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Los no metropolitanos

“Un acto de cultura implica uno de barbarie” – W.Benjamin

La globalización, que unificó tiempos y distancias, también promovió la paradoja de otorgar cercanía a lo lejano y lejanía a lo cercano. Este cruce no ha sido inocuo, tiene efectos todavía ignorados. Quizás el mas visible es la reacción airada de los localismos por su identidad enrarecida. Desvanecido el viejo orden mundial, dislocados sus poderes, las culturas tensan una nueva geografía, pero esta vez sin centro ni periferia. Desplazados y multiplicados los ombligos del planeta, los desbalances cunden y trastornan las jerarquías. El fervor rebelde del medioeste y el sur norteamericano no es nuevo, pero sí su recalentamiento vertiginoso contra las urbes costeras, también la emergencia de pasiones dialectales británicas y españolas, historias míticas y leyendas. Otro tanto puede decirse del regionalismo europeo general, y quizás asiático. La movilidad de referencias entre países y en su convulso interior, parece inevitable. Las metrópolis, incluso las tradicionales, son despojadas de la cultivada idealización y sumadas a la indiferencia, o incluso al antiguo rechazo de la simpleza pueblerina por lo extraño.

Un abierto antiintelectualismo, el desprecio al pensamiento político y a la ética formal, acompañan ese desdén. El iracundo desinterés borra los peldaños de la clásica jerarquía cultural, sin capacidad de sustituirla por otra. La ancestral perplejidad de los bárbaros frente a la codiciada y odiada civilización, parece volver en esos gestos que ignoran valores heredados. Es el retorno cíclico al presente absoluto, que siempre había alertado un porvenir impredecible, y no ha dejado de inspirar enigmas. La ciudad y los bárbaros sigue siendo su efigie arcaica. La imaginación de Kafka, Kavafis, Borges, Coetze, rememoraron los asombros de esa frontera arquetípica, y anticiparon la extrañeza que hoy se despliega. No es casual que también hayan sido periféricos esos mismos autores: Kafka afuera de la centralidad alemana e incluso continental, Kavafis, avizorando desde máscaras en la Alejandría colonial, Borges, arguyendo dinastías y fábulas en un remoto puerto de Sudamerica, y Coetze esbozando sus prójimos en la desgarrada Sudáfrica. Fueron habitantes de lugares espejos, ojos no distraídos por el presente de la cultura central. Las metrópolis brillan mucho más desde lejos, fascinan al extraño, pero le impiden el olvido de su aguda condición excéntrica. Desde esos bordes tan estimulantes para la reflexión, que el mismo Borges, citando a Veblen, había considerado similares a la fértil otredad de la condición judía, la barbarie lograba una transparencia fundamental para entender la metrópolis. También Baricco se ocupó de los barbaros desde el centro confrontado, y casi cien años antes Henri Michaux, pero desde la óptica invertida que proclamaba su título “Un bárbaro en el Asia”. La vivencia es casi arquetípica, y Borges la trasladó a la Pampa, Joseph Conrad al Africa, Jack London a los bosques de Alaska. El encuentro con esa anterioridad que otorga infancia a la historia, nutre por contraste la busca del sentido social, como procuraba Sarmiento con «Civilización y barbarie». En todos los casos, la civilización, la cultura, la ciudad, sugiere el promisorio futuro al llano, la estepa o la selva. Y estas últimas los sentidos originales olvidados. Sin embargo, ese desencuentro primordial nunca terminaba, retornaba, la escena atravesaba todas las historias, y perduraba como una condición universal, tal como Freud había observado en «El malestar en la cultura».

