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Llamando al diablo

Llueve y no escampa. Como una borrasca interminable, la pesadumbre y la desesperanza empapan a buena parte de la ciudadanía en Venezuela. Sin embargo, no creo que la élite pueda resistir más. Sus bases, y no me refiero a esa población carnetizada para someterla a su capricho, se resquebrajan como las de un rancho durante un aguacero, uno que cae sin cesar desde hace tiempo.

La ciudadanía está harta. Contrario a lo que desea el gobierno, en lugar de someterse, se rebela y aun si son solo espejismos, sigue voces que por lo menos representen su pesar, su dolor, su desesperación. Y si no unos, otros sí harán lo que a sottovoce todo el país exige: la transición. Por eso, antes que otros, mejor los más adecuados. No se trata pues, de elegir entre un grupo de opciones, sino una carrera contra reloj.

El atentado es anecdótico, aun trivial. No pasó de un susto, si es que no fue un burdo montaje para quién sabe qué. Sin embargo, el colapso del país ha ido degenerando la calidad de vida de los ciudadanos hasta degradarla a este estado paupérrimo, a esta atroz condición de supervivencia. El síncope que ha sufrido la nación nos impone un Estado fallido, con las secuelas que ello supone. Sobre lo ocurrido el sábado 4 de agosto, solo queda leer los memes, los chistes, porque, como lo leí de la poeta Sandy Juhasz en su perfil de Facebook: volvamos la mirada sobre el atentado que a diario perpetra la élite contra la ciudadanía.

Otros, sin dudas, ya lo hacen. Y no hay nada más tonto que creer que las desgracias no ocurren o que algo de lo que está mal no pueda empeorar. Diablos aguardando los hay, y vale recordar el estribillo de una canción del nicaragüense Luis Enrique: no es lo mismo llamar al diablo que verlo llegar.

La hiperinflación ayuda. Sin embargo, más que la brutal escalada de precios, que en otras naciones ha significado el cambio de gobierno; el colapso de la nación advierte sobre un quiebre, uno que, sin lugar a dudas, se nos avecina como una tormenta se distingue en el cielo acerado. Maduro creyó que reeligiéndose fraudulentamente garantizaba su estancia en el poder, sin percatarse de la precariedad de su régimen y de las amenazas que se ciernen sobre él. Amenazas que no brotan de enemigos inexistentes, sino de su terquedad para asumir lo que desde 1991 es un lugar común: el socialismo fracasó, el socialismo ya no es un referente político, y es, cuando mucho, una idea tan obsoleta como el fascismo.

El triunfo de Maduro el pasado 20 de mayo en unas elecciones que ninguna nación democrática reconoce pudiera emular al robo que del plebiscito de 1957, hiciera la dictadura de Pérez Jiménez. Un triunfo que descalabró las bases de la penúltima dictadura militar y que bien podría repetirse de nuevo, con el fraude de este, el que esperamos sea el último régimen autocrático en Venezuela.

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