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adrian ferrero
Photo by: Ace Armstrong ©

Los profesionales del chisme: cuestión de principios

En el presente artículo me propongo trazar algunas notas, para nada exhaustivas, con el propósito de reflexionar juntos acerca de la índole de algunos fenómenos mediáticos y virtuales que han cundido en Argentina (aunque por cierto se remontan a varias décadas atrás tanto gráficas cuanto radiales) y constituyen una tendencia mundializada.

El periodista, filósofo, guionista de cine y escritor argentino José Pablo Feinmann, hacia los años ‘90 (primero en sendos artículos periodísticos aparecidos en el matutino Página/12, luego reunidos en volumen) narraba una anécdota a partir de la cual, mediante una suerte de insight, se le había revelado una idea fecunda. Dicha idea, formulada bajo una suerte de dicotomía, venía a delimitar una constelación de sentidos. Evoquemos la escena: Feinmann se halla, ante un quiosco de diarios y revistas de Buenos Aires; observa casi al descuido, casualmente me atrevería a decir, un titular que reza que se había identificado a una figura femenina del espectáculo entablando algún tipo de relación (presumiblemente sentimental) con “un ignoto”. Es a partir de ese adjetivo sustantivado, “el ignoto” o “un ignoto”, cuando Feinmann lee e inmediatamente infiere de ese titular una nueva distinción de los ciudadanos o de los miembros de una comunidad. Un “ignoto” es una entidad, forma parte de una tipología. Alguien, en principio, invisible, por no decir intrascendente, porque de otro modo, en cambio, se vería beneficiado con “la mirada legitimadora de los otros”. Simultáneamente, su correlato hiperbólico, su opuesto comunicante, en este caso, reenvía a la otra palabra del par: la “famosa”, es decir, quien está investido/a de la celebridad. A partir de allí Feinmann traza un análisis deslumbrante de cómo las sociedades neoliberales, la nuevas tendencias socioculturales, organizadas según una metralla permanente y poderosa de mensajes mediáticos (televisivos, gráficos, radiales, ahora eminentemente de circulación virtual) se han organizado según un patrón maniqueo donde, según cierta clave, podemos asistir a otras formas de inclusión y exclusión, ligadas a la espectacularización de la vida, a la farandulización de los contextos, como formas de otorgamiento de identidad social.

Ahora bien: ¿qué significa ser famoso? Según Feinmann, se trata de un atributo que consiste, ante todo, en ser mirado, observado por un público, por fans, por seguidoras o seguidores, por periodistas y por cámaras, por focos y luces, por la televisión y las grabaciones o llamados de las radios, por ser visualizados y reproducidos incansablemente en las redes (en estos tiempos). Por ser, en definitiva, acosado y, en un punto, perseguido por los medios en una suerte de “cacería” promovida motu propio, esto es, elegida y hasta deseada por sus propios blancos, o bien por sus promotores, agentes de prensa o asesores de imagen. Lo que él denomina “farandulización”, esto es, un tipo de cultura social, un sistema de expectativas culturales de socialización, fundados en el acceso y el deseo (pero también la necesidad, como veremos) de ser visto, de ser alcanzado, de “ponerse en contacto directo con” y la cultura de la espectacularización irrumpe como forma legitimadora en todos los textos y los contextos. Ello se vuelve un paradigma hegemónico de la relación entre una star y su público. Recordemos las masas de jovencitas en un estado de euforia incontenible de ovación al contemplar los movimientos de los Beatles. Esas imágenes inolvidables denotan un clima de época por dentro del cual el espectáculo es sinónimo de persecución. Pero también de devoción. Como si los íconos investidos de este poder de seguimiento, poseyeran atributos que los vuelven objetos de pasión más descontrolada, en el terreno físico, mediático o virtual de sus seguidos o, también, si acceden a escenas registradas legítima o ilegítimamente. Ellas tienden a ser compartidas en cantidades incalculables e inmanejables.

