de haberlo consultarlo con mi editora, me dije que sí, que el relato singular de una experiencia, podía ser útil a muchas otras. Había en esta aparente (y solo aparente) variedad de metodologías y personalidades, temperamentos y didácticas, pedagogías y estrategias motivacionales, una similar conducta y una similar pasión por la escritura, común a todos ellos. Una pasión de la que habían empapado al discípulo. En esta clave leo la historia de la educación en torno de mi escritura, que me interesa reconstruir, recapitular, porque fue intensa (y lo sigue siendo). Motivo por el que en este itinerario habrá rememoración y reflexión. Un ejercicio de reflexión crítica.

Entre mis maestros de escritura, que fueron cinco, cuatro de la ciudad de La Plata, Argentina, una en cambio de Buenos Aires (ahora acabo de empezar un sexto taller en Buenos Aires vía Zoom), es posible unir con un hilo invisible la trama que me fue conduciendo del uno al otro. Pensé de qué modo había dialogado con cada uno de ellos o ellas. De qué modo lo seguía haciendo. Los aprendizajes concretos en directa relación con la escritura creativa misma. Mi relación personal en nuestro coloquio. Y el adiós. Un adiós que afortunadamente jamás se dio en malos términos, sino que sí sentí en un determinado momento de ese aprendizaje había cumplido un ciclo y era hora de partir. En otros casos, los cursos terminaban porque contemplaban un plazo estipulado, cuando tenían lugar en instituciones, en Universidades (en dos casos). Hubo vínculos que se volvieron muy sólidos, y dejaron un recuerdo difícilmente olvidable en el discípulo. Al punto de llegar a recordar sus lecciones, a escuchar y tener en cuenta sus consejos en el momento mismo, en particular, de la corrección de mis textos.

Asistí al primer taller cuando tenía 19 años. Era un jovencito inseguro, tímido y que, sin embargo, en el orden de las humanidades y en el arte siempre se había movido como pez en el agua. Era un campo de juego cuyas reglas en lo esencial ya conocía. Y conocía bien. Me desplazaba entre signos con soltura porque eso mismo ocurría en mi hogar desde que tenía memoria. Ahora bien: moverse bien en el terreno intelectual y por supuesto el sensible, no es sinónimo bajo ningún punto de vista de ser un buen escritor o de llegar a serlo algún día. Sino en todo caso, de incubar un germen, una semilla. De que exista una latencia. De modo que hubo un trabajo de Martha Berutti, una coordinadora y multiplicadora de otros talleristas, escritora, autora de un libro interdisciplinario entre trabajo corporal y escritura, de trayectoria también en Buenos Aires, que consistió básicamente en tomarse el trabajo de leer mis manuscritos (previamente pasados a máquina eléctrica por mí, lo que significó, créase o no, un primer paso decisivo), que no eran tantos. Eran microrrelatos, aforismos, sentencias y poemas. Recuerdo que me dijo que le habían gustado. Y me dijo: “Adrián, esto va en serio”. La frase me sacudió. Suponía repercusiones incalculables para mí a partir de ese momento. En especial para alguien que suele comprometerse con los desafíos que afronta de modo riguroso. De comprometerse con seriedad. Sin embargo, esa frase surtió un efecto persuasivo que se deslizó lentamente hacia una convicción. Eso que me había parecido el espontáneo ejercicio de un intuitivo, el juego de un tímido, diría Borges, se había convertido de pronto en una responsabilidad y en un deber incluso ético porque yo quería ejercerlo bajo ciertas condiciones que tienen que ver con el modo en que pienso, trabajo y, ahora, escribo. Recuerdo la escena del día en que nos encontramos luego de haber leído mis originales: fue hasta su biblioteca, extrajo un libro de Antonio Porchia. Ese libro venía a convertirse en una suerte de talismán. Un referente material al cual acudir por afinidad de poéticas, según me lo hizo saber. Pero también era la prueba más contundente de que existía un escritor con el cual se establecía una sintonía que actuaba como una figura tutelar nítida. Había una determinada genealogía (yo más tarde estudiaría eso) que consistía en que un escritor se encontraba con otros gracias a los cuales identitariamente se inscribía en una tradición. En ocasiones de dicha circunstancia no estaban al tanto, sino un lector inteligente y conocedor. Había casos en que se enteraba por otros. O moría ignorándolo.

