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Adrian Ferrero

“Locura y desapego: patchwork para una autobiografía textual”

No resulta descabellado pensar (y que de hecho ocurriera) que un escritor que tiene problemas de salud mental, habiendo nacido en 1970, habiéndose puesto de manifiesto esa enfermedad recién en 1992, esto es, cuando tenía 22 años, tan luego en la propia Universidad en la que estudiaba la carrera de Letras, tomara la decisión y asumiera los costos de la exposición pública, esto eso, de narrar esa experiencia públicamente. Tal narración tuvo lugar a lo largo de sucesivos textos, publicados en el país o en el extranjero, con tres objetivos claros: neutralizar las habladurías en torno de la evolución de su enfermedad, atacar de raíz los tabús y la hipocresía social que circulan en torno de esta clase de enfermedades. Y, finalmente, contestar a la ciencia médica y al psicoanálisis a propósito de un capítulo de su vida en el que tuvo mucho que objetarles y, me atrevería a agregar con un matiz más enfático aún, mucho que reprocharles, en torno de sus prácticas y metodologías supuestamente terapéuticas. Pero, sobre todo, el modo en que fue tratado como paciente (precisamente, no como agente) por una serie de médicos psiquiatras o Lic. en Psicología o de neurólogos, con quienes no se estableció una relación de horizontalidad, de paridad, éticamente hablando, sino un vínculo en el que de inmediato percibió subestimación, paternalismo o la sensación de ser tratado burocráticamente (sobre este punto volveré). En lo que atañe a mis objeciones el mayor aspecto que cuestiono a la clínica asociada a las ciencias de la salud mental tiene que ver con el trato paciente/profesional. El otro son sus altísimos honorarios que, al menos en la ciudad de La Plata, donde resido, salvo excepciones que trabajan con obras sociales (contadísimos casos), suponían un gasto notable (también por viajes a Buenos Aires para los tratamientos en mi caso particular). También me gustaría aclarar que no se puede generalizar. Y ni mi psiquiatra desde los 22 años en adelante hasta la segunda y actual, desde hace 3, me hicieron sentir jamás menoscabado por mi problema de salud. Más bien diría que todo lo contrario. Escucharon mis opiniones, se mostraron permeables como los humanistas que son, abiertos a un diálogo franco en el que se percibe de inmediato no solo que uno está frente a un profesional competente o destacado sino a personas cultas y con preparación en otros campos, también del arte y la literatura. Hasta se genera (esta es mi experiencia afortunadamente) una relación en la que hay estima y hasta aprecio personal. Modales, ética y discreción.

De modo que frente a esta incomodidad, perturbación, subestimación, el paciente (al menos en mi caso), por parte de algunos profesionales (en particular enfermeros o personal ligado indirectamente a los centros de salud mental, áreas de cocina y limpieza especialmente) no experimentaba temor sino una profunda indignación. No había motivación para tal comportamiento. No había ni éticamente ni intelectualmente hablando razón alguna para que ello tuviera lugar sino, muy por el contrario, no se procedía a tratarnos con la misma consideración con que yo lo hacía con el personal ligado a la salud mental: con respeto. Jamás fui despectivo con ninguna de estas personas porque no tuvieran la misma preparación en lo relativo a profundidad en el campo de las humanidades o los conocimientos humanísticos. Más bien procuré ser sincero en mis intervenciones cuando dialogaba con ellos. Además me cuidé muy bien de no proceder a la inversa: por no provenir del terreno de las humanidades sino de las ciencias (campo que me tiene muy sin cuidado desde el punto de vista de mi formación, al menos hasta el presente, veremos en lo que sigue), sentir que ellos formaban parte de un gremio inferior en jerarquía. Más bien mi política es precisamente la de la horizontalidad, si bien me merecen mucho respeto las personas que esforzadamente se han perfeccionado en su profesión al igual que yo lo he hecho, motivo por el cual sé del esfuerzo que cuesta porque es idéntico al mío.

Ahora bien, se preguntará el lector (como me lo pregunté yo oportunamente): ¿a qué atribuir esta subestimación, esta infravaloración del semejante considerado como alguien que no merecía similar estatuto? Este es el punto del que partiré para mi artículo como hipótesis potente para indagar luego, a partir de un relato, en lo que estimo motivos de atribución de superioridad de los profesionales de la salud (por lo general sumamente calificados o los más calificados del país que me asistieron en mi problema de salud). En primer lugar existía el verticalismo de la relación profesional sano/paciente con patología psiquiátrica que asistía a una consulta (o varias). En segundo lugar, el mito o la falsa creencia de que efectivamente personas que se consagran a las ciencias poseen más prestigio que otras que nos consagramos a las humanidades consideradas según la opinión vulgar, blandas, como en mi caso las Letras y la escritura. Ser médico, no es lo mismo que ser Prof. en Letras, por más que uno se haya tomado el trabajo de formarse y leer muchísimo más que un médico. Un médico que seguramente asistirá a congresos, se mantendrá actualizado, al igual que un Prof. en Letras, pero ello no es sinónimo de ser una persona más calificada ni más capaz por su profesión en cuestión. En lo personal considero tan relevante curar a un paciente con problemas psiquiátricos que impartir clases para promover el pensamiento crítico en un grupo de alumnos, o enseñar literatura, lo que erradica la ignorancia (en los casos exitosos) o ser un investigador en torno de poética, crítica o teoría literaria.

1992. Un año lleno de tormentas en mi vida. Tras los luminosos ventanales de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, sufro el primer episodio. No consiste más que en dirigirme al Profesor titular a cargo de la cátedra de Teoría literaria I (una asignatura de tercero o cuarto año de la carrera) en términos que no responden a la razón tal como habitualmente la concibe el sentido común. En efecto, había perdido el juicio, en su doble acepción connotada axiológicamente de modo negativo: jurídica y mental. Una compañera, una amiga que no era íntima pero con la que sí mantenía por entonces una cierta relación amistosa percibió de inmediato lo que estaba teniendo lugar. Afrontó la situación, tomó el toro por las astas y decidió hacerse cargo de ella. En efecto, Luciana Vázquez me acompañó guiándome a casa sin dudarlo un solo instante. Desprejuiciada, solidaria, pensando (ella sí) en el semejante. Pensando en alguien que pierde la razón y asumiendo ella misma la inmensa responsabilidad de escoltar hasta su hogar (a cinco cuadras de la Universidad afortunadamente), un hogar que ella conocía por haber estado allí de visita unas pocas veces. Luego de dejarme a salvo se retira, no sin antes darme un consejo inolvidable para esa situación en particular.

Cuando salí de la primera clínica puedo recordar la sensación de un enorme cansancio y debilidad que me embargaba. Todo me cansaba. Un diálogo demasiado extenso me cansaba. Leer más de la cuenta me cansaba (que era lo que toda la vida había hecho). Cada actividad que requiriera concentración era objeto de cansancio. Lo cierto es que salí luego de esa primera internación que habrá durado ¿tres meses? Salí y a los 3 meses a mi vez estaba rindiendo la asignatura Literatura norteamericana en la Universidad con una Profesora que no me hizo las cosas nada fáciles. Ella sabía lo que a mí me había sucedido. Por lo que yo había pasado. Pues me tomó un examen exigente, con preguntas difíciles, no malintencionadas en modo alguno ni procurando desaprobarme, pero sí en extremo rigurosas. Recuerdo un examen oral con tensión o stress. No fue tacaña con la nota: me puso un 8 (ocho) de nota de examen final. Pero me hizo pasar por una situación innecesaria y de malestar. Mi carrera luego prosiguió normalmente su curso. Hasta graduarme en 1998 con total normalidad. Con un alto promedio: 9 (nueve). Antes aún, en 1989, había trabajado en un mítica librería de La Plata, Libraco, en la cual los sábados se daba cita toda la intelectualidad platense y los artistas. También los amigos de Emilio Pernas, su dueño. Él regalaba libros, prestaba a los clientes para ser leídos, prestaba para que decidieran si querían comprarlos, me pagaba con libros, en fin se trataba de un librero fuera de serie. Yo publiqué hacia 2018 un artículo sobre un libro de poesía que él publicó hacia el final de su vida. Fue su legado en un territorio que había practicado clandestinamente y esporádicamente. Era un hombre sumamente carismático.

