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Maria del Rosario Lara

Lo liminoide y elementos rituales en la marcha del Día Internacional de las Mujeres

El pasado 8 de marzo las mujeres se lanzaron a las calles para expresar su repudio ante los símbolos y prácticas sociales que se han tejido alrededor de ellas, colocándolas en una situación de casi o total indefensión frente al poder (cualquiera que sea su forma), lo cual ha desembocado en una limitación profunda de las posibilidades de su desarrollo, que en muchos casos se ha traducido en condiciones de vida y muerte indignas.

La necesidad de visibilizar las demandas políticas y sociales de las mujeres ha llevado a considerar el espacio público -concretamente la calle- como un lugar privilegiado en el replanteamiento urgente de nuevas relaciones entre los miembros de la comunidad tendientes a impulsar la generación de condiciones de igualdad entre los géneros. Los movimientos de mujeres, al denunciar relaciones verticales y opresivas, tienen un fuerte componente político que se expresa a partir de situaciones liminoides y de ciertas prácticas muy cercanas al ritual, en este caso específico me refiero a las marchas convocadas por las mujeres[1].

Al hacer suyas las calles, las marchas de mujeres las cargan de nuevos mensajes a partir de la resignificación de ciertas imágenes, tales como el color rosa, los pañuelos verdes, la desnudez del cuerpo femenino y la manera de interactuar con el propio cuerpo, que confrontan la “validez” de los discursos falocéntricos y heterosexuales como formas exclusivas de organizar la vida humana. Espacio y tiempo adquieren nuevas connotaciones. El espacio se metamorfosea en un escenario donde se lleva a cabo un performance: ensayo o experimentación de nuevas maneras de entender y actuar lo social. El tiempo, al cargarse de la energía de un ambiente de fiesta y camaradería, se absolutiza y se vuelve innecesaria toda medida o división temporal. Es decir, se actualiza el fenómeno de lo liminoide, cuya característica fundamental sería la de colocarse en una situación de entremedias. Se crea una dimensión espaciotemporal que trasciende simbólicamente los márgenes de la comunidad sin dar paso a una nueva objetivación de lo social. Lo liminoide constituiría un desprendimiento momentáneo por parte del sujeto de las funciones y obligaciones que se le han adjudicado en la sociedad de acuerdo con su condición de género y su posición en el entramado económico. Estamos, entonces, en presencia de lo que el antropólogo Víctor Turner llama la communitas, encuadre típico de lo liminoide, donde la convivencia entre los participantes se da en un pie de igualdad por la erosión pasajera de toda jerarquía social y la priorización de la interacción colectiva de la existencia humana en detrimento de un individualismo reduccionista y altamente narcisista.

Los símbolos e imágenes de los movimientos de mujeres funcionan como receptáculos que condensan en su materialidad un amplio y diversificado abanico de demandas, tales como el derecho a la autodeterminación y el respeto hacia el cuerpo femenino, la legalización del aborto, la exigencia de los mismos derechos laborales entre los hombres y las mujeres, la lucha contra el racismo y la exclusión, la defensa del medio ambiente y el cese a todo tipo de violencia ejercida contra las mujeres y los más vulnerables. Durante las marchas, los símbolos y sus diversos contenidos ponen en movimiento las facultades sensoriales, lúdicas y emocionales de los participantes, permitiendo con ello experimentar y sentir la realidad de una forma distinta a la institucionalizada por el status quo, lo cual puede ser muy angustiante para los detentadores de los poderes económicos y políticos. El ambiente de las marchas se llena de una alegría instintiva, se da rienda suelta a la imaginación y por un momento se deja de ser quien se es para adquirir otra identidad; por ejemplo, muchos participantes se disfrazan, se pintan los rostros o se visten de manera extravagante. Se canta y se baila en un ambiente de fiesta y juego. Esto no equivale a decir que las marchas de mujeres y sus demandas sean intrascendentes; al contrario, lo que se da es una subversión de la o las ideologías dominantes para ensayar formas inéditas de lo social y, al mismo tiempo, se atrae la mirada al proceso de creación del mensaje. Y es ahí donde reside precisamente la fuerza del signo y su capacidad de movilización política.

Las marchas de mujeres del 8 de marzo presentan algunos elementos rituales, tales como su repetición periódica, el establecimiento y permanencia de símbolos desencadenadores de nuevas identidades y la puesta en evidencia de la existencia de un conflicto entre formas posibles de sociabilidad y las que ya han sido normalizadas y estandarizadas. Las marchas, al igual que los ritos, revitalizan a los participantes en virtud de su capacidad de reactivar la imaginación en su función de idear otros mundos posibles de coexistencia entre los seres humanos y entre ellos y su entorno.

La tarea de transformación de lo social requiere una labor minuciosa de clasificación de las diferentes demandas de las mujeres, pues varían no sólo de región en región, sino también dentro de la misma comunidad de acuerdo con la posición social, económica y política de las mujeres. El Estado debe asumir su responsabilidad moral y jurídica frente a las demandas de los grupos de mujeres que pugnan por la implementación, tanto a nivel simbólico, político como económico, de los cambios necesarios para garantizar la dignidad de la persona y de su vida y, a la par, fomentar las posibilidades reales de un desarrollo individual y comunitario. De lo contrario, las demandas de las mujeres permanecerán en la marginalidad. Por otra parte, debe evitarse todo tipo de relaciones verticales y la concepción de un mismo proyecto para todas las mujeres al interior de sus organizaciones y movimientos. Recuérdese, parafraseando a Aristóteles, que el ser se dice de muchas maneras y, en este sentido, el diálogo constituye una herramienta indispensable en la construcción social del “ser.”

Las marchas, como procesos liminoides, constituyen canales por donde transitan las expresiones de descontento y el deseo de reajustar la convivencia social de tal manera que beneficie al mayor número posible de seres humanos. Las marchas de mujeres pueden leerse como un recordatorio de que las relaciones sociales y sus consecuencias sobre las vidas de los seres humanos no son “naturales” y, por ende, inmutables. La organización social es el resultado de un constante e interminable flujo de negociaciones y reajustes. En la ardua tarea de la reconstrucción de lo social, resulta prioritario poner en cuestión nuestros prejuicios e ideas más caros, pero no al modo de la duda cartesiana, es decir, de la afirmación de una consciencia solitaria desligada de los otros; al contrario, suspender nuestros mundos simbólicos, en tanto que no únicos, a la hora de acercarnos a los otros y a sus universos culturales en una relación del “yo-tú” basada en el respeto y el amor mutuos, a sabiendas de que la sociabilidad es un proceso, un movimiento siempre perfectible que necesita de la presencia del prójimo.


[1] Estas notas se basan en la antropología de Víctor Turner, específicamente en sus conceptos de “liminoide”, “communitas” y “los ritos de paso.”

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