Este veredicto significó un reto. Me entusiasmó para que escribiera. Y para que lo hiciera con sentido de exigencia. En sus clases, en un amplio living de un muy lindo departamento del centro de la ciudad, en una Planta Baja, con plantas en su entrada, trabajábamos con música, con obras de artes plásticas como reproducciones de pinturas, entre otras motivaciones siempre artísticas. Estímulos que funcionaban como disparadores para la creación.

No asistí mucho tiempo al taller de Martha Berutti. Fui alrededor de un año. Yo estaba muy demandado por la carrera de Letras de la Universidad Nacional de La Plata, la vida se había complicado, acelerado incluso, había entrado en el vertiginoso ritmo de estudiante universitario que también tenía un trabajo, aunque no fuera de tiempo completo. Y luego de conversarlo en buenos términos, dejé de asistir.

El segundo taller al que asistí fue alrededor de 1992. Con la carrera más avanzada (había ingresado en 1989), más seguro, más firme también en mi temperamento, con más experiencia vital, más afianzado como estudiante universitario, más formado y con más conocimientos acerca de poética, crítica y teoría literarias. Pero, haciendo descubrimientos sin embargo importantes, simultáneamente a esas clases, por mi cuenta o por otras fuentes. Como por ejemplo los de la narradora Clarice Lispector o el poeta Juan Gelman o Alejandra Pizarnik. Hubo varias materias cursadas ya aprobadas. Fue allí cuando me enteré de que había un escritor muy talentoso que dictaba talleres en el barrio de Tolosa, de mi ciudad de La Plata. Era Leopoldo Brizuela. Dictaba clases los días sábados por la tarde. Ideal para mí, con una semana ajetreada. Me extenderé en lo relativo a este taller porque, como en el que le sigue, sucedieron cosas importantes en mi vida durante mi paso por ambos. Y porque mi diálogo con Leopoldo Brizuela luego se proyectó a la aparición de sus nuevos libros conforme iban siendo lanzados. A todos o casi todos los leí. Y este año (2021), dicté una charla vía plataforma Zoom sobre su poética para la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) filial La Plata. Fue subida a Youtube. Ello significó una recapitulación y sistematización en torno de sus libros, habiendo él ya fallecido en 2019.

En primer lugar Leopoldo Brizuela era una persona con sentido del humor, afable, amable, afectuoso y no era temperamental. Tampoco soberbio. Ninguno de los coordinadores de los talleres a los que asistí hicieron afortunadamente jamás una sola escena a propósito de uno de mis textos o ajenos. Siempre fueron comprensivos. Jamás hubo destrato. Esto me gustaría subrayarlo porque habla de una ética del trabajo, de un pacto didáctico fundado en el respeto, la confianza, la cordialidad y los modales. No en inspirar un pánico que paralizara a los asistentes. Circunstancia que suele ir en desmedro de la vocación. Además de sembrar de inseguridad al alumno (y a su escritura). De no querer regresar a ese espacio.

Leopoldo Brizuela nos hizo leer, en la primera clase, un cuento de una narradora estadounidense que le gustaba mucho: Fannery O’Connnor. Se titula “Todo lo que sube debe converger”. Leopoldo Brizuela era un profesional muy respetado que había conquistado logros superlativos prematuramente. Siendo muy joven había obtenido el Premio Fortabat de novela 1985 (él había nacido en 1963) con Tejiendo agua, publicada en 1986. Sí mal no recuerdo, por la época en que yo asistí a su taller estaba trabajando en la preparación de una compilación de textos de autores y autoras que se publicaría más tarde: Cómo se escribe una novela (publicada en 1993), en colaboración con Edgardo Russo. Era un gran conocedor de la literatura. Un exquisito. Alguien que había leído mucho y muy bien. Alguien que sabía leer.

Me gustaría mencionar que años más tarde, además de proseguir dictando sus talleres particulares, trabajó en la cátedra de Guión en la Licenciatura en Cine de la Universidad Nacional de La Plata. En cualquier caso, prosiguió siempre formando escritores y escritoras, algunos de los cuales ganaron importantes premios.

Si en el taller de Martha Berutti se produjo el descubrimiento, se me confirió la seguridad necesaria para afrontar el oficio de escritor, en el de Leopoldo Brizuela lo que tuvo lugar es que aprendí a contar historias a través de relatos. Y sí descubrir que esas historias podían conmover a las personas. También de que podía sentir placer escribiendo. Un punto sumamente importante en un escritor. Sentir que lo que hace es placentero. No una práctica que lo atormenta o lo atribula.