Más que narrar el episodio o narrar lo que tuvo lugar de puertas adentro de la clínica (circunstancias más o menos previsibles para cualquiera) quiero poner el énfasis en esta autobiografía textual ligada a mi problema de salud mental en la serie de artículos que se fueron concatenando como eslabones para que se armara un patchwork hasta configurar una figura. La figura en el tapiz. Una figura hecha de textos que conformaran una narrativa de la enfermedad, por un lado. Por el otro, una constelación de sentidos reveladora, en cada caso, de una dimensión diferente de la enfermedad. Del modo en que yo la asumía. La asumía públicamente. Y también del modo en que asumía el compromiso de, además de procurar narrar, ordenar lo que había tenido lugar, procurar explicarme en primer lugar a mí mismo (me hablaba a mí mismo, me dirigía a mí mismo en otro sentido además de hacerlo simultáneamente público) lo que me había sucedido. Cada texto constituye un hito en mi historia (su aparición, por lo general, causó revuelo, no se esperaba de mí que abriera la boca acerca de tal o tales episodios, menos aún en un medio masivo como un diario, unas revista, un Semanario o una red social). También cabría evaluar (y esto sí me parece importante), que no se producen a cualquier altura de mi biografía. Este es un punto relevante. ¿En qué momento tiene lugar la circunstancia de una publicación? ¿cuál es su temporalidad histórica? El estado en que yo me encontraba, las circunstancias en que tuvo lugar el otro episodio que se desató. En fin, el precipitado de la escritura sobre los distintos teclados de mis máquinas (de escribir en máquina eléctrica primero, PC o Notebook después) hasta coagular en un texto coherente que ordenara las ideas que antes, precisamente, habían permanecido atomizadas. También me gustaría investigar el modo en que cada intento por sentarme a escribir sobre la enfermedad es una forma de investigar, a partir de sus síntomas, todo aquello que subyace a ella como disparador o detonador de cada episodio. También todo lo que socialmente la rodea adoptando la forma de un anillo que la estrangula.

El primero de todos los textos fue publicado como un artículo testimonial y argumentativo a la vez: “Locura y desapego” (del cual tomo como título para este trabajo: fue el primero de todos ellos, por algo lo fue, respeto por lo tanto esa serie temporal). Tuvo lugar en un diario de la ciudad de La Plata, el más importante de ella. La era digital no existía por entonces. Menos aún las redes sociales. Ni siquiera eran una sospecha en la ciudad. Estoy hablando del año 1995, aproximadamente. Habían transcurrido tres años después de aquel episodio. Yo consideré que tenía la fortaleza de afrontar a la opinión pública, a la cual mi discurso estaba dirigido, a que mi discurso circulara por la esfera pública, sin titubeos, abiertamente, adoptando una primera persona contundente, según la cual narraba parcialmente mi experiencia, daba cuenta de que había permanecido un tiempo en una clínica psiquiátrica, pero sobre todo reflexionaba acerca de cómo evitar la locura o en qué consistía a mi juicio la vida de una persona saludable (“el desapego a uno mismo evita toda clase de alienación”, esta era la hipótesis de fondo del artículo) y su solución clave, la “solución social” (volveré sobre este punto). De modo que existía el testimonio y la reflexión en un diario, habilitado por un escritor, periodista y editor de prestigio en la ciudad, Gabriel Báñez, un escritor con autoridad que siempre me azuzaba para que fuera más audaz, más osado, más temerario en mis artículos. Éste fue el punto más alto de todos ellos. Gabriel había publicado en los mejores sellos de Buenos Aires. Él mismo había sido o, en definitiva, era periodista. Había sido mi maestro de escritura durante tres años. Este artículo fue publicado en un suplemento literario en el que yo venía colaborando de modo sistemático con crítica literaria, artículos de crítica cultural y cuentos. Hasta aquí las cosas creo que están bastante claras.

Que saliera en un diario, el más importante de mi ciudad y que lo hubiera escrito alguien que era un colaborador habitual, debe de haber tenido un peso significativo entre el lectorado, entre el público lector. Esto es: no era un colaborador esporádico, un improvisado o un visitante que llegaba puntualmente de afuera, tomaba la palabra, publicando ese artículo de modo insular. Yo ya venía siendo leído. Había sido puesto a prueba por esa sociedad platense que sabía cómo funcionaba mi pluma. Cuáles eran mis intereses. Que mi especialidad eran la literatura y la crítica literaria. Como mínimo debe haber desconcertado un artículo de estas características. Mucha de esa sociedad había respaldado mis notas o artículos, en especial los lectores de naturaleza humanista y artistas de la ciudad, muchos de los que me conocían (algunos mucho). Profesores, artistas, escritores, investigadores. No era una pluma improvisada porque hacía muchos años que venía estudiando, leyendo, investigando y escribiendo, también desde la Universidad y desde el un bachillerato dependiente de la Universidad Nacional de La Plata como Colegio secundario en el que me había educado con un rendimiento académico exigente con un alto promedio final. Me había entrenado en la escritura en espacios competentes. Lo cierto es que más allá de este punto, tal como me lo dijo un compañero de Facultad con un desafortunado comentario: “todos hablaron de eso en la Facultad”. Si todos habían hablado de eso seguramente los chismes por propagación habían atravesado los muros de la Universidad, de puertas afuera, habían cundido, llegado a las autoridades, se habían desperdigado por una ciudad chica que por añadidura es chismosa, habían circulado por doquier. De modo que resultaba ser una intervención más que oportuna la mía. Cortaba los chismes. Anulaba las habladurías con una eficacia certera en un doble sentido. Por un lado, yo tenía la suficiente capacidad intelectual como para formar parte del staff de un diario con artículos y cuentos calificados, avalados por un escritor, uno de los dos mejores de ese campo de trabajo a mi juicio de toda la ciudad. En segundo lugar, asumía públicamente mi patología. El diario se difundiría mucho más que un chisme, aunque aquel chisme, el preliminar, hubiera tenido una capacidad de eficacia de desprestigio. A Gabriel Báñez le entusiasmó la idea del artículo. Pero no tengo la menor idea de cómo concebí la peregrina idea de escribirlo, ni cómo reuní el coraje suficiente para ir al diario con ese manuscrito escrito a máquina eléctrica sabiendo que a la semana siguiente sería leído en toda la ciudad. Sí recuerdo que estaba muy seguro de lo que estaba haciendo. Esa sensación de estar haciendo lo correcto. Y de que no mentía. De que decía la verdad.

No fue el único episodio por el que me tocó atravesar en directa relación con esta enfermedad, hubo otro, que mi psiquiatra denominó una “desorganización”. Estaba perfectamente cuerdo. Leía, estudiaba e investigaba. Podía circular libremente por el mundo, por la ciudad, con total normalidad. Podía tomar un medio de transporte público. Pero había una sensación de desprotección, de orfandad y falta de posibilidad de controlar mi vida de modo entero que hizo que nos tuviéramos que mudar con mi ex esposa a lo de mis padres. Mi hija era muy pequeña, todavía andaba en coche. Pero me parece que mi familia supo contener muy bien, junto con mi hermano y su novia esta compleja situación que nos obligaba a mi ex esposa y a mí junto con una hija pequeña a manejarnos con una protección imprescindible. Mi ex esposa, además es ciega de nacimiento. Puedo recordar todo lo que sucedió pero fue ¿un año? Puede que fuera un año. No mucho más. Las fechas se confunden y no cuento con mi historia clínica. Fue durante 2002, cuando el país literalmente se hacía trizas producto de una crisis económica y e institucional. Yo me venía ocupando de demasiadas cosas en la casa. Me ocupaba de trabajar adentro y afuera. El rol paterno fue para mí siempre una vocación amorosa más que una carga (salvo cuando estuve enfermo), dictaba clases en la Universidad, gané por concurso tres becas bianuales de investigación sucesivas (cuyos informes religiosamente entregué aún ese año de mi “desorganización” y fue aprobado con un “Muy satisfactorio”, la calificación más alta).

Lentamente la vida discurría pero yo no dejaba de estudiar, de trabajar. No hizo falta una internación en una clínica sino que me mantuve en casa de mis padres hasta que fui dado de alta. Francamente no tengo malos recuerdos de esa etapa. Diría, sí, que fue una etapa en la que estuvimos muy unidos todos en mi familia. Y sí diría que me mantuve de puertas adentro, si bien realizaba periódicos viajes al departamento donde habitualmente residía hasta ese momento en busca de libros para estudiar, notas, apuntes, en fin, todo lo necesario para que una investigación seria fuera exitosa. Esta vez los chismes llegaron a ambas Facultades, la de Periodismo y Comunicación Social, donde yo trabajaba, y entiendo que la de Humanidades y ciencias de la Educación, ambas de la Universidad Nacional de La Plata. Se dispersaron por ellas. Siempre hay personas que tienden a hacer de ello un deporte y personas discretas. Lo mismo sucede por estos pagos. Lo cierto es que tanto entre el alumnado como entre el cuerpo docente y las autoridades debe haber habido información respecto de mí. Y deben haber circulado chismes. Circunstancia que en virtud de padecer una enfermedad no resulta en modo alguno cómoda ni grata sino, muy por el contrario, nos pone en una situación de ansiedad angustiosa. En ese momento yo estaba demasiado débil como para afrontar la exposición. Pero sí estoy ahora con la fortaleza para hacerlo. Esto es: cuando hablo con la verdad no temo. Eso lo tengo perfectamente claro. Así tenga un costo alto lo que vaya a pronunciar.

