Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Alejandro Varderi

Los premios Oscar en el banquillo

Cuando parecía que los Oscars no podían caer más bajo, la ceremonia de este año ha demostrado que el fondo se halla mucho más lejos de lo imaginado. Ello, no solo por la inesperada actuación del nominado Will Smith abofeteando al presentador Chris Rock, sino por el absurdo performance del otro trío de presentadoras, por momentos disfrazadas de personajes extraídos de las películas y haciendo malos chistes hasta de la crisis del covid-19. Tras una apagada y mediocre ceremonia el pasado año, los organizadores querían probablemente volver con una noche más iconoclasta y atrevida; pero el ambiente de intolerancia dentro de un mundo cada vez más polarizado, convirtió tal intención en mueca, espejeando el alto grado de disfuncionalidad global donde nos hallamos sumergidos.

Si bien el elegante espectáculo de Beyoncé abriendo el show auguraba un cierto regreso a los elaborados números musicales del pasado, pronto se disiparon tales esperanzas, ante los falseados intentos de inclusividad, especialmente de la población de color, al escoger a cuatro afroamericanos entre los cinco presentadores, darle preponderancia al rap sobre otros estilos musicales y ambientar el homenaje a los desaparecidos con un coro evangelista al estilo de las iglesias bautistas de Harlem. Intentos que quedaron además truncados con la insólita muestra de violencia de Smith, que no hizo sino darle nuevos argumentos al racismo y dividir todavía más a la gente.

El triste momento de Liza Minnelli en silla de ruedas y con graves problemas cognoscitivos para anunciar la película ganadora, una sonriente Judy Dentch mostrando en primer plano el hueco donde debería haber tenido un implante, o el envejecido trío artífice de The Godfather capitaneado por un vacilante Francis Ford Coppola conmemorando el cincuentenario de su estreno, mostraron otro tipo de decadencia a todas vistas innecesario, pues no suma sino resta a las distinguidas carreras de estos artistas y a la ilusión de glamour de Hollywood. Todo ello al interior de una escenografía más propia de los premios MTV que de la Academia; si bien no es de extrañar, dado el poder actual de las plataformas del entretenimiento sobre los grandes estudios.

De hecho Coda fue ampliamente publicitada por su productora Apple TV +, logrando la estatuilla como mejor película por encima de la favorita The Power of the Dog, Oscar a la mejor dirección solamente, lo cual no había sucedido desde The Graduate (1968), pues es casi de rigor que dirección y película sean premiadas conjuntamente. Ello mostró la gran influencia de estas plataformas para publicitar agresivamente los films donde tienen intereses pese a que, a diferencia de los grandes estudios, carezcan de tradición y cultura cinematográfica, privilegiando lo comercial por encima de la calidad. En tal sentido, la película ganadora es una obra menor, dentro del estilo de producciones como Children of a Lesser God (1986) de Randa Haines, cuya principal protagonista, ganadora del Oscar como mejor actriz entonces, hizo el papel de madre sordomuda de la heroína. Aquí también el tema de la discapacitación centró un argumento sostenido por la apología a los valores familiares norteamericanos, sumamente devaluados dadas las enormes carencias emocionales existentes dentro de su núcleo, y el proceder cada vez más intransigente, xenófobo y homófobo de gran parte del país.

Sian Heder, directora novel con un solo largometraje en su haber, Tallulah (2016) producido por Netflix, representa a esta nueva camada de cineastas promovidos por las plataformas digitales. Aunque no fue nominada en la categoría de mejor dirección, obtuvo también el Oscar al mejor guion adaptado, en este remake de La Famille Bélier (2014) de Éric Lartigau, premiado a la par en Francia; otro film comercial igualmente apoyado en la manipulación emocional del espectador y el empoderamiento de los discapacitados. Coda, fluctuando entre la comedia y el melodrama, buscó repetir la proeza, proponiendo una serie de situaciones, en su mayoría trilladas y predecibles, pero que reconfortaron la dañada psiquis de un público sometido a tres años de pandemia, en un mundo desestabilizado por guerras y cataclismos de toda índole.

Un film que no hizo concesiones y se halla entre lo mejor que ha producido Hollywood en los últimos años ha sido The Power of the Dog de Jane Campion, Oscar a la mejor dirección y con 12 nominaciones en total. “Libra de la espada mi alma. Del poder del perro mi vida. Sálvame de la boca del león. Y líbrame de los cuernos de los búfalos”, apunta el Salmo anglicano que inspiró el título. “A las personas inmundas moralmente se las llama perros. La ley que Dios dio a Israel decía: ‘No debes introducir el alquiler de una ramera ni el precio de un perro (prostituto)’…. Se prohíbe la entrada en la Nueva Jerusalén a todos aquellos que, como los perros callejeros que se alimentan de despojos, practican cosas repugnantes, como la sodomía, el lesbianismo, la depravación y la crueldad”, prosigue el Book of Common Prayer.