¿Cuál sería el motor que lleva a encender la mecha de la fama? Está claro: el lucro y la promoción, también el componente sexual, pero no siempre poniendo el acento en el desempeño profesional probo, en un don o un talento, sino en aquello que lo circunda como un aura: su costado frívolo, la exhibición o el exhibicionismo, su dimensión más patética. No es extraño, entonces, que quienes sucumban a estas prácticas sean no artistas profesionales, de constatable trayectoria, sino improvisados u oportunistas. Se trata de personas que piensan en la fama como un a priori anhelado más que como un premio ulterior a su trabajo producto del estudio, la formación y una vida artística consagrada a un ejercicio destacado. En el otro margen, están los artistas, de todas las vertientes, de perfil bajo, que aspiran a sustraerse a la fama, a permanecer por fuera de la exposición. Pero hay una tendencia que se organiza bajo la forma de un goce, más o menos consciente, de ser digno del cortejo de la prensa, de la difusión mediática y digital, del acoso de la vida privada que, por lo general, se muestra como necesidad urgente. La intrusión ya no en el ámbito laboral sino en el seno de la intimidad, sin padecerla, sino sacando rédito de ella. En estos casos la lógica es inversa a la natural: se busca la fama primero y luego el (supuesto) talento. Es decir, se invierte la lógica del reconocimiento social. Se investiría al sujeto primero de su celebridad. A decir verdad es lo que siempre distinguí dentro de lo que para mí debe ser la vida profesional de un artista: una trayectoria, producto del reconocimiento (también de sus pares) de consagrarse de modo idóneo o sobresaliente a su oficio. O bien ser un improvisado, un recién llegado que conquista cartel, de modo endeble, sin perfeccionamiento ni preparación alguna.

A partir de este panorama consternador (al menos a mi juicio) emergen algunas preguntas que me parece importante comenzar a formularnos. Ser visto, ser acosado o incluso perseguido y amenazado (recuérdese la trágica muerte de Lady Diana en una persecución por una autopista por periodistas y fotógrafos de la “prensa del corazón”) otorga la entidad y la gravitación social (de acceso a lo laboral, de vigencia o caducidad en la exposición, de status económico e incluso patrimonial). En definitiva, se trata de existir de un cierto modo en el mundo y en la sociedad que separa claramente dos tipos o clases de individuos, no necesariamente por su acceso a capitales o propiedades materiales, sino por el perfil que cultivan frente a los medios, el universo virtual que los multiplica o la gente con la que se codean, el perfil que le imprimen a sus estilos de vida (más o menos sobrio, más o menos escandaloso, más o menos masivo). Así, a partir de un efecto óptico o auditivo, en contextos mediáticos o virtuales de diversa procedencia que articula representaciones sociales acerca de estos sujetos (varones o mujeres) bajo muchas facetas simultáneas. Se produce así un constructo claramente ficcional, afianzado por figuraciones y autofiguraciones narrativas, que a su vez contribuyen a conformar rasgos identitarios de orden dinámico. Porque alguien puede caer en desgracia tanto como promover su carrera de manera triunfal. O cometer una falta que lo denigre al punto de quedar desacreditado. Me referiré brevemente al modo en que estos “relatos de la fama” dan cuenta de los capítulos de una carrera artística, así como pasaré a historiar muy brevemente algunos de sus antecedentes en Argentina.

Las primeras tendencias de representaciones culturales ligadas a chimentos o chismes derivan -como es sabido- de publicaciones gráficas que datan de la explosión de la industria cultural, en especial del showbusiness (radioteatro, radionovela y más tarde cine y TV, luego el universo virtual, con acento en el género folletín y el melodrama, pero siempre adoptando la forma de shock sensorial) en nuestro país hacia la década del ‘20 y hasta el ‘50, cuando la expansión editorial, teatral, radial, cinematográfica experimenta uno de sus momentos de apogeo acompañada de una franja de un público amplio, alfabetizada por una escuela pública sólida, competente, simbólicamente eficaz, que no rivalizaba salvo con la deserción producto de la indigencia económica o en el en caso de que algún hijo o hija debiera hacerse cargo de un oficio heredado (taller, fábrica, empresa, etc.). Se trataba de un alumnado amplio que se diplomaba.

