Mi abuela sufrió de diabetes a lo largo de varias décadas sin que yo lo supiera, quizás porque ella no quiso que yo lo supiera o porque la vida no quiere que un niño se entere de cosas de las cuales todavía no debe enterarse. Recuerdo que la veía insertar esas pastillas diminutas en las bebidas y beber como si bebiera azúcar, mientras yo, jugaba a insertar pastillas imaginarias en mis bebidas y tomarlas, como si tuviera diabetes, aunque en esos años no tuviera ni idea de qué significaba, así como desconocía el poder de la imaginación, de la invocación.
Así pasamos años enteros, en esa complicidad transparente del traspaso de conocimiento médico a lo largo de toda mi infancia, a lo largo de toda su vejez, jugando a que éramos el otro y a que el uno hacía lo que hacía el otro, como lo hacen los enamorados. Así la recuerdo: siendo como yo, y haciéndome, guiño tras guiño, cada vez más como ella, más ella.
Si fuera posible, la traería de vuelta al mundo para contarle, mientras conversamos sentados viendo las nubes pasar, que un filipino, aseguró que el problema de la diabetes no reside en el azúcar -como se creyó siempre- sino que se trata de una enfermedad causada por la ausencia de seis minerales que son indispensables para el cuerpo humano, y que encontró una cura que, además, se prepara en tan solo cinco minutos. Retiro lo dicho y lo digo mejor así: si mi abuela resucitara dentro de cinco minutos, empezaría ahora mismo a preparar la cura para la diabetes, para así recibirla luego del viaje tan largo que debe de ser regresar de la muerte. Luego de eso sí, con calma, conversaríamos de cosas de mujeres, como siempre lo hicimos, como lo hacen los enamorados, como lo hace el cuerpo desde siempre y para siempre. Así como hablaríamos de los minerales que le faltan a la vida para ser perfecta, pero en voz baja, como hablan los viejos cuando dicen la verdad.
Photo Credits: Franco Dal Molin