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Los héroes

Todos los pueblos necesitan una épica propia. No en vano esta suele conformar la comunidad de textos fundacionales de la literatura universal. Baste recordar parte del catálogo de obras épicas para entender un poco su impacto en la identidad nacional: los sumerios y su Gilgamesh, los griegos y sus Ilíada, Odisea, los romanos y su Eneida, los persas y su Shahnameh, los españoles y su Cantar de Mio Cid, los franceses y su Chanson de Roland, los alemanes y su Cantar de los Nibelungos. La épica es un género literario que codifica los valores supremos del ser nacional, en otras palabras, dice a la gente de hoy por qué la de ayer fue grande y por qué vale la pena traducir esa grandeza a nuestra circunstancia actual.

Un país está mal cuando precisa de héroes foráneos, y está infinitamente peor cuando sus gobernantes quieren vender al pueblo el embeleco de épicas forjadas en otras tierras como sucedáneo de las propias. En tal sentido, Venezuela ha cultivado poco la épica y mucho la tragedia, porque no se puede llamar cultivo al recuerdo de los héroes con ese tono afectado y grandilocuente de locutor castrense. No. A los próceres se los recuerda con respeto, no con afectación, y sobre todo en su justa dimensión humana, pues los altares de la patria solo han servido para desfigurar a nuestros paladines.

Una sociedad acostumbrada a denostar al Otro y sacralizar la memoria patria está condenada a la tragedia. Si no hay un reconocimiento de esa otredad viva, que comparte con nosotros este trozo palpitante de historia, ¿cómo vamos a reconocer con justicia a aquellos que pertenecen al pasado? Quienes se calzan los anteojos deformantes de la realidad, da igual que miren al hoy, al ayer o al mañana: todo será una caricatura para ellos. Nada hay más grotesco que una historia obesa.

Cuando un déspota ha hecho de la aniquilación del Otro su más alto propósito de gobernanza, ha enseñado a su nación esa suerte de miopía histórica que no deja apreciar en la distancia el esbelto contorno de los héroes. Lo cierto es que un pueblo con tal característica tarde se levantará de su miseria y cada vez más se solazará en el lodo de su bestialidad. Hace falta una particular rebeldía moral para erguirse, una tal que le resulta extraña a las naciones obligadas largamente a reptar.

Quizá convenga recordar aquel tan luminoso como citado pasaje de ese cuento-ensayo de José Martí, Tres héroes:

«Hay hombres que viven contentos aunque vivan sin decoro. Hay otros que padecen como en agonía cuando ven que los hombres viven sin decoro a su alrededor. En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana».

Esto lo decía Martí de tres próceres latinoamericanos: «Bolívar, de Venezuela; San Martín, del Río de la Plata; Hidalgo, de Méjico». Los recordada con respeto y afecto —que son ingredientes esenciales de la admiración—, pero nunca con afectación. Nos conviene rememorar para conmemorar, sin exceso de colesterol épico, algo que ha hecho mucho daño a la historia de nuestros pueblos latinoamericanos. Sobre todo, nos haría bien rendir honores a quienes aún no han cruzado el pórtico de la necrópolis, y pronto lo harán. Hay legiones de ancianos honorables olvidados por la apretada agenda de la superficial vida moderna.

No se precisa de una revuelta callejera para derrocar gobernantes déspotas. Más importante es que destronemos nuestra propia estulticia, esa con la que vamos olvidando los modelos de excelencia que alguna vez conocimos en la juventud, con la que damos paso a otros modos y argumentos tan fútiles que son solo justificaciones de una tan vergonzosa como impresentable moralidad. Con frecuencia olvidamos que las tiranías no son corruptas, sino corruptoras. Sobrevivir íntegros a ellas es la más eficaz rebelión.

Conviene, por tanto, educar la memoria en el estudio disciplinado de los modelos de excelencia con los que crecimos. Gobernantes, periodistas, escritores, músicos, animadores de TV, locutores de radio, actores, científicos, en fin, esa constelación de seres excepcionales de cuyo esfuerzo fuimos testigos alguna vez, y de quienes nuestros padres dijeron en su día que eran un dechado de virtudes.

Luego del estudio, hay que rendir tributo. No esperemos a que estén muertos para decir que fueron de valía. Hay que regresarlos al centro de la sociedad con el fin de que los jóvenes sepan de ellos y entiendan por qué sus padres los admiraron. Hay que enseñar a las nuevas generaciones el valor del esfuerzo. Precisamos de más memoria forjada por el sudor y de menos bonos gubernamentales para gente ociosa. Necesitamos que el decoro vuelva a ser un valor épico y una insignia patria.

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