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A los ochenta años de su nacimiento: Severo Sarduy y el imaginario urbano (II)

La polifonía que genera el concierto neobarroco escuchado en Cobra, igualmente actúa en Maitreya como fondo musical de las traslaciones de las Tremendas por La Habana, Miami, Nueva York y Tánger. Unas traslaciones hechas al interior de cierta arquitectura donde el trópico y el barroco de las colonias ya no quedan apuntados solamente, tal cual sucedía en Cobra, sino que invaden el trazado del mapa urbano. Esta estrategia le permitirá al autor moverse de un continente a otro pero sin abandonar completamente su isla.

Ubicadas en un palacio colonial de madera, con tabiques labrados y balcones curvos cargados de esferas armilares, anclas y cuerdas, las Tremendas se valen de sus poderes curativos en ambientes que aluden al barroco. Ello se logra no solo desde la decoración de exteriores e interiores, sino con la utilización del principio multiplicador del espacio y la mirada utilizado por Velázquez en “Las Meninas”, ya que las hermanas viven dentro del cuadro acompañadas por sus meninas y un enano, antiguo modelo para “monstruas vestidas” de la Escuela de Bellas Artes. Se produce aquí una superficie que se desdobla desde los espejos de los aposentos, prolongándose así el fondo de la tela hacia la trama del texto.

Dicha táctica se repetirá en el capítulo siguiente cuando Sarduy haga aterrizar a la Tremenda en “una piscina frente a una iglesia de la Caridad, en las afueras de Miami, entre delfines que la recibieron con gritos indignados”. Con ello se lleva al camp “El nacimiento de Venus” de Botticelli, y a la irrisión el kitsch de los espacios donde se movilizan muchos cubanos en el exilio. Tal desterritorialización, debida a la intolerancia del castrismo que igualmente expulsó a Sarduy, se reterritorializará en el trópico como simulación cuando Pedacito de Cuba, guardián del kitsch autóctono, reproduzca la arquitectura habanera en sus dibujos sobre los muros mayameros, buscando así preservar la ciudad que los avatares políticos le hurtaron.

Como si fuera un cuadro de Wilfredo Lam, Sarduy irá rodando entonces ese paisaje de un texto a otro y de una ciudad a otra, reencontrándolo seguidamente, junto con el art-nouveau de las colonias, al interior del mapa neoyorkino cual decorado de la mise-en-scène, en la boîte boricua donde la Tremenda canta “vestida de flor enferma”. Al hacerlo, el texto se satura con el imaginario nostálgico caribeño, ya no desde “las canciones más ampulosas de Olga Guillot, ni de los psicodramas de La Lupe”, sino con la impostura de los “agudos renales” atribuidos a otro icono camp por excelencia: María Callas.

El autor aúna así, sobre un mismo escenario, los elementos constitutivos de la estética que mejor explica el exceso neobarroco y predice un repunte de la misma en el gusto de la audiencia contemporánea: “El público —pontificaba sin recato, alabando los agudos renales que emitía y barajando similitudes con la Callas— se ha empedernido con el kitsch de los últimos tiempos”.

La última sección de Maitreya recobrará con nitidez excesiva para el trazado de la ciudad sarduyana, los minaretes orientales que igualmente cerraban Cobra. Ello se hará ya no desde el reflejo de un río, sino sobre los cristales del parabrisas de un automóvil en el cual la Tremenda y el enano —remanente de “Las Meninas” velazquianas— atraviesan el mapa urbano hacia el desierto árabe. Al llegar allí y hundidos entre pozos de petróleo, los personajes agotarán, “hasta la idiotez y el cansancio” el repertorio concerniente a los rituales tántricos.

El desgaste personal asociado con este repertorio geográfico-pictórico-gestual devolverá la escritura de Sarduy, en Colibrí (1984), a una exuberancia cromática donde queda definitivamente intrincada la ciudad tropical como ruina. Esto se logra apuntando hacia los restos de las civilizaciones precolombinas, que quedarán incorporadas a la urbe postcolonial de la periferia —condenada a permanecer eternamente en vías de desarrollo— a través de una labor de reciclaje, donde también se integra el aparato tecnológico y el arte de los centros industrializados.

Será a partir de este travestismo cultural desde donde resulta interesante leer el mapa sarduyano en Colibrí, pues nos ubica al interior de un paisaje selvático, que en vez de constituir un regreso de Sarduy a los orígenes —siguiendo las huellas de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, y los lodazales cubiertos por manglares del Rómulo Gallegos de Doña Bárbara y Canaima— comprende una revisión y un desmantelamiento de la naturaleza, para reencontrarla en el contexto contemporáneo, donde se ilumina con un colorido que debe más al pop que a la luz del trópico.

Como en las serigrafías de Andy Warhol, de una escena a otra el paisaje quedará alterado solo en apariencia, restringiéndose a un cambio de color a causa del celofán naranja que envuelve las luces del bar donde Colibrí actúa. Este escenario se insertará también en un “paisaje de invierno —fácil oxímoron de los decorados tropicales”— pintado sobre las paredes de la casona desde donde la Regente y la Enanota organizan el tráfico de jóvenes y drogas.

A partir de estas variaciones la selva se integrará dentro de la narración, no como “abigarrada y senil consagración de la primavera”, sino como bestia que asedia la arquitectura para devorarla, dejando únicamente un rastro —“la cabeza colosal olmeca”—, o los escombros —“amasijo de volutas y arabescos mohosos”— de las casas convertidas en señales anticipadoras de la memoria que la escritura empezará a recobrar. Se inicia entonces con Colibrí el proceso de recuperación del paisaje netamente caribeño, puesto a trazar las flechas y paneles hipergráficos que marcarán el camino de regreso al país natal, cerrándose con Cocuyo y Pájaros de la playa (1993).