El que verdaderamente considero mi primer cuento (que las mudanzas o el papelerío han extraviado), del que quedé satisfecho, fue uno titulado “Ataúlfo con sus secretos poderes”. Consistía en un joven o muchacho capaz de introducirse por distintos túneles que lo conducían hacia diferentes lugares. Por lo tanto, era un cuento maravilloso. Ese cuento le gustó mucho a Leopoldo Brizuela y solicitó mi permiso para incluir un fragmento como epígrafe para su libro de poesía Fado (1998). He hecho lo imposible por volver a comprar ese libro porque lo tenía y lo he extraviado. También sería importante guardarlo como un recuerdo, una postal de por aquel entonces. Es un libro de poesía de una sutileza infrecuente.

Hay con Leopoldo una serie de puntos en común que no quisiera dejar pasar. Uno es su profundo interés y todo su trabajo en torno de la narratología, clave en una parte importante de mi producción como escritor, si bien también soy poeta y ensayista. Concibió por lo menos tres libros en torno del arte de narrar y en qué consiste la narrativa. En segundo lugar, su inquietud por la literatura escrita por mujeres. Daría un paso más allá: su rescate de muchas de muchas escritoras olvidadas pero valiosas. Tanto argentinas como extranjeras. Las argentinas Sara Gallardo, Elvira Orphé, Luisa Mercedes Levinson, de cuya hija fue sumamente amigo, Luisa Valenzuela. Y su puesta en foco sobre las narradoras del Sur de EE.UU. y la canadiense Alice Munro, Premio Nobel 2013, de Eudora Welty, una por las cuales era más devoto. Si bien yo no conocía cuando él las difundió a estas autoras más que de nombre, o las había leído de modo muy insular, sí sentí una sintonía con la idea de que esta escritura subterránea, velada, de pronto fuera instalada en el seno del campo literario argentino (y de allí al mundial), se volviera visible, cobrara mayor nitidez y relevancia en la esfera pública. En tercer lugar, la valiente y elocuente antología titulada Historia de un deseo. El erotismo homosexual en veintiocho relatos argentinos contemporáneos (2000), muchos años más tarde. Sobre el erotismo homosexual cartografiado en la literatura argentina de un modo que él organizó según un criterio personal en su estructura. No sumando los cuentos sino procurando encontrar una lógica interna (ligada a múltiples factores que él consideró pertinentes) a un cierto fenómeno del orden de lo libidinal que también entraba en diálogo con lo social de modo impresionante. Me pareció que el gesto de hacer una apuesta y dar una respuesta fuerte pero llena de sutileza, de conocimiento, de solidez, de contundencia de su parte al así llamado patriarcado desde Argentina y con autores argentinos, eran de una importancia superlativa. Y con motivo de esa antología yo comencé a interesarme por varios autores y autoras a los cuales conocí por primera vez y que serían fundamentales para mi formación. Manuel Puig fue uno de ellos, si bien ya estaba al tanto de su existencia, naturalmente. Pero lo había leído poco. Simultáneamente, este libro, que como dije data de 2000, me fue útil para conocer representaciones literarias como réplica literaria a la heteronormatividad que yo estaba estudiando citada en clases de un seminario sobre teoría de género desde la filosofía de género pero en el que analizamos ideas contenidas en algunos ensayos de la poeta estadounidense Adrienne Rich de modo lateral. En efecto, yo cursaba por entonces un seminario sobre teoría de género para mi doctorado, y revisar ese libro de Leopoldo Brizuela era tener acceso a una suerte de manual de la identidad gay y lesbiana, pero no solamente escrita por homosexuales. Esto me resultó capital además de revolucionario. Es un libro pluralista. Y también pone en evidencia la capacidad de la ficción de jugar con el deseo, de ser administrado por un autor como un estratega, incluso según la identidad sexual que no es la propia. De modo que está esta triple vertiente, el trabajo con la narrativa (él me enseñó que yo era capaz de contar un cuento y conmover con él a las personas, en lo referido al plano de la creación), esto es, la reflexión en torno de la narratología. El interés por la literatura escrita por mujeres (él lo hizo en el territorio de la intervención editorial en el mercado del libro y con algunos artículos, yo en el de los estudios académicos a través de becas y tesis y luego también en la publicación de un libro de entrevistas a 30 autoras argentinas) y el trabajo con la literatura homosexual (él lo hizo también desde lo editorial pero escribió algunos artículos en torno del tema) y yo me interesé por algunos de esos casos. Fundamentalmente pienso en Manuel Puig. Sobre él escribí un capítulo de mi tesis en torno de la representación literaria de la oralidad. Si bien no fue precisamente porque Puig fuera gay sino más bien por todo lo que me llevó a reflexionar a nivel estético, las operaciones teóricas y críticas que proponía desde su poética. Era una apuesta muy innovadora. Me resultan focos atractivos por lo que revisten no tanto el primero pero sí de socialmente politizados los dos últimos. Leopoldo Brizuela fue un escritor que vino a sacudir e incomodar las estructuras sociales del poder, inscripto en el patriarcado. No fue un escritor funcional al sistema ni que acató livianamente su normatividad ni sus mandatos sino que tuvo una gran fortaleza para confrontar el statu quo cultural. Y lo hizo con belleza, con conocimiento, con sutileza, con lucidez y con capacidad de reflexión, en profundidad. También eso tuvo un costo alto: probablemente la soledad y seguramente el sufrimiento. Pero conquistó la admiración y el respeto de quienes supieron valorarlo en todo su alcance de creador y estudioso.

