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Luis Zapata y la normalización de la diferencia (Parte II)

Luis Zapata y la normalización de la diferencia (Parte I)


Los años ochenta se perfilan en el cine mexicano con la entrada en escena del director Jaime Humberto Hermosillo y su comedia gay Doña Herlinda y su hijo (1985), donde Alva, la protagonista de Los postulados del buen golpista, tendrá un pequeño papel; con lo cual se acelerará su peregrinaje por Roma, Los Ángeles y Nueva York. “Como las grandes stars, paso seis meses en México, donde me va de perlas, y seis meses en Roma, donde también me siento a todo dar”, concluirá al final del texto, para abrir nuevos espacios a la confidencia y al divertimento.

Siete noches junto al mar (1999) combina las voces articuladas separadamente por Zapata en sus textos anteriores, mediante las revelaciones amorosas que hacen Lucía, Fernando, Iván y Nidia frente a las playas de Acapulco. Testigos o protagonistas de encuentros y desencuentros fortuitos a lo largo de la geografía mexicana, estos cuatro amigos intervienen el espacio testimonial, propio o prestado, para activar, gozosa y desenvueltamente, un espectro amplio de imágenes, donde el yo se abre a la exploración de seres cuya historia quedará adscrita a la inventiva del grupo.

Dialogando y monologando, ellos recordarán su lugar en el anecdotario de cada uno, urdiendo un apretado tejido puesto a imbricar personajes muy diversos, pero unidos por su capacidad para seducir o dejarse seducir. Ello, logrado siempre por el autor con gracia e ingenio, para desdramatizar el caudal de relaciones surgidas del devenir existencial, es decir, la vida que Carlitos, actor en una de las representaciones, compara con un taza de café: “a veces dulce, a veces simplona, a veces excitante y otras veces nada más oscura”.

Bajo esta premisa, los protagonistas se abocan a la autorreferencialidad, característica de la novela rosa, creando un mundo aparte donde la representación se halla firmemente enclavada en el kitsch. Recetas extraídas de revistas como La mujer de hoy y Vanidades, encuentros con personajes oscuros provenientes de las mafias y el narco, deslices eróticos entre ejecutivos, artistas, vividores o chavitos sin oficio ni beneficio, fiestas disparatadas yendo del high al low, enmarcan sus andanzas entre la avidez y el desperdicio. Esto, llevados los personajes por la fantasía propia de aquel género, mediante el cual todo es posible de obtener sin temor a los castigos ni a las consecuencias de los propios actos.

“Es que así es uno, ¿verdad? Mientras las cosas no te hacen daño, te atascas de lo que sea”, reconoce Lucía, en una pausa para la reflexión y el cálculo, inmediatamente borrada bajo la avalancha de nuevos episodios, aderezados por la teatralidad del camp, en el tránsito hacia ninguna parte. De hecho, es esta capacidad para la farsa y el vagabundeo lo más atrayente del abanico de caracteres en las novelas de Luis Zapata, apartándose siempre de la normalidad y lo establecido, a fin de escribir su versión de México y atrapar, a quien se ubica del otro lado del texto, con la soltura de su estilo.

“Hay muchas maneras de captar el interés del lector; en lo personal, lo que más me seduce es el estilo: eso me dice si un autor me está destinado”, observa el escritor, cuya transparencia, igualmente distintiva del género rosa, elude la complejidad psicológica en aras de una espontaneidad donde no se juzga ni se toma partido alguno. Se busca más bien aquí, dejar que los interlocutores se expresen al margen de principios y premeditaciones, pero con una vuelta de tuerca, es decir, la exposición y denuncia de los mecanismos de poder, que limitan la libertad de acción de quienes no responden a los roles asignados.

La fidelidad de Luis Zapata a escenarios poco elaborados en apariencia, le permite desentrañar sin ambages las particularidades del ser mexicano y privilegiar, mediante cada nueva entrega, la imagen del pícaro, desde lo masculino y lo femenino, con una profundidad semántica proveniente, justamente, de su figurada liviandad. De este modo, estetas y bon vivants, como los actores de Siete noches junto al mar, desmantelan mitos y conductas preconcebidas desasiéndose de las construcciones culturales que dicta la normativa. Ello, para lanzarse a ensayar nuevas vías de conducta, con una fruición dable de superar todo tipo de barreras ideológicas, sociales y sexuales.

Consecuentemente, no se privilegian búsquedas a priori del yo, más allá de lo que la memoria determina para relatar las peripecias contadas por cada uno. Y la acción de consignarlas en la cuartilla, resulta ser entonces el único camino posible para desembarazarse de ellas o, quizás, embarazar a quienes, hipócritamente, disfrutan llevándolas a cabo, pero anteponen una mampara de probidad, respetabilidad y conformidad, para adherirse al status quo, a fin de beneficiarse de sus favores y prebendas.