Naturalmente que esta internación domiciliaria (porque eso fue) no supuso más que asistencia a lo de mi terapeuta (vivía a unas pocas cuadras de casa y yo mismo iba caminando), visitas a lo de mi psiquiatra (iba en taxi), había un cuidado de mi persona por mí mismo que era el mismo que había tenido siempre. Y solo recuerdo intervenciones en lo relativo a la toma de medicación.

Luego de superada la tal “desorganización” retomamos nuestra vida habitual. Y nuevamente fui conquistando logros. Obtuve un Subsidio para Jóvenes investigadores de la Universidad Nacional de La Plata, viajé a Francia a una Jornada de Estudios, pasé unos días allí, visité la casa de Camille Claudel (una de mis grandes admiraciones cuyo caso merece mayor difusión), tanto mi matrimonio como la relación con mi hija permanecieron intactas, se consolidaron. Recuerdo esa etapa como de mucho esplendor, de mucha felicidad, de mucha realización, de mucha producción intelectual, de mucho trabajo y de estudio, además de socialización familiar y con amigos.

Hubo un episodio bastante desgraciado que fue una distonía en el sistema fonoaudiológico, por la fecha del viaje a Francia. No podía hablar con claridad. No se me entendía con claridad lo que expresaba. Era un problema en el habla. Fui a ver a los mejores médicos neurólogos de Buenos Aires pero nadie daba con la solución. Lo atribuían a un origen medicamentoso cuyo efecto secundario era esta distonía. Procuraron cambiármela pero eso repercutió negativamente en mi tratamiento psiquiátrico. De modo que inicié un largo camino por fonoaudiólogos (varones y mujeres), ninguno de los cuales me convenció cómo trabajaba o bien por su personalidad, hasta que encontré por fin uno al que me derivó mi Profesora de canto en el que por fin pude confiar, cuya personalidad resultó compatible con mis expectativas respecto de lo que aspiro sea un profesional. Él me orientó de modo excelente. Lo cierto es que de un día para el otro la distonía cesó. No hubo explicación más que orgánica para ello. Simplemente el organismo dejó de manifestar ese síntoma.

En 2008, nos separamos con mi esposa. El divorcio salió muy rápidamente.

Yo nuevamente tuve un episodio, tuve que dejar mi vida de Profesor universitario e investigador en ambas Facultades, lamentándolo mucho (lo lamentaron también mis directores de investigación, que me apreciaban, yo ya tenía el plan de doctorado desde 2005 realizado y aprobado por el Comité de doctorado en Letras de la Universidad Nacional de La Plata). De todas formas, podrá imaginar el lector mis sensaciones. Remontándonos en el tiempo, desde ese 2008/2009 a aquel 1992, las cosas ya eran radicalmente diferentes. Recapitulo. En 1992 había tenido lugar aquel primer episodio. Una vez recuperado había trabajado y estudiado toda la vida en empleos vinculados siempre a la docencia en institutos de apoyo al secundario, los primeros años. Luego en colegios secundarios, uno primario, antes aún en 1994, como empleado del Estado en la Universidad Nacional de Plata, la Escuela Graduada “Joaquín V. González”. En 1998 me había diplomado como Profesor en Letras. En 2005 como Licenciado en Letras con una larga tesis sobre la escritora argentina Angélica Gorodischer. Había publicado tres libros, además de infinidad de artículos, entrevistas y reseñas de libros y films en revistas académicas de EE.UU., Alemania, Francia, España, Israel, Brasil y Chile. Cuentos míos habían sido publicados en revistas académicas de EE.UU. Un cuento mío, por el que me habían pagado derechos de autor, había sido publicado en EE.UU. en una antología por una importante editorial. Había dictado en forma particular durante diez años talleres de escritura tanto en forma particular como en la Universidad Nacional de La Plata, en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social. Había seguido cuatro talleres de escritura con varios escritores de La Plata con los que me formé de modo impecable porque en primer lugar se trataba de profesionales extremadamente competentes, por un lado. Por el otro, yo tendía a trabajar el doble de lo que solían solicitarme. En tal sentido, siempre fui una persona exigente para conmigo mismo (desde la escuela primaria) en todos los ámbitos en los que me desempeñé. Circunstancia que jugaba a favor y jugaba en contra en un doble filo que era peligroso. De modo que entre aquel 1992 inicial y este 2009 otra persona completamente diferente, entera, fuerte, afrontaba el mundo y su cuadro de salud.

De modo que este tercer episodio (contando la “desorganización”), al que siguió otro breve, muy menor, son los dos últimos hasta el presente. Tuvieron lugar entre 2008/2009. Hizo falta mucha fortaleza para salir de ambos. E hizo falta una familia que acompañara ese proceso con toda la intensidad amorosa además de prágmática y ejecutiva de la que fue capaz. Estuve internado primero en una clínica de La Plata, que (me dicen) era buena. Luego en otra, la mejor de todas, en Buenos Aires que era de excelencia. Efectivamente pude comprobar con el tiempo que era un lugar en el que por las actividades que nos hacían realizar se percibía un trabajo orientado a tratamientos altamente calificados. No obstante, me gustaría sí hacer notar que la que orientaba dichas prácticas con fines terapéuticos desde el arte era la psiquiatría, punto nada menor en tanto procuraba la asimilación e integración del paciente en un sentido particular a la sociedad (y no en otros). Esto es, había una ingeniería que buscaba ubicar a ese sujeto de cultura que sufría una patología para que funcionara de un modo singular en el seno de la sociedad, siguiendo un cierto perfil o modalidad social e ideológica, reprimiendo ciertos impulsos, dejando en libertad otros que quizás no fueran relevantes, incluso para su realización o, en todo caso, los más acertados para su inclusión en términos de colaboración social en esos contextos. La psiquiatría dictaba los destinos y lo rumbos de los sujetos a su antojo. Según una burocracia que era la que ella de modo agresivo imponía. No había posibilidad ni de cuestionamiento ni de contestación.

Aquí me gustaría aclarar que sí hubo un trato respetuoso, en el que a mí se me consideró un semejante. Un médico psiquiatra nos explicó que tenía un hermano Prof. en Letras, esto es, respetuoso de esa área del conocimiento, pese a ser una “ciencia blanda”. Y noté que las personas menos ignorantes son las que con mayor dignidad me trataban. Pero también lo hacían las que tenían en más alta estima el conocimiento, las artes y las humanidades. Este es un punto importante. También estaban los profesionales que se consideraban celebridades, narcisistas y con sentido de superioridad, motivo por el cual actuaban y se comportaban en consecuencia (además de cobrar honorarios de cifras astronómicas). El sistema calificado de salud mental en Argentina es el privado. Los profesionales de mayor excelencia no trabajan con obras sociales públicas o son muy pocos, como ya lo señalé.

En esta clínica comprendieron que estaban delante de un estudioso que había hecho una larga carrera formativa y académica. No era un improvisado en el terreno del conocimiento, aunque no fuera el científico al que ellos seguramente temían y veneraban. Y sí me sentí respetado. Ni bien salí le envié al director de la clínica un texto vía email que debo de haber guardado, que hablaba sobre lo que había significado para mí haber permanecido en esa clínica. Se trataba de un texto que no era narrativo ni descriptivo ni testimonial. Mezclaba distintas clases de registros. Era una cierta clase de texto experimental, en términos de sus géneros. Con matices poéticos. Y agradecía haber sido tan bien tratado. Solo recuerdo de su respuesta en el email esta frase: “Gracias por este texto impecable”. Era el mejor neurólogo del país. Era el mejor halago que podía prodigarme. Legitimarme como productor cultural proviniendo de una ciencia dura. .

Luego él me sometería a un tratamiento muy invasivo en Buenos Aires, adonde me acompañaba mi hermano, que siempre se ha manifestado en extremo solidario conmigo (este punto ha sido clave a lo largo de toda mi vida y lo sigue siendo, no tengo sino palabras de un afecto de una entrega absoluta) cada madrugada. Salíamos prácticamente en plena oscuridad y solo recuerdo un pinchazo en mi cabeza, un adormecimiento rápido y un despertar atontado después del cual nos retirábamos de la clínica (que no era la misma que en la cual yo había estado internado, sino que quedaba en otro barrio) ni yo era el mismo.

Mi hija vivía con su madre. Como se recordará estábamos divorciados. De modo que su infancia, a partir de sus 8 años, pese las visitas que tenían lugar tres veces por semana durante tres o cuatro horas, no eran suficientes para compartir la vida que sí habíamos llevado juntos hasta sus 8 años. De modo que durante esta etapa fue relativa la relación que pudimos mantener, si bien me esmeré en encontrar la forma de consolidarla. Sus abuelos paternos colaboraron mucho.