También del taller de Leopoldo sentí en un determinado momento que debía partir. A Leopoldo seguí viéndolo en ocasionales presentaciones de libros o en la Universidad, (donde él cursó alguna materia conmigo) pero le perdí el rumbo. Supe de sus triunfos: magníficos: devino figura pública, internacional, compré sus libros (tiene una producción bastante caudalosa), leí buena parte de ellos en su momento. Luego para mi conferencia casi todos. Fue un maestro que tanto durante la etapa de aprendizaje en el taller como durante el camino que luego él seguiría con su propio proyecto creador sería fundante desde lo identitario, en lo relativo al oficio de escritor. Al menos en torno de ciertos núcleos de naturaleza inolvidable porque proponía siempre perspectivas críticas al sistema. Por otra parte, la conversación con Leopoldo Brizuela era infinita. Eran de tal refinamiento sus puntos de vista que dejaban un eco difícilmente olvidable.

En lo relativo al trabajo sobre autoras, yo realicé estudios sobre género con énfasis en estudios sobre la mujer porque la escritora que fue tema de mi tesis de Licenciatura es feminista. Y las dos autoras que son tema de mi tesis de doctorado en Letras por la Universidad Nacional de La Plata, también lo son. Y quien me codirigió en mi tesis y me invitó a participar de proyectos de investigación del que nació un libro publicado en Buenos Aires por editorial Catálogos fue la experta en teoría de género, con especialización en filosofía de género, la Dra. María Luisa Femenías, Dra. en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, ganadora del Premio Konex Diploma al Mérito 2016. Una autoridad internacional en la materia. Ello supuso una especialización que con anterioridad se había abierto de modo descomunal por haber tenido en el Colegio Nacional “Rafael Hernández”, dependiente también de nuestra Universidad Nacional de La Plata a una Profesora de Filosofía que nos había introducido en la obra de Simone de Beauvoir. No de modo sustancial pero sí en sus principios básicos. Yo a partir de los 19 años había comenzado a devorar todo libro de su autoría que cayera en mis manos. También de Sartre y Camus, naturalmente. Y sobre este último cursé un seminario siendo estudiante de grado.

Cerrada esta etapa del taller de Leopoldo Brizuela, el siguiente fue el del escritor, sobre todo novelista (si bien tiene un breve volumen de cuentos póstumo, con contratapa del escritor Luis Chitarroni), Gabriel Báñez. Un autor a mi juicio de un enorme talento, un autor secreto también, que indudablemente eligió mantenerse a un costado de la visibilidad pública en Buenos Aires, su mundillo, su murmullo y sus capillas. Fue reconocido, sin embargo, como un grande, por colegas de talla. Si bien editaba en sellos importantes de Argentina, como Atlántida, Ediciones de la Flor, Mondadori, Sudamericana, El Ateneo, entre otros de no menor relevancia que en Argentina eran de jerarquía. Ganador de un premio internacional hacia el final de su vida, al igual que en el caso de Leopoldo Brizuela, quien obtuvo varios, no conocieron la vejez. Sobre una de las novelas de Gabriel Báñez se filmó una película. Al taller de Gabriel fue al que más tiempo asistí de todos en los que me formé y con el que mantuve un vínculo más estrecho. Fue una figura crucial. Él siguió de cerca mi carrera y la promovió con entusiasmo. Me brindó confianza en mí mismo como escritor. Y fue quien indudablemente terminó por consolidar mi vocación.

