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Luis Federico Leloir: un Nobel en lo cotidiano

Cuando Hortensia Aguirre de Leloir dio a luz a su hijo Luis Federico en París el 6 de septiembre de 1906, seguramente no se imaginaba que ese niño daría un impulso insospechado a la ciencia argentina. El matrimonio Leloir había viajado a Francia donde el esposo Federico debía ser sometido a una seria operación. Federico Leloir falleció una semana antes del nacimiento de su hijo Luis. La señora Aguirre de Leloir decidió permanecer en Francia dos años más, hasta 1908, y recién entonces retornó a Argentina.

Posteriormente, Luis Federico se nacionalizó argentino, se recibió de médico en 1932 y en 1933 conoció al doctor Bernardo A. Houssay. Ese encuentro fue providencial, pues Houssay, quien luego recibiera el Premio Nobel de Fisiología y Medicina (1947), tuvo una importante influencia en su formación y le transmitió su entusiasmo por la investigación científica. Como su maestro, Leloir recibió también el premio Nobel, pero de Química, en 1970, por sus trabajos sobre el metabolismo de los hidratos de carbono.

Lo que más se conoce de Leloir es su faceta científica, principalmente a través de sus publicaciones y conferencias. Pero muy poco de lo que creo es su mayor virtud: su lado humano, el que tuve oportunidad de apreciar cuando trabajé durante cinco años en el Instituto de Investigaciones Bioquímicas “Fundación Campomar” (hoy Fundación Instituto Leloir) que él dirigía en Buenos Aires.

Yo había llegado a Buenos Aires en 1966, como becario de la Universidad Nacional de Tucumán, institución donde me había graduado de médico, y había comenzado a hacer investigación científica en su Instituto de Química Biológica de la Facultad de Bioquímica. Durante esa época este Instituto estaba dirigido por el doctor José Manuel Olavarría y Porrúa, quien había trabajado anteriormente en la Fundación Campomar, lo que facilitó mi posterior trabajo en esta institución.

El “dire”

El doctor Leloir o el “dire” -como lo llamábamos en el laboratorio- tenía una proverbial modestia. A pesar de provenir de una familia de la llamada “alta sociedad argentina” trabajaba en un ambiente de gran sencillez. Su asiento de trabajo era una alta silla de paja a la que, para darle un poco de solidez, la tenía asegurada con trozos de piolines. El día que cobró notoriedad internacional por la obtención del Nobel y los fotógrafos de todo el mundo invadieron el Instituto con el fin de retratarlo, no salían de su asombro cuando vieron su asiento tan precario; entonces, no dudaron en apuntar sus cámaras a la que fue, creo, una de las sillas más fotografiadas de la historia. Esa particular modestia también se reflejaba de otras maneras: todavía recuerdo cuando una de sus colaboradoras me contó que, en ocasiones, Leloir le preguntaba a la mañana, “Dígame, Clarita, ¿qué es lo que usted no tiene ganas de hacer hoy?” Ella le respondía, por ejemplo: “Mire, ‘dire’, hoy tengo más de 200 tubos con reactivos que debo leer en el espectrofotómetro y realmente no tengo ganas ni energía para hacerlo”, a lo que Leloir replicaba: “No se preocupe, yo se los leo.”

La modestia de Leloir, unida a una natural timidez, hacía pensar en una cierta falta de calidez humana. Puedo atestiguar que eso no era cierto. En una oportunidad me preguntó cómo me estaba arreglando con la beca que tenía de la UNT. Le dije que no muy bien, ya que apenas nos alcanzaba para cubrir las necesidades más elementales. No dijo nada más, pero días más tarde, me preguntó si mi esposa, Silvia Inés Sallenave, quería ser su secretaria personal. Silvia Inés, a pesar de ser graduada de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT, aceptó encantada y disfrutó enormemente de su trabajo al lado de una personalidad tan extraordinaria.

El Nobel de Química

Era obvio que todos los que trabajábamos en la Fundación Campomar teníamos grandes expectativas ante la posibilidad que se le concediera el Nobel. Nuestro deseo se cumplió cuando se anunció que el “dire” había recibido el Nobel de Química correspondiente al año 1970. Este galardón lo obtuvo como reconocimiento a su carrera científica y a sus aportes al estudio de la hipertensión arterial, a la oxidación de los ácidos grasos y fundamentalmente a sus estudios sobre el metabolismo de los hidratos de carbono y al descubrimiento de los nucleótidos azúcares, sustancias indispensables en ese metabolismo.

En tan magno acto, Leloir dio una vez más muestras de su modestia al expresar allí: “Quienes en realidad merecen el premio son mis colaboradores: Carlos Cardini, Ranwel Caputto, Alejandro Paladini y Raúl Trucco, más el grupo de investigadores del Instituto, integrado por 33 personas. A ellos debo yo este premio. No es por mérito propio, ya que represento solo la centésima parte de las tareas de investigación. Soy nada más que el representante”.

La notoriedad alcanzada por Leloir, luego de recibir tamaña distinción, lo obligó a conceder numerosas entrevistas a diarios y revistas nacionales y extranjeros.

Un día vino a verme a mi laboratorio para comentarme una duda que tenía sobre el cuestionario de una revista. “Me preguntan qué haría si encuentro -me dijo- a un niño perdido en la calle. Y no sé qué contestar”. “Sencillo, ‘dire’”, le contesté. “Dígales simplemente que le daría una guía Peuser” (en ese entonces, aquella guía de la ciudad de Buenos Aires era muy popular). Nunca imaginé que esa frase espontánea, simple y con una pizca de humor, le serviría como respuesta. Grande fue mi sorpresa cuando salió la revista y en su reportaje figuraba la expresión que yo le había sugerido.

El final

¿Cómo transitó el doctor Luis Federico Leloir su último día? Corría el 2 de diciembre de 1987, en la capital de la Argentina; el día tenía más de estío que de la primavera austral que se iba destiñendo. Sofocado por la humedad ambiente, un hombre enjuto de 81 años se encamina a su hogar, luego de desandar otra jornada. Luis Federico Leloir está satisfecho; sabe que cumplió con el deber cotidiano de investigar en su laboratorio. Como siempre, al finalizar su tarea dejó anotados en un bloc de hojas amarillentas las actividades del día siguiente. Ahora, su único interés es llegar rápido a ampararse en su entrañable morada; apura sus pasos en el trayecto que recorre por última vez. Ya en su casa y mientras se adentraba en la letanía de la hora crepuscular, su vida se fue apagando casi imperceptiblemente… ¿Acaso iba a cambiar en su postrer suspiro? Hasta en eso fue consecuente.

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