Tiene lugar entonces un largo paréntesis en torno de mi escritura y mi salud mental. Yo había dejado de hablar de ello por escrito. Había callado por completo. Había enmudecido en torno de este tema. Ignoro si por negación, resistencia o con motivo de una necesidad intrínseca de mantenerme apartado de esos paréntesis que me extirpaban de la sociedad, que no habían sido gratos. Hasta que llegó el año 2021. Este año, en el que escribo las presentes líneas, es un año crucial en el que tuvieron lugar varias decisiones que tomé y que supusieron una exposición pública alta y con costos altos. Uno de ellos fue la publicación del artículo “Habla el Quijote: entre la lucidez y la charlatanería”. Es cierto que yo hacia 2013 o 2014 había publicado en Facebook un artículo sobre la artista plástica Camille Claudel, su proceso de deterioro mental, su internación durante treinta años hasta su muerte en un manicomio, su tormentosa relación con Rodin, la prohibición por parte de su familia de que recibiera visitas y su aislamiento allí aun habiendo alcanzado la cura. Yo había visto el film protagonizado por Gerard Depardieu e Isabelle Adjani sobre los 12 tormentosos años que había durado su relación con Rodin, de modo que estaba al tanto de ciertos pormenores del caso. Había ilustrado esa nota con dos fotografías de Camille Claudel: de muy joven, bellísima, y de anciana, en la clínica, deteriorada. Estudié lo elemental y realicé esa publicación. Fue importante para mí. Fue un primer paso. Otro paso con vistas a seguir aproximándome hacia ese núcleo tenso, duro, que eran las enfermedades mentales. Ignoro si tuvo algún efecto entre los lectores de Facebook, pero sí sentí que era un aporte. Y un aporte importante al menos para mí el hecho de haberlo escrito. Instalaba la temática de la locura en una red social.

Respecto de “Habla el Quijote: entre la lucidez y la charlatanería” fue publicado en ViceVersa Magazine, una Revista cultural independiente de NY. Yo había tomado ese título a mi vez a partir de dos infantiles de la autora argentina Patricia Suárez: Habla el lobo (2004) y Habla la Madrastra. Autobiografía autorizada (2009). Solicité el permiso de Patricia Suárez en forma personal para formular el mío (a ella la divirtió mucho la idea). Pensados intertextualmente como relatos contra oficiales de las versiones de los cuentos tradicionales que los convertían en personajes macabros y malvados, estos dos cuentos infantiles le permitían la réplica al malévolo, que había sido estigmatizado. En clave paródica, rompían con el pensamiento estereotipado y cristalizado del lugar común y promovían el pensamiento crítico. Hay autores o críticos de la cultura (pienso en Susan Sontag con el cáncer, Thomas Mann desde la ficción narrativa novelística con la tuberculosis, Pedro Lemebel con el SIDA con sus crónicas, en los trabajos de Siri Hustvedt sobre neurociencias, con motivo de su patología neurológica o, más precisamente, Michel Foucault con la locura) que abordaron la enfermedad no desde la clínica sino desde las humanidades o las ciencias sociales, si bien Hustvedt, sí investigó mucho desde bibliografía específicamente científica. Pese a todo, es permanente la remisión a su campo de trabajo de la literatura y los estudios literarios. Hustvedt fue haciendo (hasta lograrlo) una formación en el tema en la medida en que integraba equipos de investigación, realizaba lecturas, participaba de mesas de debate, en fin, llevaba una vida activa en torno de temas vinculados a la salud mental. Este artículo (el mío), desde el periodismo, procuraba hacer lo propio. Pero desde un costado completamente distinto: poner en evidencia el costo social que suponía padecer una enfermedad mental. La falsa moral, el encubrimiento, el disimulo, el ocultamiento, los eufemismos, el estigma que afectaba a quienes padecían estas enfermedades. A partir de allí tomaba ejemplos literarios y la figura de la nobleza de valores con la aparente pérdida del juicio en el caso de un personaje paradigmático, el clásico de mayor prestigio en lengua española: el de la novela de Miguel de Cervantes Saavedra.

Ahora bien ¿Qué fue lo que me condujo a mí el 25 de agosto de 2021 a publicar “Habla el Quijote: entre la lucidez y la charlatanería”? Podría elaborar varias hipótesis. Yo estaba colaborando con muchos medios del extranjero. Especialmente para ViceVersa Magazine de NY semanalmente o quincenalmente, donde salió publicado. También para otros medios de Argentina, México y otros de EE.UU., incluidas revistas académicas. De modo que estaba sumido en mi especialidad con total entrega. Escribía mucho y escribía fundamentalmente sobre literatura argentina o temas de teoría y crítica literaria. También sobre literatura infantil argentina en un órgano de Argentina. Recuerdo en lo relativo a salud que escribí cuatro artículos sobre la pandemia durante los primeros meses de 2020 y uno durante 2021. Pero solo eso. El resto eran notas específicas sobre mi disciplina o sobre la literatura. Hubo algunos sobre estudios de género en torno de tema mujer y otros sobre minorías sexuales. Uno sobre ofender al semejante por su opción sexual. Y un cuento de temática gay ilustrado con unas bellísimas pinturas de la escritora y artista plástica argentina Azucena Salpeter. Fue un año revelador. Y fue un año de jugarse entero.

Pienso que fue fundamental el libro La mujer temblorosa o la historia de mis nervios (2006), de la escritora norteamericana Siri Hustvedt. Un libro que verdaderamente me sacudió. Es cierto que yo había ya leído La enfermedad y sus metáforas y El SIDA y sus metáforas, de Susan Sontag hacia los años noventa (el libro es bastante anterior), algunos libros de Michel Foucault pero eran libros distantes y sobre afecciones que solo en el caso de Foucault se vinculaba con la mía. Sontag abordaba otras: la tuberculosis, la tisis, el cáncer y el SIDA. Siri Hustvedt jamás había tenido clase alguna de afección neurológica. Pero cierto día en que iba a dictar una conferencia en el campus de la Universidad en Minnesota, donde su padre había impartido clases durante muchos años, comenzó a experimentar temblores de un modo desmesurado, prácticamente descontrolado. Su voz permanecía intacta. Su pensamiento claro. Pero no podía controlar el temblor inusitado de su cuerpo. Las piernas le habían quedado moradas (cuenta ella en otro libro), después de ese episodio. No me voy a detener en el libro. Simplemente lo recomiendo para quien padezca o no problemas neurológicos o psiquiátricos. Ella no solo padeció esos síntomas sino que los afrontó con valentía, los hizo públicos, los investigó y también escribió un libro de no ficción sobre el tema, documentado, en el que se asesoró con expertos, formó parte de equipos de estudio sobre el tema en Universidades de NY, participó de eventos científicos como expositora en Universidades. Por supuesto que el libro hace referencia a su historia personal. A los distintos tratamientos a que fue sometida. A una internación en el área de neurología del Hospital Mount Sinaí, uno de los más prestigiosos de NY durante un breve tiempo, para ella una experiencia pesadillesca. El largo pero fallido itinerario por psiquiatras, neurólogos, psicoanalistas, la toma de medicación hasta que luego de tentativas con varias drogas lograron dar con la más acertada. O la que más se acercaba a la acertada. Con esa droga ella evitaba en situaciones de exposición pública por lo general los citados temblores. Pero solo por lo general. Ella recordaba, en otro libro, haber padecido el mismo temblor pero no en ocasión de un evento literario o científico. Porque ella como novelista participaba de mesas redondas, presentaciones de sus libros, giras, conferencias sobre distintos temas (también es especialista en artes plásticas). De modo que este libro debe de haber funcionado como un primer detonador en mi caso. Leído alrededor de 2012 o 2013, no me extrañaría que así hubiera sido. El punto de partida que toma un sujeto varón (para el caso yo) y asume su problema de salud públicamente (lo que ya había tenido lugar, por otra parte en el artículo del diario arriba citado de 1995), evita los chismes. Elimina toda clase de ambigüedades. Aclara lo que ha sucedido. Deslinda confusiones. Cómo se dedicó al estudio y a la indagación en torno de su problema de salud.