En este sentido, los actuales programas de chismes, no sólo oriundos de nuestro país (en ocasiones formatos que han sido importados), con los debidos matices que supone el lenguaje gráfico la radio, televisivo o la multiplicación virtual, donde la palabra ya no es leída sino escuchada o acompañada de imágenes en ocasiones trucadas, son un derivado, en los nuevos tiempos, de algo que existió siempre. Hablar de las vidas ajenas fue pasatiempo o deporte de muchos, preciso es decirlo, desde tiempos inmemoriales. El problema se agudiza cuando lo mediático y lo virtual intervienen como una intensa maquinaria de reproducir relatos o bien representaciones visuales, en la mayoría de los casos, de naturaleza mitómana. Asociada a la condición humana: la morbosa. Una cadena de versiones, cuya diseminación, produce un alto impacto en los receptores así como una distorsión de informaciones. Dicho impacto ratifica una aparente “verdad” que se califica de incontestable (en ocasiones lo es), en virtud de la credibilidad prodigiosa o sobrenatural que la televisión o el universo digital adoptan, como un credo inobjetable e incontestable. Por otro lado, existe compulsión inmanejable de muchas personas por denigrar a sus semejantes. De, con malicia hiriente, desprestigiarlos. Esa suerte de hipnotismo crédulo legitima ciertos enunciados que en otros contextos (la vereda con una silla en un pueblo, un pasillo del trabajo, un negocio, un club, un corrillo de segunda cateogría) serían tan sólo deslizados al pasar, pero no generalizados. En los medios gráficos, luego desplazado al universo audiovisual y virtual, ocurrió algo parecido. Persiguiendo ser capturados por las cámaras o las automáticas, los famosos lograron que las publicaciones (llegado el caso producto de filmaciones tan comunes de celulares, entre otros recursos) se volvieran el centro de los artículos o filmaciones, que suplantaran, si no desplazaran, en muchos casos a comentarios políticos, culturales e incluso deportivos. En el contexto virtual las cosas se han agravado. Muchos fans “cazadores de imágenes” logran tomar videos que suben a las redes indiscriminadamente, lo que produce, si se trata de momentos indeseables, un intenso bienestar por curiosidad en el público indiscreto y un profundo malestar en las personas afectadas en su vida privada. En otros casos se echan a rodar versiones no confirmadas acerca de las personas (públicas o anónimas) para, de modo lesivo, afectarlas negativamente. Se comparten publicaciones ocasionales que no perseguían otro propósito más que el expresivo de una noticia personal acerca de un capítulo reciente penoso de su vida que hacen público para desmentir o anunciar. Existen también las campañas de desprestigio en contra de ciertas personas o personalidades con motivo de que adhieran o no a ideologías políticas o bien espacios artísticos. A ideas que pueden ser de naturaleza disidente respecto de alguien o un grupo de personas. De rivalidades o enemistades. Así, se las aspira a desacreditar de múltiples maneras. A provocar, naturalmente, un boicot.