En el taller de Gabriel trabajábamos con el material que cada uno estuviera escribiendo en ese momento por propia iniciativa. Nos manejábamos con suma libertad. Y sí, Gabriel hacía mucho hincapié en la corrección. En evitar las repeticiones, las redundancias, lo que estuviera de más. Lo que no fuera relevante. Aquello que pudiera ser dicho con palabras sencillas. Él decía: “No se enamoren de las palabras. Enamórense del lenguaje”. Y otra vez me dijo: “Escribir una novela es como estar enamorado”. El amor estaba en Gabriel muy asociado a la escritura. Porque, como para coronar esta relación entre emoción amorosa y escritura, nos dijo cierta vez (o citó a otro escritor, ya no recuerdo): “uno escribe para que lo quieran”.

También Gabriel me abrió generosamente las puertas del diario El Día de La Plata, en el Suplemento literario La Caja, a partir de 1995 y me entusiasmó para que me presentara a concursos, sin mucho éxito, dicho sea de paso. Yo era perezoso para ellos una vez comprobados mis fracasos proverbiales. Y solía tener mala fortuna. En uno salí pobremente finalista, pero era sin embargo provincial, me quedó ese consuelo, que incluía su publicación. Y en el diario trabajé con total libertad. Escribí sobre autores y autoras como Walter Benjamin, Angélica Gorodischer, Ana María Shua, sobre temas como la mafia del oro (un libro de denuncia de periodismo de investigación), un artículo sobre la relación entre realizar las cosas de la vida cotidiana y escribir cosas excelsas (“Detalles domésticos y glorias meridianas”, se titula el artículo), la crisis de la modernidad, la locura, sobre un libro del historiador Georges Duby, entrevisté al gran escritor José Pablo Feinmann, publiqué cuentos…En fin, la lista podría seguir y seguir y como puede apreciarse es sumamente ecléctica y de una enorme versatilidad. Gabriel tenía una relación con la poesía distante (lo cual no significa que no la respetara, o acaso no la leyera, pero puede que le tuviera demasiado respeto, o sintiera que no estaba formado en ella, como les sucede a muchos narradores). Lo cierto es que Gabriel era un narrador nato. Lo prueba el hecho de que toda su producción está compuesta por novelas. Salvo ese pequeño manojo de cuentos, que conforman el citado diminuto volumen.

En sus talleres realizamos un abordaje desde lo narratológico y lo temático de Los adioses (1954) de Juan Carlos Onetti, “La cara en la palma”, el cuento de Silvina Ocampo y una nouvelle de Truman Capote, Desayuno en Tiffany’s (1958). Ninguna de las personas con las que he trabajado en talleres de escritura eran prejuiciosas en ninguno de los planos de la vida. Más bien todo lo contrario. Manifestaban flexibilidad, sentido de apertura tanto en lo relativo a lecturas como a estéticas e ideologías. Eran tolerantes, pluralistas y fueron todas buenas personas. Este dato me resulta fundamental para que quien es asistente adopte similar posición frente al conocimiento, frente a sus semejantes, en su propia vida, frente al oficio de escribir, frente a la escritura como vocación. Para que se comprometiera con una ética profesional. Y por todos mis maestros me sentí respetado.

Gabriel Báñez me recomendó una novela erótica, Amatista (1989), de Alicia Steimberg, que sería importante luego en mi historia, yo escribiría una ponencia para un congreso, luego devenido artículo para una revista académica de la Universidad Nacional del Litoral. También sobre Alicia Steimberg trabajaría en una de las becas bianuales de investigación de mi Universidad que gané en 2002, en la que investigué también sobre las poéticas de las narradoras argentinas Angélica Gorodischer y Ana María Shua. Aquí puede apreciarse, la marca de Leopoldo Brizuela. En el trabajo sobre autoras. De Alicia Steimberg Gabriel también mencionó Músicos y relojeros, su primera novela, de 1971, una obra deliciosa. Alicia Steimberg figura en mi libro de entrevistas a escritoras. Una de las pocas entrevistas realizadas con grabador. Poco después falleció. Queda su impronta en mi libro, el reverberar de su voz.