Hacia 2011 tomé la decisión, de la cual no estaba demasiado convencido, alentado por mi familia y amigos, de terminar mi doctorado. Estaba inscripto en el doctorado desde 2005. Tenía mucho escrito de la tesis. Había investigado en buena medida a las autoras en cuestión, Angélica Gorodischer y Tununa Mercado en mi última beca bianual o en becas anteriores. En ponencias para congresos o artículos académicos. Había Actas de congresos en las cuales habían sido publicadas dichas ponencias. Mi hija era más grande. Nada costaba hacerlo. Pues me senté. Escribí esa tesis, que consistió en un análisis contrastivo entre las poéticas de estas dos autoras argentinas, ambas en actividad. Ambas me facilitaron textos inéditos y de ambas me hice amigo. A ambas las entrevisté en más de una oportunidad. Cursé seminarios que me faltaban para completar los créditos, una suerte de cantidad de horas que deben durar los seminarios de posgrados dictados por nuestros directores de tesis doctoral o bien por expertos en el mismo tema de la tesis para cubrir los requisitos aprobatorios para defenderla. Y defendí la tesis en 2014. Luego de una larga exposición en la que me dejaron explayarme con la previa lectura por mi parte de los informes de cada miembro del jurado sobre lo que consideraban la tesis debía abordar en su defensa, así lo hice. Pasó la instancia de su aprobación para ser defendida. Pues en 2014 yo ya era. Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Y las investigaciones apenas acababan de comenzar. Publiqué libros y colaboré con medios académicos de EE.UU., Alemania, Francia, Israel, España, Brasil y Chile. Si bien yo venía haciéndolo con medios de prensa desde mis comienzos en la escritura, a partir de 2018 me convertí en columnista de varias Revistas culturales de EE.UU.; México y Argentina. Publiqué trípticos o tetralogías de poemas, cuentos, artículos críticos, ensayos, reseñas de libros, entrevistas a escritores y escritoras argentinos, trabajos interdisciplinarios con fotógrafos y artistas plásticos profesionales de Argentina y España de trayectoria internacional, reseñas de films latinoamericanos. Proseguí con mi trabajo en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata esta vez en el área Editorial.

Remontándonos a 2020, había escrito un artículo (que era severo con él) sobre otro de los libros de Siri Husvedt, Vivir, pensar, mirar (2012), un libro de ensayos que ella quería que fuera leído como tal, bajo la forma de “ensayos”, pero mi crítica precisamente apuntaba a que no había sido pensado como tal, que su comparación con los de Montaigne no me parecía feliz ni acertada en virtud de que se trataba de una compilación de conferencias, presentaciones a eventos artísticos o científicos, artículos, reseñas, notas inéditas. En fin, algo que no había sido pensado como un libro de ensayos en modo alguno a priori, para ser francos tal como los pensaba Montaigne en su trabajo. El artículo fue publicado por ViceVersa Magazine e ignoro qué habrá pensado ella de ese artículo, viviendo tan luego en esa ciudad, hablando otro idioma, concibiendo la peregrina idea de que le haya llegado la noticia de que un modesto sudamericano, argentino para más datos, había publicado en su ciudad de NY en español un artículo desfavorable hacia su libro. En relación con La mujer temblorosa o la historia de mis nervios, esto era algo completamente distinto. Por la sencilla razón de que este trabajo había sido concebido como libro. Y el otro, el que yo había comentado, como una compilación a mi juicio desordenada, por más que ella hubiera buscado la forma de que tuviera más o menos una coherencia interna bajo la noción de conjunto. Lo que efectivamente, cualquier escritora inteligente sabe hacer. No estuve de acuerdo con muchas otras cosas o hipótesis de lectura del libro. Lo cierto es que sí me enteré de su obstinación por proseguir con sus investigaciones en torno de las neurociencias. Y también me enteré de cuáles eran sus otras inquietudes además de haberse graduado en Columbia University (NY) con una tesis sobre Charles Dickens. El otro punto sobre el que regresarían mis objeciones sería el de su eurocentrismo. Lo que era permanente, también en torno de la bibliografía sobre neurociencias, con excepciones, particularmente acerca de la información científica más reciente o a eventos científicos que tenían lugar en universidades de ese país, especialmente en NY.

Lo cierto es que pese a esta serie de críticas que le formulaba a Hustvedt también celebraba su honestidad, realizaba un rescate de su integridad, su sinceridad, su valentía para exponer y exponerse públicamente en torno de este tema sin dar demasiadas vueltas. De haber afrontado el problema en lugar de escabullirse. Lo que demostraba a mis ojos una estatura ética que la volvía a mis para mí una persona digna además de virtuosa.

Luego de haber leído en 2020 este libro de Siri Hustvedt, leí en 2021 otro más (el último, el más reciente de su autoría del que tenga noticia) de no ficción que conseguí de ella: La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres. Ensayos sobre feminismo, arte y ciencia (2016). Nuevamente se detectaba la dispersión que había apreciado en el segundo de sus libros. El mismo defecto a mi juicio. Su eurocentrismo nuevamente. Lo que no alcanzaba a entender yo era cómo escribía o tenía el talento y la constancia para dar a luz novelas (y buenas novelas, de talento), pero sin embargo realizaba esta suerte de reunión de textos tan dispares, desparejos por cierto, que guardaban poca relación los unos con los otros en muchos casos. Esa heterogeneidad (a la que algunos pueden atribuir un carácter positivo) a mis ojos señalaba dispersión y falta de concentración en torno de ejes y tensiones. Además de que adoptaban formas discursivas también diversas y con muchos de los cuales disentía, en lo relativo a formas de argumentar o narrar. En tanto con el primero me había sentido muy en sintonía dado que apuntaba a un tema en concreto, profundizaba en él, tenía una estructura clara, una arquitectura definida y uno podía desentrañar una lógica interna junto a una intención que era la de un esclarecimiento además de una narración.

En otro orden de cosas, un dato importante, es que fui a ver a Siri Hustvedt cuando vino a Buenos Aires a dictar una conferencia, acompañada en el panel junto con la escritora argentina Luisa Valenzuela. Y una periodista cultural de prestigio, también escritora argentina, Silvia Hopenhayn, quien fue la que se ocupó de coordinar el evento. La moderadora se comportó de modo excelente, conduciendo la situación de diálogo entre ambas escritoras (porque eso fue, un diálogo), les formuló preguntas o les solicitó que aclaran puntos. No recuerdo nada de la conferencia por el mal sonido que reinaba en los auriculares de traducción simultánea, pero sí recuerdo que ella dijo que su libro, el primero al que me he referido, solo contenía un 30% de material autobiográfico, afirmación con la que no acuerdo en absoluto. Pero ella está en todo su derecho de juzgar su propio libro, si bien los autores todos sabemos que no suelen ser las personas más indicadas para hacerlo. También recuerdo que la escritora Luisa Valenzuela mencionó que luego de una larga estadía en EE.UU. en donde dictaba talleres de escritura creativa (literary workshop, les llaman ellos técnicamente), cuando había empezado a soñar en inglés, había tomado la decisión de regresar a Buenos Aires.

Después de “Habla el Quijote: entre la lucidez y la charlatanería”, el 18 de septiembre de 2021, elegí publicar un texto, en un Semanario de la ciudad de Mendoza (Argentina) en su número 52 el texto “El sutil jardín colgante o la palabra a tiempo de Patricia Coto”. En él narraba, a través de una crítica literaria de un libro de poesía en cuya dedicatoria yo había encontrado de casualidad cierto día en la biblioteca de mis padres la referencia a que “había sido un año lleno de tormentas” escrita por Patricia Coto junto a la fecha, que nos había venido a traer a casa, este poemario de su autoría. Patricia Coto nos había dedicado el libro a mi hermano, a mi padre, a mi madre, a mí y a mi mascota, Whisky, un perro mestizo. Patricia Coto es poeta, Prof., Lic. y Dra. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Ella había hecho mi mismo recorrido por la carrera de Letras, pero con anterioridad. También escribía poesía. Y nos importaban aproximadamente las mismas cosas.

De la crítica literaria, tomando como punto de referencia ese libro, lentamente me deslizaba hacia la crónica autobiográfica. Se lo envié a algunas personas. Una de ellas fue el escritor (novelista, cuentista, poeta), Dr. Honoris Causa por la Universidad de Buenos Aires, Director del Instituto de Literatura iberoamericana de dicha Universidad, investigador, Prof. en Universidades de Argentina y en México en el exilio, durante la última dictadura militar, de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México). Un pionero de la crítica en Argentina que había rescatado tempranamente la figura del autor argentino Roberto Arlt. Y dirigido hacia los últimos años una Historia crítica de la literatura argentina, en 12 volúmenes. Una personalidad de la cultura argentina, también con participación activa en diarios y revistas de actualidad. Con él mantengo una relación de amistad desde hace muchos años, si bien no nos frecuentamos personalmente más que muy esporádicamente. Su contestación a mi envío fue un correo electrónico sumamente gentil y sin el menor prejuicio. Más bien pone el acento en mi “aplomo” y en un análisis a mi juicio lúcido del texto. Reproduzco el email que él me envió con su autorización previa:

“Querido Adrián, leí tu excelente trabajo sobre Patricia Coto: es una mirada profunda y un lenguaje muy aplomado. Estás poseyendo un instrumento de difícil manejo y el lenguaje que viene en ayuda de esa mirada no excluye vibraciones personales, subjetivas, es un escribir «desde» que la Academia suele reprimir. Leí con gusto los destellos de inteligencia que saltan por todas partes y que conforman un poema que corre paralelo al que estás comentando. Escribir es el arma que algunos hemos usado para afrontar este duro tiempo que nos ha tocado en (mala) suerte: por mi parte, y gracias a que nos hemos salvado nosotros de esa pesadumbre, estoy sin embargo lleno de pena por los que se han disipado, por los que son víctimas de las consecuencias. Feo asunto, ojalá se pueda recuperar un ritmo de vida que nos deparaba revelaciones y hasta el despertar de nuestra propia sensibilidad e inteligencia. Te mando un abrazo, como siempre, tuyo, N.

