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Los niños y la poesía

Hace poco dimos inicio a una escuela de poesía para niños, y un mes más tarde me sorprende descubrir el caudal de poesía que puede albergar un niño. En ellos no hay los dobleces ideológicos que a menudo tenemos los adultos al escribir. Los niños miran la poesía que hay en el mundo con una franqueza que ya no tenemos de grandes. Una actividad tan sencilla como recolectar ramitas con forma de letras para componer una palabra se transformó en un motivo para admirar grupalmente el paisaje. Aquel salir de cacería terminó, días más tarde, en un ejercicio de contemplación. Ese fue el periplo que hizo el hombre antiguo cuando pasó de la actividad frenética del nómada al ocio culto del sedentario.

Los niños del taller de poesía han tenido una reacción, a mi juicio, sobredimensionada. No creo que hayamos hecho tanto como para despertar este frenesí por la poesía y los libros. Quizá ha sido el efecto de la caricia sobre el abandonado. Estaban, más que dormidos, aletargados, y de pronto se han espabilado y han reaccionado con la emoción de quien se siente llamado a algo grande. Ahora se los ve describiendo poéticamente un árbol, o haciendo listas de palabras que riman entre sí, o escribiendo un poema. También dicen los padres que en casa han empezado a leer, incluso aquellos libros que por años postergaron.

Hay una especial relación entre la poesía y los niños porque estos pertenecen a ella. Los niños son poesía. El modo como un niño narra su aventura escolar hace énfasis en ese algo que los adultos de común no vemos: la belleza, incluso en lo feo. Los niños son intrínsecamente dados al ejercicio de la estética. Pintan, cantan, bailan, hacen música con cualquier instrumento rústicamente improvisado, componen poemas a los que a veces ponen música. Estas habilidades paulatinamente van desapareciendo conforme se acercan a la adolescencia cuando no han sido cultivadas. Y cuando sí, surgen los artistas consumados: el médico pianista, la abogada pintora, el profesor poeta. Esta dimensión estética enriquecerá la ética y mística del profesional.

Por ello es de vital importancia cultivar la estética entre los niños. Educar la memoria en la belleza es a menudo un extraordinario antídoto contra la barbarie y el horror. Zofía Burowska, por ejemplo, pudo sobrevivir a dos campos de exterminio nazi recordando las polkas de Chopin. El autor de Puros hombres, Antonio Arráiz, sobrevivió a la Rotunda escribiendo desde la cárcel su novela Los lunares de la virreina. Andrés Eloy Blanco también sobreviviría al presidio político escribiendo su poemario Barco de piedra. Podríamos redactar decenas de páginas con testimonios de quienes vencieron la bestialidad humana refugiando su integridad moral y espiritual en el regazo de la belleza.

Cuando un niño se acerca a la poesía en cualquiera de sus expresiones –pues recordemos que el poema, junto a la pintura, la música y el arte en general, es solo una de tantas expresiones de la poesía–, una parte del futuro queda a buen resguardo. El hábito de empinar el alma hacia la altura para apreciar el arte se quedará en ese niño de por vida. Este hábito de alzada estética es como la paloma mensajera que vuela hacia su destino sin dejarse abajar hacia la sordidez que sobrevuela.

Un alma educada en la belleza reconocerá siempre lo más sublime del ser humano y propenderá a ello en un viaje casi siempre colectivo. Por el contrario, las almas habituadas a solo reconocer la roñería difícilmente podrán aspirar a volar más allá de la ciénaga, y lo peor, obligarán a otros a ser esclavos de la miseria. La buena nueva, en este tiempo de Navidad, es que la poesía no se niega a nadie. Todos, incluso los más abyectos, somos susceptibles de ser tocados por ese algo misterioso de la poesía. Si no, baste leer Los lamentos de la Bella Armera de François Villon para sorprendernos de la poesía escrita por un genuino bandido, al que algunos críticos consideran como el primer poeta maldito.

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