Gabriel era un hombre directo, que por mí tenía mucha estima y afecto. Cuidaba de nuestro vínculo. Sé que valoraba que yo fuera un hombre joven que se consagraba al trabajo con entrega. Que fuera esforzado de modo permanente por formarme, mi ausencia de pereza, mi perfeccionismo. Recuerdo que cierta vez yo había llevado un cuento al taller. El título no lo había convencido del todo. Me arrebató el cuento, tomó una birome y le escribió él mismo el título que le pareció más pertinente. Si yo no hubiera sabido que había por detrás una buena intención, ese gesto invasivo me hubiera resultado chocante o irritativo. Pero llegó incluso a resultarme hasta risueño. Su título tampoco me convenció. Y terminé por ponerle otro u abandonar el cuento. Ya no lo recuerdo. Son estas, experiencias muy remotas. Era la etapa en que yo no estaba pendiente de publicar sino de aprender a escribir antes de hacerlo. Esa me parece una buena filosofía de vida en un escritor principiante. En tomarse un buena etapa antes de publicar. En no ser precoz para luego arrepentirse por lo general. Pero yo sí venía publicando en revistas de la ciudad desde 1989 artículos, cuentos y poemas.

Se cerraba el año con un detalle festivo: una religiosa reunión con carne asada por el mismo Gabriel, a la que asistímos todos los miembros del grupo del taller. Gabriel Báñez fue un formador de escritores en la ciudad de La Plata. Es algo por lo que merece ser reivindicado y recordado, además de reconocido de manera perenne. Difundió las creaciones de muchos autores y autoras desde la editorial La Comuna Ediciones, el sello gubernamental de la Municipalidad de La Plata, haciendo circular discursos sociales que permanecían guardados en discos rígidos sin visibilidad pública. Armó colecciones y dio lugar a todos los géneros literarios, armando esas colecciones de modo originalísimo, incluidos el periodismo y libros del orden de lo testimonial, entre otros temas.

También Gabriel fue el primer editor en libro de cuentos y poemas míos sin que tuviera que pagar por ello (yo lo había hecho una sola vez en toda mi vida y con tres cuentos para una antología de una editorial de Buenos Aires en 1998). En La Comuna Ediciones me incluyeron hacia el final en la Historia de la literatura de La Plata, realizada por la Prof. en Letras y escritora, docente mía en el Colegio Nacional “Rafael Hernández”, fallecida en 2020, María Elena Aramburú, en el área de narrativa. Otra promotora de la escritura para mí pero en el marco institucional de un Colegio secundario de una Universidad Nacional. La figura se cerraba, de modo perfecto. Las palabras de María Elena hacia el cuento me resultaron conmovedoras. Aún hoy me emocionan viniendo de una maestra de escritura en el marco de un colegio secundario dependiente de la Universidad Nacional de La Plata. Y tener ese reconocimiento de una maestra de escritura que además es Profesora también confirma a un escritor en su vocación. De otro modo. Ser incluido en una Historia de la literatura de La Plata en la que uno reside, tanto en poesía como en narrativa, como me sucedió a mí, fue un gesto por parte de ambos especialistas que se repartieron la tarea de un respaldo. Porque también el Prof. Guillermo Pilía, responsable del área de poesía, se ocupó del análisis de mis poemas allí publicados. ¿Cómo no sentirme respaldado por todo este conjunto de profesionales de primera línea?

Y como para cerrar el capítulo relativo al taller de Gabriel Báñez, agregaría a todo ello que fue un escritor que me enseñó la audacia. Un escritor debía siempre atreverse a afrontar desafíos. Siempre ponerle el cuerpo a lo que escribía. Siempre estar a la avanzada, dar un paso adelante. Lo recuerdo en el diario. Yo le llevaba un artículo audaz y él me azuzaba con un nuevo reto para que le llevara otro aún más temerario. Siempre un escritor debía animarse, arriesgar, apostar a algo más difícil. Correr riesgos. Escribir debía ser un oficio peligroso. Experimentar adrenalina al escribir. Pienso que él hacía eso conmigo porque sabía cómo lo haría, de qué modo afrontaría ese reto y también hacia dónde iban mis inquietudes o mis búsquedas. Ese desafío fue fundamental para mí. Porque no solo me condujo a escribir sobre temas polémicos o de modo valiente, sino a ser audaz con mi poética, con mi modo de escribir. En este punto fue clave. Principal, me atrevería a decir. Jamás hubo un solo episodio de censura por parte de Gabriel en el diario. Y publicó artículos verdaderamente audaces. También él se jugó por escritos que no sé si cualquier editor hubiera dado a conocer. Él me enseñó el oficio del arrojo en la escritura. Lo que convengamos que constituye una lección inaugural y fundacional de por vida para un autor que se está formando en el oficio.