El film de Campion pulverizó tales prejuicios, tejiendo un extraordinario fresco de emociones, sensaciones y reacciones construido como una gran sinfonía; y donde todos los instrumentos —guion, dirección, interpretación, cinematografía, banda sonora— se acoplaron al unísono para brindarle al espectador un espectáculo singular e inolvidable.

Basada en la novela de Thomas Savage del mismo nombre, la película captó detalladamente la esencia del texto, provocando una cercanía de ambos medios hasta establecer un diálogo constante. Cabe destacar aquí las excelentes actuaciones de Benedict Cumberbatch, como el solitario y violento cowboy temeroso de que se descubra su homosexualidad, nominado como mejor actor; Jesse Plemons, en el rol del hermano buscando mantener el equilibrio del rancho y del hermano, nominación al mejor actor secundario, Kodi Smit-McPhee, como el tentador y diabólico adolescente, nominado en la misma categoría, y Kirsten Dunst, en el papel de la inestable madre del muchacho, nominación a la mejor actriz secundaria. El perfecto trabajo en equipo le dio forma al intenso guion de Campion, nominado como mejor guion adaptado, manteniendo la tensión y la atención del espectador a lo largo del film.

Una impecable escenografía, centrada en las espectaculares tomas de los desolados y solitarios paisajes, enmarcó el desarrollo de caracteres viviendo en soledad sus respectivos dramas, e interactuando de la manera en que esas soledades se encuentran pero no logran construir una existencia en común, ya sean hermanos, amigos, amantes, padres o esposos. Aquí la maestría de Campion para crear situaciones límite donde lo erótico, lo cruel, lo desesperado y lo insospechado se combinan, se puso al servicio de la desmitificación del Western, rompiendo los estereotipos del modo como Brokeback Mountain (2005) de Ang Lee logró en su momento.

Belfast de Kenneth Branagh, Oscar al mejor guion original, resultó ser otro icónico film con muy poco reconocimiento en las premiaciones, pese a sus 7 nominaciones; si bien su impacto en esta coyuntura de terror global, desatado a unos niveles no vistos desde la Segunda Guerra Mundial, ya lo ha convertido en un clásico. Ello, dada la inteligencia y sensibilidad con la cual el realizador abordó otra largo y brutal conflicto: el de la lucha armada entre católicos y protestantes en Irlanda del Norte, espoleado por un nacionalismo a ultranza.

La película, sin embargo, no se sumergió obsesivamente en la conflagración, sino privilegió más bien la resiliencia de los grupos más vulnerables, las mujeres y los niños, siguiendo sus rutinas en medio de una cotidianeidad trasvasada por los odios y las cegueras causadas por los fanatismos. El cuidado blanco y negro de la fotografía y un ágil trabajo de cámara, que privilegió los planos de conjunto de las barricadas en las calles y las insensibles confrontaciones entre vecinos creciendo en los mismos vecindarios, se constituyeron en el escenario idóneo para acentuar el potente trabajo actoral de Caitriona Balfe —sorpresivamente sin nominación ninguna; aunque papeles muy flojos, como el de Penélope Cruz en Madres paralelas de Pedro Almodóvar fue reconocido con una nominación a mejor actriz. Judy Dench y Ciarán Hinds obtuvieron nominaciones en la categoría de mejor actriz y mejor actor secundario, respectivamente, interpretando a los abuelos de Buddy (Jude Hill), el perceptivo chiquillo a través de cuya mirada el espectador puede seguir el desarrollo de la diégesis.

Como alter ego del propio Branagh, el personaje de Buddy lo llevó a devolverse a sus propias memorias y recobrar las pequeñas historias de caracteres muy cercanos que, en su optimismo y valores inclusivos, desafiaron la manipulación de las voluntades y los odios de quienes buscaban sembrar el terror, espoleados por resentimientos, frustraciones y venganzas. Gallardía bajo presión, para seguir adelante en medio del caos, les permitió a los miembros de esta familia no desfallecer para poder proteger y protegerse. En sus palabras: “Cuando vives en alerta máxima, cuando tu familia y todos los que te rodean caen en una espiral de violencia, todo lo demás se intensifica y se vuelve extremadamente preciado”.