Chisme, rumor, trascendido: palabras pertenecientes a un campo semántico no idéntico pero sí afín, con un aire de familia: el secreto, lo escandaloso, lo subrepticio, lo supuestamente oculto pero jamás confirmado. Un saber que se maneja por detrás de las sombras sobre alguien o un colectivo y que vuelve a quien lo detenta, un sujeto dotado de un poder, capaz de utilizar como un arma letal, como un aguijón o bien como una buena nueva para él y otros. El chisme suele resultar lesivo, el rumor aparentemente puede adoptar las dos modalidades, la de buena nueva o la de la infamia. El trascendido, vinculado a ambos, es solidario de la idea de una información no debidamente constatada, pero que ya se ha echado a rodar, de modo que gozaría de cierto crédito. Gordon W. Allport y Leo Postman, profesores titulares de Harvard University (EE.UU.) en su clásico libro Psicología del rumor caracterizan a este fenómeno propio de la propagación infamante o que inviste a un sujeto o grupo de propiedades virtuosas, con dos rasgos: “la información o la anécdota que se refiere y se divulga debe revestir algún grado de importancia, tanto para el que lo transmite como para el que lo escucha; luego, los hechos deben estar revestidos de cierta ambigüedad. Esta ambigüedad (…) puede estar inducida por la ausencia o parquedad de noticias, por su naturaleza contradictoria, por desconfianza hacia ellas o por tensiones emocionales que tornan al individuo incapaz de aceptar los hechos revelados en las noticias oficiales o reacio a ellas”. Como puede apreciarse, subrayan con énfasis la distorsión inevitable que la propagación de un rumor genera por inflación, deformación o, por supuesto, malicia o maldad. Aquí es cuando, también, ética pública y privada se cruzan con lo informativo que se dispersa. Hay datos que aún no están confirmados públicamente pero se difunden. O si lo están pueden ser también producto de su manipulación táctica.

La chismografía mediática y virtual ha dado lugar a un formato, por ejemplo en la TV, bastante recurrente, barato en lo que hace a costos de producción en Argentina al menos, para nada arriesgado a nivel de capitales (livings de cartón pintado, paneles o tacañas escenografías) donde se celebran aquelarres más o menos dirigidos por conductores y columnistas fijos, sin competencia más que la de conducir una programación sin demasiadas exigencias, que con artilugios apelan a la forma certera de la primicia y la promesa de una visita de una figura mediática que está por llegar “de modo inminente” a los estudios. O bien con la que están a punto de mantener una comunicación (telefónica, o virtual). Circunstancia que genera tanto expectativa como ansiedad curiosa. Ello produce un impacto efectista. Su dinámica adopta en parte la de un panel, parodiando el ámbito jurídico, que interroga y saca conclusiones en torno de las “declaraciones”, in situ o recogidas por una fuente, de o sobre estos invitados. Predomina el discurso informativo y denotativo. La entrevista pública también da sus resultados. Hay testigos, hay grabaciones, hay polémicas, hay réplicas y contraréplicas de amores o ex parejas despechadas que protestan o amenazan con iniciar medidas legales, cuando no pasar directamente a los puños. Hay multiplicación de la escena por redes. En ocasiones, no obstante, aparentes testigos formulan declaraciones en torno de episodios a los que dicen haber asistido y ello produce una cuota de suspense en la audiencia que imparte un “efecto de realidad”, en términos de Roland Barthes.

A la par del efecto semiótico de estos formatos sobre las audiencias, se va configurando una suerte de “opinión pública” acerca de un sujet, de una pareja o de un colectivo de sujetos. Esa opinión no necesariamente debe ser buena o mala, favorable o desfavorable. Tiende a construir una reputación y un tipo de perfil, alto o bajo. El anonimato, pasar al anonimato, para un famoso, siempre es la “escena temida”, su condena, su fosa. Si no es consentido, puede sumir a la figura o estrella en un lento y degradante (para él o ella) deterioro porque sus posibilidades laborales y de figuración o aparición serán decrecientes y, en términos generales, será menos convocada para oportunidades profesionales. O bien confinado en un lugar secundario en un elenco artístico. La visibilidad óptima, el impacto positivo, se sustancia en réditos fuertemente económicos así como en beneficios que redundarán en el futuro destino del afectado.

Recapitulo ahora algunas hipótesis. Todos estos fenómenos que vengo describiendo, naturalizan un tipo de acceso a la vida artística que no encuentra su fundamento en méritos profesionales sino en estrategias de construcción de imagen.