Esto es lo que ciertamente desea Armando en La historia de siempre (2007), cuando el aburrimiento y el cansancio le llevan a ser infiel a su pareja, buscando novedad y diversidad en encuentros esporádicos donde ensaya las dotes de seductor amortiguadas por la costumbre. Como la heroína de Flaubert, con quien Zapata lo compara, Armando se ve imposibilitado para comunicarse abiertamente; por eso el tedio y la sospecha se instalan empañando la placidez de la relación. Si bien el drama, como es característico en la novelística de este autor, no llegará a sus últimas consecuencias; solo en apariencia, desde las referencias al melodrama y la comedia romántica del cine mexicano. El primero, tal cual indica el también autor mexicano Carlos Monsiváis, “como escuela de la resignación y catecismo de la vida social”, y la segunda, “como mecanismo para exorcizar la fatalidad a golpes de humorismo blanco”.

Armando sopesará ambas variables, mientras acumula cuerpos en su haber, decantándose por el exceso sentimental, al volver al redil y a la comodidad de esa cotidianeidad que le brinda seguridad y controla sus escapadas. Esto es así pues, en el fondo, lo que más teme es perder su lugar de siempre junto a Bernardo, de quien, sin embargo, nada sabremos. Zapata nos hurta la otra mitad del discurso, y al centrarse en las necesidades de Armando únicamente, el yo de aquel habla desde la voz de quien miente y engaña solamente, con lo cual nuestra comprensión del todo sentimental será siempre parcial y estará supeditada a los vaivenes amorosos del victimario. De hecho, también el lector será víctima de un doble juego, el del protagonista y el del autor, pues tampoco estará seguro de si la infidelidad de Armando fue real o simulada: “No ignoramos que siente un gran cariño hacia Bernardo; que no hace lo que no le gustaría que le hicieran y que es un poco miedoso: no solo teme la posibilidad de contraer una enfermedad grave si se entrega a una vida sexual variada e intensa; también le aterraría que Bernardo se llegara a enterar de sus infidelidades y tener que terminar con él: ya ves, lector, lo nervioso que se puso cuando anduvo con Fabio y pretendió irse con él a su país de origen”.

Al dirigirse directamente a nosotros, Zapata nos incorpora a la trama erótica que ha ido tejiendo a lo largo de la narración, para enfrentarnos a nuestras propias aprensiones, artimañas y dobleces a fin de destapar nuestras debilidades, dejándonos expuestos y a la intemperie. El uso de las notas al pie de página, como enmiendas al texto por parte del “capturista”, igualmente invoca al lector, haciéndole partícipe de un discurso paralelo donde el escritor desarrolla su teoría psicoanalítica, acerca de las necesidades del protagonista y sus paralelismos con las del narrador. Esto dinamiza los contenidos de la red significativa, estableciendo una equivalencia semántica que resalta la ambigüedad lingüística y sexual, a fin de unificar en un todo lo masculino y lo femenino, el cuerpo personal y el del otro. “Su ambigüedad radicaría en algo que esquemáticamente podría llamarse contradicciones internas”, formula consecuentemente el narrador, a propósito del encantamiento de Armando por un joven con quien Bernardo pareciera compararse desfavorablemente.

La obsesión por equiparar, cotejar, contrastar, de quien moviliza la historia, tiene como objetivo probar y probarse, para refrendar que su pareja de los últimos ocho años es la mejor opción pues, ultimadamente, esta es una novela de apología a las relaciones estables. Unas relaciones, dables de superar el amplio abanico de “contradicciones internas”, puestas por momentos a superar al yo, pero a las cuales este se aferra a fin de conservar lo suyo, es decir, la seguridad que le brinda la construcción afectiva levantada, piedra a piedra, a lo largo del tiempo de convivencia con su amante. “Y, en resumen, puede decirse que, como en los cuentos, vivieron, viven felices, si de eso se trata”, concluye aquí el narrador, dejando Luis Zapata al encanto de la fantasía el acontecer posterior a la reconciliación, en aras de preservar lo compartido, y ocultar ese malestar latente de Armando producto de las objeciones hacia su existencia con Bernardo.

“Más de una vez lo he pensado, más de una vez lo he dicho: siempre es bueno sentir cierta insatisfacción; quedarse, como si dijéramos, con algo de hambre ante la vida”, registra igualmente el autor, revalidando así esa resignación y humorismo blanco, propios de sus películas favoritas, que trasvasa a la obra literaria, con elegancia y buen tino, sin doblegarse a las presiones externas ni apartarse de su pionera militancia a favor de la normalización de la diferencia.

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