En esa película (Nostalgia) yo quería hablar
de la forma rusa de la nostalgia,
de ese estado anímico tan típico
de nuestra nación.
Andrei Tarkovski
Desde adolescente coleccionaba libros. En los sesenta, cuando ya tenía familia, perseguido por los peronistas, tuvo que huir. Antes de partir con su esposa e hija, cavó un pozo profundo en el fondo, entre los árboles, y sacó algunos libros de la biblioteca. Los miró con detenimiento, como si quisiera guardar en ese instante la acumulación de las lecturas: las marcas, las páginas señaladas, el color de las hojas viejas. Luego alzó la pala y empezó a echar tierra como si fuera su propia tumba, en el cementerio. El acto no era menor. Estaba enterrando su pasado.
Los militantes peronistas que lo perseguían no eran lectores. Su temor no estaba asociado a la pérdida de los libros sino a que lo ajusticiaran por vendepatria. Ellos no se habían detenido a pensar si la patria existía o si era sólo una entelequia absurda. A pesar de eso, lo querían matar.
Después de haber eliminado de la vista los fáciles artefactos peligrosos, mi abuelo y su familia se subieron a una camioneta y partieron rumbo a Salta.
Treinta años después, mi abuelo está tirado en la cama, con el Parkinson comiéndole los huesos. La luz azul de la mañana roza el vidrio transparente. Me quedo parado al lado de la puerta sin que él advierta mi presencia. Lo escucho respirar. Sólo necesito saber si hay algo que pueda descubrir en ese instante. Me fijo en sus gestos, en su manera de mirar la ventana, en el silencio que sigue a cada pulso de la respiración.
Nunca le pregunté por el periplo de los libros viejos. En el cajón de manzanas, no hay ningún libro de Trotsky o de Lenin. Quedan novelas de Dostoievski, Tolstoi y otros rusos infatigables y melancólicos.
¿Qué habrá hecho la tierra con esos rusos? ¿Qué habrá hecho la herida de los rusos con mi abuelo?
En el cajón de manzanas están los últimos, cubiertos de polvo.
Son los sobrevivientes.
Photo Credits: Ben Seidelman ©