El siguiente taller al que asistí fue a un seminario cuatrimestral de escritura creativa con énfasis en narrativa breve dictado por la escritora y graduada en Periodismo y Comunicación Social Graciela Falbo. Fundadora de la Cátedra del Taller de escritura en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. En esa Facultad, en el edificio viejo, no en el actual, cursamos el seminario. Las clases eran de noche, lo recuerdo. Frías noches de invierno, que como podíamos procurábamos abrigar con palabras. Las consignas eran sumamente motivadoras, las observaciones y devoluciones también. Claras, nítidas, precisas. Éramos todos escritores, salvo uno de los integrantes del grupo y era electrizante cada encuentro escuchar y escucharnos. Varones y mujeres. Ver cómo cada uno había resuelto una consigna que se nos había impartido. Como resultado de ese taller nació Cara y ceca de la escritura. Cuentos y procesos creativos (La Plata, 2002). Un libro que editó la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata, donde de una cara figuran publicados los cuentos que escribimos, una selección de ellos, los cuales corregimos, y de la otra cara inversa, los procesos creativos que les dieron origen. Graciela Falbo escribió un Prólogo maravilloso. Ella está incluida en el libro de entrevistas a escritoras que preparé, le regaló sus libros infantiles a mi hija. Graciela Falbo es una persona muy generosa. Y me regaló otros de leyendas a mí, para mi trabajo sobre entrevistas a escritoras. Yo escribí trabajos críticos sobre sus libros infantiles. O sobre uno de poesía. Y a algunos de sus libros tuvo la deferencia de venir a traérmelos a mi casa. Me invitó a participar de un proyecto de investigación sobre talleres de escritura de la posdictadura de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata, trabajando yo en esa casa de estudios. También Graciela muy desinteresadamente me cedió los derechos de uno de sus cuentos para una antología de relatos y prosas breves que preparé tanto de autores de La Pata, Buenos Aires y el interior del país, titulado Desplazamientos. Viajes, exilios y dictadura (2015). Este libro nace de otro, que retoma un cabo suelto de otro más, de Sylvia Molloy y Mariano Siskind, Poéticas de la distancia. Adentro y afuera de la literatura argentina (2006). Donde en un encuentro de escritores y escritoras argentinos, leen sus ponencias autores y autoras que jamás salieron de Argentina, otros migrantes y unos que residen en el extranjero por distintos motivos. El cuento de Graciela Falbo se titula “Lulia López” y es magistral. Divertidísimo, lleno de un humor que mezcla lo fantástico, lo absurdo y lo prodigioso. De un alto nivel de perfección en su escritura. Uno percibía allí el enorme talento de Graciela. También su oficio.

Finalmente, luego de una larga carrera académica que a mí me resultó agotadora porque iba pareja con la crianza de una hija recién nacida y una vida familiar que nos demandaba a mi ex mujer y a mí mucho trabajo, asistí, ya divorciado, aproximadamente hacia 2013, al seminario de escritura creativa con orientación en poesía coordinado por la escritora y Dra. en Literatura latinoamericana por Columbia University (EE.UU.) María Negroni, en la Universidad Torcuato Di Tella. Todo allí era exquisito. Mirábamos imágenes de pinturas de Remedios Varo, fragmentos de films de directores poco conocidos o alguno de Tarkovski, o rarezas para motivarnos a escribir, leíamos a Juan Gelman (puso especial hincapié en él) o a autores más jóvenes. Pero todo era extremadamente selectivo. También debo acentuar nuevamente el hecho de que este fue un taller de lírica y no de narrativa, como todo el resto a los que yo había asistido. De manera que fue también un taller bisagra entre todos los anteriores y un nuevo abordaje de la escritura, de aprender a manejar, a condensar, a tender a la síntesis. Y a la vez a la subversión. Recuerdo naturalmente el leitmotiv de Alejandra Pizarnik, una de las grandes inclinaciones de la coordinadora, sobre la que había escrito un libro y sobre la que versaba su tesis doctoral. El énfasis en el texto “La condensa sangrienta” nuevamente de Pizarnik. Lo riguroso, lo meticuloso, lo exigente en el mejor sentido de la palabra del taller. Tuve que hacer un enorme sacrificio para cursar este seminario de poesía. Porque al ser en Buenos Aires tenía que viajar. No era tanta la distancia sino agotadora la intensidad del trabajo de clases de cuatro horas a lo que se sumaba el viaje. Las clases duraban de 18hs. a 22hs. Y yo regresaba a La Plata, a casa, tardísimo, rendido, con cosas por hacer. Pero naturalmente que se trató de una experiencia extraordinaria, fuera de serie. Fue un seminario intensivo. Había una pausa con café pasadas las dos horas.