La arquitectura de Cocuyo abrazará la urbe caribeña, que el protagonista mira desde una ventana, y no es sino recuerdo borroso, resto de una ciudad barroca construida a imagen y semejanza de la española, es decir, superficie sin profundidad o un simulacro de la ciudad real. Allí la casa, sin perder su artificiosidad en la decoración, será el espacio “donde un niño quiere des-existir. Ser otro”. Con esta estrategia el autor recuperará el tiempo, en su sentido proustiano de Tiempo, es decir, como tiempo “evaporado de los años transcurridos no separados de nosotros”. Un tiempo que Sarduy se llevó consigo al lanzarse al exilio: “Sabía, eso sí, que ya nunca más tendría casa ni familia, ni lugar de reposo ni de origen”.

Tal exilio duró lo que el autor tardó en recuperar con su escritura el Tiempo, desde el mapa urbano parisino del cual, a diferencia de Proust, no extrajo sin embargo la materia de su obra, sino que lo utilizó como mirador desde donde recobrar a Cuba; una Cuba haciéndose más nítida de obra a obra. Y esto es así pues la casa nos pone en contacto con lo que somos; regresar a casa es volver al lugar de donde procedemos, y la escritura se constituye en el instrumento idóneo para recuperarla con todo lo que ella contiene, antes que el Tiempo se aleje de nosotros cuando la vida se apague.

Cocuyo, al explorar el otro lado de la bahía, atraviesa vastas casonas azulosas, construidas sobre estacas en el agua, y puestas a activar la memoria involuntaria a fin de transportar al personaje a la casa primigenia. Ello para recobrar dicha memoria, envuelta por la ensoñación donde “toda nuestra infancia debe ser imaginada de nuevo”. Esto le permitió a Sarduy, como lo hizo Proust, imaginar nuevamente su infancia, mediante una operación que la idealizó, deslastrándola de todo lo doloroso vivido allí en sus primeros años.

El proceso de decantación de la memoria alcanzará el blanco total —inmortalizado por el pintor venezolano Armando Reverón en sus paisajes caribeños— con Pájaros de la playa: “al blanco debe su fulguración/ el color”. “En el blanco, en lo blanco” se cerrará la obra narrativa sarduyana, mediante la misma imagen y con idéntico sentido al que tenía en De donde son los cantantes (1967). Si bien aquí la entrada en la muerte desde el blanco ya no será de Cristo sino de los personajes y del propio Sarduy, dado que Pájaros de la playa fue concebido como vehículo purificador y testamento, regreso definitivo del recuerdo a la isla transformada en casa.

Sarduy reconcilia aquí la escritura con la explosión inicial o Big-Bang, mediante un lenguaje que traza el mapa de la isla cual casa transparente y vasta, y en su descripción recuerda la “Fallingwater” de Frank Lloyd Wright, pues “se desplegaba sobre una cascada, sin destruir las piedras ni los árboles, y en la que siempre se oía el murmullo del agua al caer”. Casa depurada de todo exceso entonces, que se expandirá no como espacio barroco sino como ámbito dable de espejear la arquitectura racionalista modernista de la Bauhaus. Cual si en su viaje inverso, de restitución a la semilla, el origen, la isla, la ciudad en ruinas y la casa, Severo Sarduy hubiese querido deslastrar las construcciones de su ambigüedad ornamental para recobrarlas y recobrarse desde un paisaje exacto.

Hacia tal concisión y claridad minimalista se desplaza el mapa urbano de Pájaros de la playa, “rumbo al mar” —título de la penúltima sección del libro— y en busca de un sur sin especificidad, que tangencialmente espejea el mapa urbano sevillano. Esto se logró desde la alusión a una “antigua cartuja, tan restaurada que parece una maqueta, o un edificio recién construido con injertos de ruinas”; y en torno a la cual fue construida una ciudad desarmable de “postmoderna arquitectura”, sede la Exposición Universal de 1992, que el autor visitó poco antes de concluir su último ejercicio narrativo.

“Las ciudades, como los sueños, están hechas de deseos y miedos; en ellas todo oculta algo más”, sostiene Italo Calvino. Severo Sarduy lo sabía y por ello, en su obra, esa metrópolis, que la escritura recicla parodiando, a fin de desmantelar el orden propio del barroco histórico y erigir en su lugar el desorden de sus simulaciones contemporáneas, queda trazada a modo de pulsación, donde late el músculo de lo velado y lo prohibido. Esto se alcanza por igual en la novelística sarduyana, desde el caos estructural de la urbe latinoamericana, y desde el marco planificado de la cartografía de megalópolis como París y Nueva York. Aunque el autor, a pesar de vivir en la Ciudad Luz, a la cual, según me comentó una vez, asociaba con una grande dame, añoraba sin embargo la de los rascacielos, que comparó para mí entonces con un joven curioso, sensual y lleno de energía.

Es por todo ello que su obra encaja dentro del marco de la polis donde se deposita el residuo que queda cuando la vida pasa, y se alimenta justamente de la parte que la otra, la del frenesí económico y el exceso virtual, rechaza o desperdicia. Ciudad subterránea y fascinante pues sedimenta el recuerdo, resultando por tanto improductiva para la que se desarrolla por encima, pero sin embargo queda inscrita eternamente en la obra y la memoria. Ciudad que, en última instancia, como nos indica José Balza, “crece para ocultar su propia presencia. Una llamada, una cita: todo tan simple y secreto”.

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