Cuando no hay una crisis que exaspere el mítico desencuentro inexorable, estos dos mundos se potencian y suavizan, canjean sus vacíos, se intercalan. El hiato adquiere una larga y benéfica nostalgia. Un poeta provinciano argentino, Carlos Mastronardi, de Entre Ríos, es un ejemplo reconocido de ese talante. Quizás por la orgullosa herencia federal del épico y despoblado pasado de Argentina, las provincias guardan un fervor cultural especial. No es simple folklore o cultivo de modismos locales, sino una honda literatura con morosa relación hacia el tiempo y el paisaje. Entre Ríos, última en levantarse contra el Mitrismo capitalino, había guardado en algunos nombres de lugares, Federal, Federación, Concordia, La Paz, los restos de la vieja pasión federal. La calma y hondura del paisaje, la ausencia, y la mirada que la había sentido, las recogió el poeta en su libro «Luz de Provincia». Nacido en Gualeguay («ande se marca la cara al que no es de lay», advierte una antigua frase federal), el poeta rememoraba aquel aire luminoso rural desde una vida solitaria y nocturna. Reconocido «flaneur» de vocación porteña, cultivaba ese contraste como impenitente noctámbulo. Extrañaba mejor un campo matinal desde la incansable exploración de la noche urbana. De ese modo invirtió el bárbaro, como hizo Michaux con Asia. En contrapartida, otro poeta de Gualeguay, Juan L Ortiz, no había salido nunca de Entre Ríos, fue por años Juez de Paz en el interior, y escribía luego, desde su casa en Paraná, sobre ese paisaje enigmático que fue nostalgia del otro. La poesía de Ortiz tiene una minuciosa fascinación que copia la trama de los arboles y las pausas del río. Algo de ese ámbito acompañante envolvió a un escritor de la otra orilla que siempre lo visitaba, José Saer, que llevó la lenta perplejidad a Paris, y la dibujó lealmente en sus cuentos. Algo de esa misma «Luz de provincia» , fue retomada por el escritor salteño Héctor Tizón en su patética novela ¨La luz de las crueles provincias», que ilustra un provincianismo ya miserable, posterior a la dictadura militar. Hubo un tercer poeta de Gualeguay, Arnaldo Calveira, discípulo de Mastronardi, que vivió en Francia, donde su obra todavía vaga por la provincia y su pueblo hasta hacerlos un lugar agradecido de la poesía francesa. Uno de sus últimos versos sostenía que «Las cosas que me pasaron en la infancia me estan ocurriendo ahora». Esa concentración que permite despegar el presente, logra en la provincia una revelación que la intensa Buenos Aires apenas permite. Para este caso, no son solamente poetas excéntricos, sino anacrónicos, protegidos por un gran destiempo. Hubo otro escritor provinciano, Antonio Di Benedetto, autor del extraordinario cuento «Abalay», y de «Zama», una novela que exaspera ese destiempo hasta su origen colonial, poniéndolo rio arriba, en el confín del Virreinato. Ese anacronismo, la distancia, la nostalgia que los alimenta, parece sostener una escritura especial, un tiempo de derrota que aporta recuerdo y gloria a los regionalismos. Probablemente Faulkner también encontró ese aura, Flannery O Connor y Carson Mac Cullers, lo respiraban en aquel Sur irredimible de decadencia, Igor Barreto en el impávido llano venezolano, y seguramente Ramón López Velarde en el México Cristero. Eso es lo que la digitalización, su tiempo «real» y presente perpetuo, parece convertir en fantasma y pérdida definitiva.

La relación simbólica del suburbio cultural y el centro, se ha modificado velozmente y hace mucho que la «nostalgia ya no es lo que era antes». Y no es un efecto «Trump», sino Trump mismo un efecto de lo anterior. La expansión digital, que ha democratizado y banalizado la información en el planeta internet, contribuyó a una pérdida de valores, de la distancia que los idealiza, y el prolongado anhelo que permitían. Federico Fellini, después de filmar Amacord, sostuvo que todo artista es provinciano. El orbe digital evaporó jerarquías, incluyó la fusión de alta y baja cultura, pero también la mezcla fatal y constante de relevancia y frivolidad.

Los no metropolitanos, paradójicamente, sostenían el sentido de las metrópolis: sin provincias no hay metrópolis. Cuando T.S Eliot procuraba en la posguerra reencontrar el origen de occidente, las fuentes de Europa, su pulsión provenía de EEUU, no de Inglaterra; era una sublimación de su provincianismo original. Esa distancia, ese desacuerdo fértil entre la ciudad y el bárbaro es lo que ahora se pierde.

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