Y en este momento, vía Zoom, desde Buenos Aires hacia mi casa, a La Plata, estoy cursando un taller de escritura con la autora Susana Szwarc. Narradora y poeta. Trabajamos poema a poema, verso por verso, palabra a palabra, la puntuación y el ritmo de cada poema. Le envío el poema vía email y ella ya lo tiene analizado con ideas. Va tomando notas para que lo siga trabajando luego porque me las envía por WhatsApp. En fin, el trabajo es muy personalizado, a fondo, en profundidad y detallado. Nada queda librado al azar ni nada es descuidado. Sugiere lecturas y estimula la escritura. Hace poco que lo he comenzado de modo que esto es lo que pudo decir.

La que referí podría decir que fue mi historia con los talleres de escritura. El saldo es ampliamente positivo. Todos dejaron una marca fuerte en mi vida. Esto es: soy un convencido de que los talleres de escritura son importantes en el aprendizaje del oficio de escritor (pero no imprescindibles ni obligatorios). A mi juicio indudablemente si están coordinados por profesionales idóneos acompañan, motivan, aceleran procesos de aprendizaje. Brindan recursos, saberes, competencias, herramientas, orientan lecturas, rectifican caminos erróneos. Y enseñan a aprender a leerse (aprender a leer críticamente nuestra propia escritura quiero decir), aprender a corregir, debatir sobre las lecturas realizadas, debatir sobre los textos ajenos, despertar a la creación mediante estimulantes disparadores resulta primordial. Se trató en mi caso en la mayoría de los casos de espacios antiinstitucionales, motivo por el cual se trabajó con mayor libertad aún, sin ajustarse a programas o planes de estudio.

A partir de 1998 yo mismo fundé mi propio taller, Mediar, y coordiné clases en forma particular. También en instituciones universitarias, individuales o grupales, en que concentré mi actividad en el área de didáctica de la escritura creativa. Lo hice hasta 2008.

En estas palabras evocaría a mis seis maestros y maestras, resumiría y describiría mis aprendizajes con ellos, procuraría ser justo con lo que me brindaron, señalaría sus aportes, habiendo trabajado con géneros literarios distintos y habiendo mantenido vínculos diferentes con cada uno o una. Habiéndome dejado todos una herencia singular. También los tengo presentes cuando estoy corrigiendo un texto. En especial a Gabriel Báñez. Me lo imagino implacable, como era él en la corrección, tachando adjetivos y frases nominales, acortando largos períodos de frase, quitando adjetivos que ya están implícitos en los sustantivos. Con la mirada alerta a una hipótesis de texto lo más limpio posible. Y en este adiós a Gabriel, paradójicamente, es cuando de modo más potente percibo su legado, su audacia que ahora es la mía, aprendida de su figura capital. Y es la del resto de mis maestros. Maestros de la temeridad. Los leo o releo a todos ellos, sigo en una conversación infinita que ata las palabras habladas con las palabras plasmadas en los libros.

Cuando digo “maestros de la temeridad” también pienso en esas frase tan honesta para este oficio que pronunció Susan Sontag: “Si un escritor sabe algo y no lo dice, está mintiendo”. Esto es: si un escritor comprende, llega a una conclusión, a una cierta clase de certeza y no se pronuncia públicamente acerca de ella, ello equivale a transgredir la sinceridad y la verdad. Esto es: la ética.

Con los maestros de escritura uno prosigue dialogando. Porque ve sus nuevos libros publicados. O porque relee los que habían publicado. Dialoga con sus propios textos. Evoca escenas. Evoca textos en ellos escritos. Y se va configurando un potente respaldo. Un respaldo que nos afianza, que nos mantiene fuertes en tiempos oscuros. Esperanzados. Y que nos permite pensar que podemos llegar a ser escritores que también publiquemos libros como ellos lo han hecho. En mi caso así ha sucedido, sin ser exitoso o haber accedido a la celebridad, sí he ganado algunos premios (lo que no resultaba concebible antes, gracias a la insistencia de Gabriel Báñez en que me presentara). Y también de tanto en tanto nos ponemos en contacto. Yo suelo escribir sobre ellos. Como ahora. Como en este preciso momento. En que los evoco. Y todo queda no clausurado, sino en suspenso.

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