Simultáneamente, un académico, una eminencia, esta vez radicado en EE.UU., a quien yo trataba por trabajo, a quien respetaba mucho y él a mí (no solo por razones profesionales sino éticas, de honestidad intelectual y personales) a quien también le había enviado la crónica, me respondió: “La leí. Me alegro de que la hayas publicado”.

Y como si todo esto hubiera sido poco, estando internado en 2008/2009 en La Plata, otro académico también de nota, como los dos anteriores, el Dr. Pedro Luis Barcia me había enviado, a través de su hija, que era nutricionista de dicha clínica, un pequeño libro/objeto editado por la institución que él presidía, la Academia Argentina de Letras. Este Profesor había sido mi docente titular en la Universidad Nacional de La Plata en las asignaturas de Literatura argentina A y B. Noé Jitrik lo había sido en un seminario sobre discursividades en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata.

La sede natural del “logos”, la del discurso racional para los griegos. La palabra en la que reinaba el discurso propio de la reflexión, de la meditación, respondía al prejuicio o a la enfermedad mental no desde el desdén o la descalificación, del estigma, sino la de otros ámbitos y también por parte de figuras de mucha mayor autoridad y prestigio sino la consideración hacia mí mismo como un semejante, al que valía la pena leer, escuchar, atender, que tenía cosas para decir según una construcción textual que no era la frecuente, que ellos halagaban, así como aprobaban como lo oportuno de haberla publicado, por un lado. Por el otro, la de haberlo hecho “con aplomo”. Ponderaban esa escritura. La analizaban. No me estoy refiriendo a la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata sino a la de autoridades de nota de la Universidad de Buenos Aires (UBA), de una importantísima Universidad norteamericana y una Universidad de Buenos Aires de la cual era docente mi Prof. de las Literaturas argentinas.

Los tres académicos, tres autoridades de nota en mi campo de estudios, sabían que esas cosas que ellos me escribían o el regalo que uno de ellos me había enviado a través de su hija, todas eran importantes para mí. Para mi identidad. Para mi vida en circunstancias que no eran precisamente afortunadas en ese momento. Sabían del rendimiento que solía tener en mis trabajos o mis estudios porque me habían tratado o me trataban de cerca. Cada uno a su manera, me revelaba que había sido importante mi palabra, circunstancia que la afianzaba, la respaldaba. Y esa consideración principal para mí me otorgaba una estatura también creativa e intelectual de autoridad a mí mismo. Le brindaba, también, una fundamentación a mi texto y a mi carrera como profesional en mi especialidad en directa relación con enfermedad. Por otra parte, viniendo de personas tan distintas, el mérito era mayor aún. Avalaba los argumentos de ese texto. En efecto ¿por qué un hombre que padece de cálculos renales menciona su patología abiertamente, por la calle, sin pudores, o alguien que tiene una úlcera hace lo propio, y yo por padecer un problema psiquiátrico debía callarlo? No me parece ni racional ni justo. Daría un paso más allá: ni ético.

Publiqué esa crónica autobiográfica, “El sutil jardín colgante o la palabra a tiempo de Patricia Coto” en todos los Grupos de Facebook de los que formé parte, incluido el de los Graduados de la carrera de Letras de la Universidad Nacional de La Plata. Ignoro la repercusión pero hubo solo una graduada que puso un “Me gusta” a la publicación. Digamos que hubo alguien que la había estimado. Y alguien inteligente hasta donde la conocía a esta persona. No dejó de llamarme la atención el silencio generalizado del resto. También me gustaría decir que desde la Universidad Nacional de La Plata, en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social, donde trabajo, siempre encontré comprensión respecto de mi problema de salud. Jamás descalificación, se contuvo mi situación con un aval que francamente resulta sorprendente, encomiable y que no es frecuente en las instituciones de educación superior. Este punto sí me gustaría dejarlo por sentado. Y dejarlo por escrito. En primer lugar para agradecerlo. En segundo para hacer notar que la Facultad de Periodismo y Comunicación Social valoró y valora mi trabajo así como mi trayectoria. Fueron personas que contuvieron y me contuvieron en situaciones complejas. Fueron flexibles y sensibles a una persona que simplemente se había enfermado.

Finalmente, el 29 de septiembre de 2021, publiqué “Enfermedad y arte: la salud de los creadores”, en ViceVersa Magazine. En él, abordaba algunos casos de locura que habían tenido lugar en el campo de la literatura o de las artes plásticas, Camille Claudel (una de mis obsesiones), Vincent van Gogh y Antonin Artaud. Analizaba la enfermedad, objetaba a la psiquiatría y al psicoanálisis toda una serie de prácticas psicoterapéuticas, en particular las técnicas de psicodiagnóstico, con las que no acordaba, en tanto se ceñían a diagnósticos según un sistema de siglas fijas, estipuladas, que no contemplaban la singularidad del paciente, por un lado. Por el otro, en ese mismo sentido, toda situación de un paciente resulta ser dinámica, representa variabilidad, aunque padezca de un problema de salud mental de base. Sin embargo, la posibilidad de una remisión o una convivencia inteligente con la enfermedad es algo probable si esa persona es responsable, acepta su enfermedad y es aceptado por la comunidad en la que vive con respeto. Luego narraba estas historias e “historias clínicas” (también) de los creadores en las que había puesto el foco y que eran tan desdichadas. Este artículo también fue reproducido en todos los Grupos de Facebook de los cuales formo parte. Entre ellos el de los Graduados de Letras. Hubo un solo “Me gusta” de una amiga mía, compañera de trabajo en la Escuela Graduada “Joaquín V. González”, dependiente, como dije, de la Universidad Nacional de La Plata, en 1999. Y por supuesto que circuló por el mundo entero porque fue publicado en un medio de prensa internacional con sus correspondientes redes sociales.

En adelante me embarqué en una investigación en torno de enfermedad y literatura y enfermedad y arte, que me mantuvo ocupado durante un largo tiempo y aún me mantiene en la misma tarea. Luego me di cuenta de que se trataba de un tema apasionante en el que profundizar, en el que había muchos tabús, velos que descorrer, voces que contestaran a las ciencias de la salud desde la perspectiva crítica del paciente. Igualmente, que esa contestación o respuesta cultural fuera realizada desde las herramientas de las ciencias sociales y las humanidades, que era hora de colaborar para erradicar esos silencios, que la persona ideal para hacerlo era alguien que hubiera pasado por esas experiencias en directa relación con las psicoterapias, quien podía realizar aportes para que la “solución social”. Era la forma de que comenzara a instalarla como algo que revirtiera los lugares comunes, la descalificación, el pensamiento cristalizado, el estigma o bien la consideración de estos temas como algo a invisibilizar. Yo no estaba dispuesto a hablar más en voz baja, entre susurros, a esconder mi problema de salud, como lo hace alguien que ha cometido un delito, ha robado o ha perpetrado una infracción. A sentirme culpable o avergonzado por él, como afirma Susan Sontag respecto del cáncer. Yo sentía que merecía tener y disponer de los mismos derechos y la misma dignidad que el resto de las personas en sus ámbitos de trabajo así como en sus ámbitos de estudio o investigación. La sociedad no podía denegarme derechos o subestimarme, denigrarme o temerme (porque al loco también se lo teme, “más solo que loco malo”, dice un refrán) por padecer una patología de esta naturaleza. Diría que en primer lugar porque no era justo. Por una razón, por lo tanto, de justicia. Esto es, acentúo nuevamente: de naturaleza ética.

Busqué bibliografía, comencé a documentarme, encontré novelas, biografías, hice rastreos, analicé anécdotas, compré libros, leí ponencias de Actas de Congresos, o leí acerca de casos, consulté a un psicoanalista amigo muy lector. Y todo lentamente comenzó a adoptar la forma de un proyecto con una orientación hacia la cual yo me dirigía, por un lado (probablemente del mismo modo que le había sucedido a Siri Husvedt con su patología neurológica) de modo inexorable. Y lo hacía con renovados bríos.

En estas palabras resumiría la autobiografía textual (que se ha deslizado hacia la crónica autobiográfica) en torno de mi problema de salud mental. Una autobiografía textual que lentamente se convierte en fuerza productiva fecunda, promueve la investigación, la indagación de modo provechoso, la producción de textos. Colabora para entenderme a mí mismo, a lo que me sucedió, a lo que me sucede, a tener un registro de lo que me sucedió, a que lo tenga el resto, a evitar deformaciones, distorsiones malintecionadas. Esta interesad en lo que fuera una instancia de esclarecimiento. Tanto en lo personal como en el orden de lo social.