Nominada como mejor película —la primera de la filmografía japonesa—, dirección y guion adaptado, Drive My Car de Ryusuke Hamaguchi, obtuvo el Oscar como mejor película extranjera. Basada en un cuento de Haruki Murakami, relata la historia de un actor y director teatral y la joven que le asignan como conductora, cuando este va a Hiroshima a montar una producción del Uncle Vanya de Chejov. El sentido de pérdida y falta de alicientes de los personajes de la obra teatral se trasladó a los protagonistas del film, cuyas vidas se intersectaron emocionalmente al ambos haber experimentado la pérdida de alguien que motorizó sus existencias.

El repentino fallecimiento de la esposa del director lo lleva a huir de los lugares compartidos, y la muerte de la madre en un accidente conmina a la joven a dejar su casa y empezar una nueva existencia lejos de lo hasta entonces conocido. En la dirección de Hamaguchi las carreteras, autopistas y calles por donde circulan —él ensayando los parlamentos de la obra, ella escuchándolo en silencio atenta al camino— se volvieron parte integral de la diégesis al conferirles el espacio de tiempo necesario para que la amistad germinara y fructificara. El uso de los primeros planos y el close-up en juego de plano-contra plano, creó la intimidad necesaria en el espacio reducido del auto; y los planos elevados captando el paisaje por donde rodaban, produjo el contraste entre el espacio físico del automóvil y el espacio mental donde cada uno se sumergió por el tiempo que duraba el recorrido.

Al trasladarse al pueblo de la joven, donde ocurrió el accidente, el drama se cierra sobre sí mismo, permitiéndoles a ambos clausurar el duelo y la culpabilidad atenazándolos hasta entonces. Ello, sin que el drama estalle sino se mantenga contenido, siguiendo el pausado ritmo de los acontecimientos, muy al estilo del realizador Wong Kar-wai; si bien aquí el desarrollo romántico de la relación quedó apenas apuntado en la escena final, cuando la joven volvió del mercado con el perro del director en su auto pero sola, quizás con él esperándola en la casa por ambos ahora compartida. El final abierto dejó así pie a la especulación, permitiéndole al espectador completar los blancos con sus propios miedos y deseos, enriqueciendo y multiplicando el efecto transformador del film.

Licorice Pizza de Paul Thomas Anderson, nominada, entre otros premios, como mejor película y director, no logró hacerse con ninguna estatuilla, si bien destacó por su acertada representación de la amistad entre dos adolescentes a principios de los años setenta. Gary (Cooper Hoffman, hijo del desaparecido actor Philip Seymour Hoffman) y Alana (Alana Haim, conocida por su grupo de rock Haim) comparten la secundaria en el distendido ambiente californiano de la época, con Gary como un intrépido entrepreneur proponiéndole a Alana participar en sus aventuras dentro del mundo de los pequeños negocios en el área.

Una fotografía y una cinematografía muy ajustadas a la época espejearon la energía y la estética de otro film de Anderson, Boogie Nights (1997), aunque aquí fueron las aventuras de dos jóvenes descubriendo el mundo y descubriéndose lo que constituyó el nudo argumental. El uso de la cámara subjetiva y el montaje fragmentario imprimieron a las escenas un ritmo, a tono con los desarrollos de una geografía y un momento donde se respiraba la libertad de los sesenta pero todavía no habían cuajado las fuerzas que llevarían al conservadurismo de los ochenta.

Otra película que se devolvió a un pasado reciente fue la versión de King Richard por parte del realizador Reinaldo Marcus Green. Ambientada en 1994, relata el ascenso al estrellato de las tenistas Venus y Serena Williams. Will Smith, en el papel del padre de las jóvenes, obtuvo el Oscar al mejor actor, en un rol de hombre amable, tolerante e inclusivo, que su agresiva y grosera actuación en tiempo real durante la ceremonia de la Academia desdijo.

Las luchas para apartar a las adolescentes de la vida callejera y enfocarlas en su carrera, dentro de una sociedad que obstaculiza el ascenso de la población no blanca, obtuvo un certero desarrollo, si bien lo complaciente y manipulador del guion restó fuerza a esta producción. Los altibajos de pareja, las dificultades para mantener un balance entre lo familiar y lo profesional, y las hostilidades al interior de un mundo tan competitivo y lucrativo, fueron agudamente explorados desde la tensión racial y personal, tal cual el director había mostrado en su primera película Monsters and Men (2018). Ello, como corolario a una realidad donde el ascenso y la caída pueden llegar a sucederse rápidamente, tal cual han infelizmente demostrado los Oscars de este año.

Hey you,
¿nos brindas un café?