La autoridad que respalda a una celebrity, tiene más que ver con el cultivo de su apariencia, con los ámbitos que frecuenta, el tipo de personas con las que se rodea, entre otras variables. Todo ello, en el mejor de los casos, la inviste de la adoración de un público que deposita en ella su propio afán de figuración. Pero para que la autoridad sea eficaz, debe sustentarse en bases o premisas que son ya un protocolo estelar. El famoso actúa un guion, se somete a entrevistas (o las busca o exige) y construye una narrativa de sí mismo que termina por producir un efecto ficcional. Entre los fans, escasean los incrédulos. El público, ávido de emociones fuertes, contagiosas, propagadoras, las solicita. Entre la fabulación y el encanto, los artistas o seudoartistas, como prefiero llamarlos, construyen mediante autobiografemas (la expresión es de Sylvia Molloy), es decir, unidades ligadas a la identidad de naturaleza sémica propias del orden de lo autobiográfico, escenas cargadas de interés confesional y, en este caso, de contenido explosivo.

Paralelo a todo ello surge otro fenómeno: la tiranía absolutista del rating, que estigmatiza o catapulta a animadores/ras, contenidos, líneas argumentales, duración de los programas, las franjas horarias en que serán emitidos, según los favores de la teleplatea o, mejor dicho, según sus cuestionables mediciones. En lo relativo a la realidad virtual, también hay testeo en torno de figuras que protagonizan grabaciones que son subidas a la Internet o bien que se realizan en directo. Todo ello a resultas de ser rigurosamente medido en términos de interacción con Páginas, Websites, videos o la incorporación de nuevos seguidores a los ya existentes. El gran estigma tiene lugar con los desertores o la falta de popularidad.

Y en este contexto, surgen, precisamente con la entronización de los ricos y famosos, burdas y mostrencas imitaciones de paraísos estadounidenses como Beverly Hills o Hollywood (como hacia los años 1900 y 1940 lo habían sido algunos balnearios o barrios europeos), generando una cultura de la ostentación que los sitúa en un determinado status. Dicha cultura pretendía exhibir un paradigma identitario a través de los objetos que, como talismanes, otorgaban un indicio connotado positivamente acerca del capital social de quien lo portaba. Como decía de modo tan acertado José Pablo Feinmann, se trataba de mostrar al mundo, pruebas de lo que uno es: exitoso, adinerado, seductor, con sex appeal, gravitando sobre la estrella bajo la forma de una iluminación, como un foco de un estudio de grabación. El reconocimiento a un trabajo realizado sostenidamente y con seriedad resulta para el caso completamente aleatorio, definiendo la esencia artística de una cultura.

¿Acaso es inhumano, inmoral hablar del prójimo o pretender ser famoso? Diría que no, que es inevitable, acaso fatal, bajo ciertas condiciones. Hablamos de nosotros mismos, de los avatares de nuestros amigos, de nuestros antepasados. Nos gustaría que otros hablaran bien de nosotros. Pero en este caso particular, se trata de relatos de la fama que, sin haber sido debidamente constatados, circulan míticamente incluso por generaciones. En el orden de lo real, hay ciudades en las que la reputación de ciertas personas se entierra o se corona. El trabajo dañino con que ciertas personas ocupan su tiempo consiste en echar a rodar historias de modo mitómano o malicioso acerca de la vida de algunas personas para perjudicarlas. Fama, triunfo invicto o seducción puede ser sinónimo también de envidia. Y, por lo tanto, de habladuría vengativa. Es aquí, en los que mentira, verdad, ética y un principio de discreción, además de modales, entran a jugar en términos de lo que define la identidad de una persona. O degradándola a la categoría de chismosa crónica, pendiente de la vida del prójimo. O autora creativa con aportes interesantes a una comunidad. Atenta a su vida. La señalada distinción entre producir discurso a expensas de los avatares (positivos o negativos) de la alteridad termina por definir una ética definitiva. Cuestión de principios.


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