Ahora bien: esta agenda corrobora de modo elocuente hipótesis en torno de los tabús sobre la enfermedad mental. Para informar a otros sobre aquello que ignoran desde una perspectiva que toma como herramienta el pensamiento crítico, parece fundamental el testimonio de un paciente que sabe y puede escribir porque se ha formado en ello y permanece estable. Y también para entender mediante esta cadena de textos tan singulares (porque son todos muy distintos), que adoptaron inflexiones que fueron desde un artículo periodístico temprano pero en un medio de comunicación masiva gráfico en una ciudad de provincias, pasando por un artículo sobre la primera contestación a la hipocresía y al pensamiento que pretende ocultar cubriendo con un manto de silencio y un velo estas patologías en un medio internacional desde NY hasta otro sobre la enfermedad mental en Mendoza (Argentina) y otro en NY. Y lo hacía desde el punto de vista de no tolerar que la enfermedad fuera vista como una razón culpable, de la cual el paciente debe avergonzarse, temer hablar, o no hablar o hablar en voz baja, de un modo que se vive esta enfermedad, como afirma la escritora Susan Sontag de su patología cancerosa, como un castigo que llega al enfermo cuando en verdad se trata, al menos en mi caso, de un problema psiquiátrico que no elegí y que tiene tratamiento. El paciente entonces además de padecer su patología padece el calvario de la exclusión social y de las habladurías. Y, en su imaginación de lo que esas habladurías realizan con su prestigio. En mi caso en modo alguno afecta ni mi rendimiento intelectual ni mi trabajo ni mis relaciones vinculares ni afectivas ni, naturalmente, profesionales. Es el resultado de un proceso sobre el cual el paciente o la persona aquejada por esa patología por lo general no tiene responsabilidad alguna para que le toque en suerte. Este es el punto. No es un ladrón ni alguien que no cuida de su salud.

Y como para cerrar el círculo de esta enorme cinta de Moebius, escribí un extenso artículo sobre los tres libros de ensayo o no ficción de Siri Hustvedt, que saldrá en México en el mes de noviembre, que los sistematiza como corpus y saca conclusiones acerca de todos ellos, en una reflexión de conjunto a fondo en torno de sus contenidos, por un lado. De sus estrategias argumentativas, por el otro. De su imagen de autora. De la posición que adopta como sujeto de la enunciación en el seno de esos tres libros. En el que rescato lo que me parece más valioso de esta escritora valiente, que me sirvió para afrontar públicamente mi propio problema de salud. A hablar en primera persona de algunos de los mitos y estereotipos que circulan erróneamente como fantasmas acerca de la enfermedad. Hacer acto de presencia y en una primera persona poderosa afirmar y confirmar con aplomo y sin dudarlo un instante lo que sucedía y qué me sucedía en lugar de que circularan trascendidos, rumores, chismes o habladurías. No dejaba lugar a dudas acerca de lo acontecido. Y ello sí aclaraba las circunstancias por las cuales me había pasado o pasaba en este momento sin que se tejieran hipótesis descabelladas, maliciosas o mentirosas acerca de mi problema de salud. Junto con la posibilidad de ponerme a estudiarlo, en mi caso no desde las neurociencias, como en el caso de Siri Hustvedt, pero sí desde la literatura y el resto de las humanidades o las ciencias sociales, sin descartar de plano, sin embargo, de todas formas, la consulta de trabajos científicos de la psiquiatría, del psicoanálisis o las neurociencias, orientado por expertos en esos campos, en virtud de que cuento con varios amigos psicoanalistas y también por parte de mi propio psicoanalista, un profesional de excelencia. También mantengo contacto con psiquiatras por otros lados socialmente. Era un reto a asumir. Yo, por mi parte, lo asumía. Me hacía cargo de él.

Lo que sí me parece importante mencionar es que puse al tanto de mi problema de salud mental a todos los editores de las publicaciones con las que colaboro, también a los editores de mis libros, porque me pareció que era lo más honesto que podía hacer en tales circunstancias. Y si de hecho publicaba estos textos, todo el mundo se enteraba de tal circunstancia, resultaba evidente que debían enterarse de primera mano y por mi propia voz de lo que había tenido lugar. Tomarlo con total naturalidad me pareció la forma más acertada para ahuyentar esos infiernos tan temidos por parte de una sociedad que por un lado deja pasearse al corrupto con su auto último modelo por la calle y avergüenza al enfermo mental obligándolo a confinarse o en su casa o en una institución de salud mental siendo alguien honesto y socialmente productivo.

De modo que en esta constelación el texto sobre el libro de Patricia Coto y sobre el gesto de ella de ir a llevarlo a casa de mis padres una nueva figura se había armado. Este texto, el más sofisticado de todos cuantos había escrito, por su alto nivel connotativo (también denotativo, porque remitía a un referente nítido que fácilmente se infería) y su electrizante carga emotiva, que compatibilizaba mi profesión de crítico literario con la de escritor, Prof., Lic. y Dr. en Letras y también lector de un libro que no era otro que el de una colega muy querida, conocedora de poesía y poética, además de literatura en general, la situación había cambiado de modo radical. También en la ciudad en la que vivía. En las redes. Y entre varios lectores que habían llegado a ese texto, y ahora pasarán por este, sin conocerme.

En torno de muchos temas había habido personas que habían tomado el toro por las astas respecto de temas socialmente negados o disimulados por la sociedad, temidos, que no se afrontaban jamás, eran tabú o bien socialmente evitados, que provocaban conmiseración o lástima. Pensaba en la novelística de Jorge Semprún acerca de los campos de exterminio nazis, toda una amplia bibliografía de personas que habían narrado los horrores de los campos de detención clandestina en la última dictadura militar argentina, la apropiación de menores recuperados con el libro de diálogos realizado por parte de la escritora argentina Ángela Pradelli, el citado caso de Susan Sontag con el cáncer y el SIDA, las crónicas de Pedro Lemebel sobre el SIDA, Siri Hustvedt sobre las neurociencias, Michel Foucault con la locura y el poder psiquiátrico. Yo me inscribía en esta tradición de escritores, creadores, investigadores o filósofos. Me había embarcado, luego de dar un primer paso de intervención potente en la esfera pública (que no era por cierto el primero) respecto de mi problema de salud en el periodismo. Ahora hacía falta investigación, profundización y especialización. Retroceder hubiera sido cobarde. Congelar la producción de textos hubiera sido sinónimo de congelar el cuadro clínico, como si nada hubiera sucedido o ignorarlo, hubiera sido sinónimo de ser vencido por una opinión pública o una comunidad ciudadana de La Plata hostil que no se había manifestado por cierto en modo alguno en tal sentido atenta a mis problemas de modo comprensivo, salvo excepciones.

No obstante, cuando publiqué algunos de estos textos en mi muro de Facebook las respuestas fueron otras muy distintas, tanto las platenses como las de otras personas de diferentes partes del país que me conocían. Y otras no se habrán atrevido. Dejaron comentarios en mi publicación alentadores, estimulantes, aprobatorios, ponderativos, con halagos hacia la figura de Patricia Coto y su intervención tan oportuna, con la alegría de que alguien hubiera hablado sin pudores acerca de este tema tan acallado. Todo ello me alentó a proseguir mis búsquedas y a rescatar del pasado momentos que, soterrados, regresaban, esta vez sí, de modo iluminador.

Creo que estos textos también pusieron el acento en lo relativo al sujeto con una patología y las instituciones en el seno de las cuales trabaja. En mi caso universitarias en las cuales me desempeñaba. La Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata había dado a la talla. Había demostrado y exhibido una enorme grandeza con un docente universitario e investigador que había ofrendado a esa casa de altos estudios diez largos años de su vida, además de su trabajo Editorial en ella, a costa de mucho esfuerzo, mucha entrega y un enorme sacrificio. Con un esfuerzo superlativo por ser eficiente, estudioso, haciendo investigación junto a docencia y preocupado por ser creativo en sus clases.

Mi intención era, sí, hacer un llamado de atención entre sujeto e institución en el sentido de que dicho sujeto se hacía cargo de lo que le había acontecido en su seno y de lo que había debido afrontar a partir de ese momento. Del modo en que institución y sujeto habían mantenido o la contención o la expulsión que de él hacía la institución en cuestión.

Habían sido horrorosas mis experiencias en Juntas Méditas del área de Sanidad con psiquiatras que no me habían tratado bien cuando había asistido. De modo que doblemente tenía la obligación de hablar.

El proyecto, cuyas primeras notas ya habían sido esbozadas en forma periodística y varios de los libros leídos, planteado con la orientación que seguiría, ya había sido señalado en sus líneas de investigación así como los autores en los cuales me concentraría. Las lecturas y los estudios de los casos que más me interesaban (¿historias clínicas?).

¿Qué era una patología? ¿por qué había patologías tan temidas? (este punto era el que me desvelaba verdaderamente) ¿qué hacían las patologías de los sujetos para que fueran tan vulnerables frente a la sociedad y las instituciones? ¿por qué las instituciones en lugar de contener a los sujetos con patologías los evitaban además de discriminarlos, estigmatizarlos y evitar sus aportes (que eran posibles y hasta valiosos)? ¿por qué se debía callar toda vez que esto ocurría en lugar de hacerlo público? Por mi parte, que sí tenía el dominio de la palabra y los espacios donde publicarla, me pareció lo más acertado.

Quien tenía el poder de la palabra la tomaba y la hacía escuchar y circular, gustara o no gustara. Cayera o no simpático. No era ese el punto sino, ante todo, decir la verdad. Podía o no ser leída esa palabra. Esa era, sí, una decisión del lector. Por lo general era una palabra escuchada y era una palabra que generaba interés en quien la leía, además de aprecio hacia la valentía del escritor que asumía el acto de presencia y el acto de tomar la palabra. No por heroísmo ni mesianismo, sino por cumplir una función social importante en el seno de la integración en contra de la estigmatización. Ese sujeto enunciador lo hacía desde un medio de comunicación o desde la academia. No estaba dispuesto a escuchar el silencio. Ni el propio y ni aquel que como un manto cubría a estas enfermedades tan temidas o bien de las cuales las personas se apartaban, así como había otras que pasaban por normales o estaban habilitadas para ser socialmente admitidas. El velo lentamente se descorría y echaba luz sobre todo aquello que se eludía, por fobia o cobardía. Se había mantenido rigurosamente cubierto. También (esto vale señalarlo y vale señalar el caso de Patricia Coto) por falta de solidaridad. Que no fue su caso. Eran pocos los enfermos que tomaban la decisión de aclarar los tantos. Bajo estas circunstancias se gestó una línea de investigación que involucraba a la Universidad, tanto en el campo de Letras (mi campo de formación académica de base) como en el de la Psicología y la Medicina, en el área de Psiquiatría, carreras fuertemente institucionalizadas. Ese proyecto se había iniciado hacia 1995, de forma remota, hasta llegar a este tiempo histórico de 2021 en el que había cobrado forma definitiva. El trabajo sería incesante. Desde la investigación a la escritura creativa, dos áreas en las que yo me había desempeñado con intensidad y había realizado estudios de posgrado y una especialización en profundidad.

Y así como dejé constancia de la solidaridad de Noé Jitrik, del Dr. en Literatura latinoamericana de EE.UU., del Dr. Pedro Luis Barcia, Presidente de la Academia de Letras, con el aval de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata por su inmensa solidaridad, comprensión y apoyo, además naturalmente de la de toda mi familia, inmediata y en un sentido amplio, no puedo dejar de mencionar a dos personas clave en todo esta trayectoria. En primer lugar la amistad, la incondicionalidad de la escritora y Prof. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata Gabriela Casalins. Y en la investigación y con una estima emocionante para mí la presencia de la Dra. en Filosofía y experta en Filosofía de género con énfasis en estudios sobre la mujer, doctorada en Universidad Complutense de Madrid, mi co-directora de tesis doctoral, la Dra. María Luisa Femenías, autora de múltiples libros, ganadora de muchas becas internacionales y del Premio Konex, atenta y pendiente de mi bienestar, de mi carrera y de mis progresos profesionales. Siempre en posición de inclusión. Ella fue otra académica de nota con la que me formé en buena parte de mi trayectoria, siempre valorando mis aportes a la investigación y la producción científica en el campo de las humanidades. Todas estas personas atravesando, atreviéndose, siendo capaces de pasar por encima como por un puente sobre todos los prejuicios, todos los tabús, dando voz a los silencios, no dando crédito a chismes sino preguntando por mí de primera mano, no se ausentaron ni temieron estar a mi lado. Fueron personas fieles. Jamás faltó un llamado, un correo o una visita. La alegría de un café o de un encuentro. Uno sentía la certidumbre de su presencia, los evocaba. Su potencia. Su escritura también me acompañó permanentemente. Leía sus libros. Recordaba sus clases o nuestras reuniones de trabajo. Los saberes con ellos aprendidos. Por supuesto a los profesionales, a los dos psiquiatras que fueron los responsables de mi atención y a los terapeutas con quienes en un coloquio sin concesiones hablamos con honestidad sin encubrir nada.

Y así como hubo quien pretendió disuadirme de seguir investigando, de que únicamente me concentrara en mi trabajo creativo (como de hecho lo pretendió una Dra. en Filosofía), o de menoscabarme como estudioso o investigador, los hubo otros en sentido inverso. Capaces, una vez más, de confiar en mí a la hora de encomendarme trabajos de estudio o de investigación. Confiando en mi “logos”. De apostar a mis capacidades. Son todos puntos de vista, sistemas de ideas abiertos o cerrados, personas que piensan en el semejante o consideran que ese no es un semejante con sus propias capacidades. O esas capacidades están alteradas sin tomarse el trabajo de consultar sus producciones o de ponerse al tanto de qué está investigando y publicando. Debería ser repensado seriamente el modo en que son tratadas las personas con problemas de salud mental en marcos académicos. Especialmente en el campo de las Humanidades. Y especialmente cuando han hecho una carrera en la que han puesto todas sus energías hasta realizar un itinerario demostrando que han sido exigentes y rigurosos consigo mismos. En particular si son capaces de una producción intelectual y vincular con el semejante exitosa en un contexto institucional.

Este que leen es el próximo texto de mi autobiografía textual que me estaba aguardando en lo relativo a lo que denominé “Locura y desapego” como título, evocando en un tributo aquel iniciático de 1995. Fue el que me pareció la consigna más certera acerca de la relación entre cordura y locura, entre socialización y confinamiento interior o alienación. De esta ecuación nacía un sujeto saludable, nuevo, capaz de autodesignarse, de autorrepresentarse, esto es, de decir quién era, cómo era por sí mismo, que su self hablara, sin ser dicho por otros. Entre habladurías, chismes, corrillos o deformaciones en la información o bien en invasivas desautorizacions. Un estudioso que no era heterodesignado por la voz de personas desinformadas. Menos aún una persona dispuesta a ser silenciada o acallada. Porque había también (y esto merecería una investigación a fondo) un “silencio histórico” en torno de la salud mental por parte de quienes son o fueron sus víctimas o pacientes.

Estamos en 2021. Ha quedado atrás una etapa que naturalmente deja una marca pero no lastima un ápice la lucidez ni la capacidad de trabajo, que se manifestó siempre con particular intensidad en mi caso. Con un Prof., una Lic. con una larga tesis y un Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Una especialización en literatura argentina contemporánea pormenorizada. En literatura infantil y juvenil argentina también. Largos años formativos en talleres de escritura en La Plata y en Buenos Aires que prosiguen. Con libros publicados de narrativa, poesía, investigación, una compilación temática de textos narrativos y prosas de importantísimos escritores y escritoras argentinos y un libro de entrevistas a escritoras argentinas contemporáneas. Con participación en antologías en cuento y poesía en el país y el extranjero. Integrante de equipos de investigación durante largos años. Con muchas colaboraciones con medios académicos. Con otras tantas en Revistas culturales y medios de prensa como columnista estable tanto del extranjero como de su país, un pasado de formación de base académica de largos años, un presente de estudioso que no cesa, yo me sentía poderoso, capaz de afrontar desafíos en lo relativo a estudios e investigación. Avanzaba con nuevos bríos, pero, sobre todo, avanzaba con sinceridad y con naturalidad por la vida intelectual y creativa que desarrollaba, punto crucial para asumir el compromiso esencial con el conocimiento. Ese que me había propuesto desde mis primeras clases. No ocultar quién se es. Solo faltaba dar el otro paso. El paso fundamental. Elegir un corpus. Y proceder a realizar hipótesis de lectura. Postularme a becas o subsidios. Por último, lo que yo llamaría escribir otros textos para esta autobiografía textual, en contextos profesionales, de investigación y estudios interdisciplinarios o multidisciplinarios, con participación en congresos, Jornadas específicas y otros eventos científicos en las disciplinas en Facultades como la de Psicología, Trabajo Social o Medicina, consagradas a la salud. El patchwork se había armado. Y yo tenía delante de mí su figura.

La “solución social” a esta clase de problemáticas no consiste en ocultarlas. Tampoco en exhibirlas de modo indiscreto. Pero sí ser justos y mostrar su envés que no todos conocen ni se atreven a narrar. Algunos se niegan a conocer incluso la propia. Pues es asunto que atañe a la sociedad toda. A una comunidad y a una cultura.

Y ahora. Ahora en esto estamos. Investigando. No es poco para alguien que ha consagrado su vida entera a hacerlo.

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