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Para leer: Salvoconducto de Adalber Salas Hernández

“Caracas, los que van a morir no te saludan” es el verso con que se abre Salvoconducto de Adalber Salas Hernández (Valencia: Pre-Textos, 2015), XXXVI Premio de Poesía “Arcipreste de Hita”. Un premio muy pertinente, al ser El libro del buen amor un texto eminentemente autobiográfico donde el canónigo Juan Ruiz combinó lo personal, lo sentimental, lo político y lo social para evidenciar la tiranía que el imperio musulmán ejerció sobre la Península Ibérica durante el medioevo.

Otros despotismos, otras señas biográficas, otras geografías constituyen el asunto de este libro que, no obstante, desde aquel primer verso también instala idéntico tono, entre exhortación y demanda, pero con una vuelta de tuerca: la negativa, por parte de la voz poética, a reconocer el poder de lo externo y, pese a estar sometida a él, desafiarlo desde un heroísmo de la debilidad dable de fertilizar el discurso y sacudir al lector. Ello, siguiendo la tónica de otros poetas venezolanos como Rafael Cadenas y Caupolicán Ovalles quienes en Los cuadernos del destierro y ¿Duerme usted, Señor presidente? hicieron de tal estrategia su bandera.

El autor se hace con este estandarte, abandonado por la literatura venezolana durante años más complacientes, a fin de revivir la militancia contra el poder pero sin perder el tono confesional, imprescindible para no caer ni en el amarillismo ni en la crónica roja. De hecho, los héroes (“Mucho me ha costado/ entender/ que mi país es un error de la geografía”,  82), los mártires (“Cuánto trabajo y cuánta sangre cuestan/ algunas frases,/ cuando caen con el/ peso sordo de un cuerpo”, 40), los dictadores (“¿Será que no duerme por culpa de los disparos, del gas/ lacrimógeno, de los gritos que hacen de paredes/ en las cárceles?”, 35), o los simplemente muertos (“Vi mi primer muerto una tarde, subiendo/ de Sabana Grande a la Avenida Libertador”, 41) se manifiestan desde un yo alerta a los humores y amores puestos a plasmar una nación en estado de emergencia permanente.

Es allí entonces, en la enunciación, el susurro y la denuncia que la palabra transita entre los recuerdos familiares, las experiencias de vivir en una ciudad sitiada y el discurrir de figuras tanto sobrehumanas como infrahumanas. A todos, Adalber dedica un espacio en su imaginario poético, cobrando relieves desde las páginas de Salvoconducto según el lugar que los versos le han asignado a cada uno. Algo realizado no sin forcejeo ni pérdida, pues este no es un libro feliz, sino el resultado de un despojo contra el cual el poeta se alza para señalar a los culpables de que le hayan robado a su generación el país.

En la palabra del autor no hay nadie que esté exento de culpa. Desde los políticos a los empresarios y a los escritores mismos, todos pusieron, durante los años de bonanza económica y paz social —esas 50 vacas gordas que tan sagazmente Isaac Chocrón paseó por su novela— su grano de arena para hacer de Venezuela el “vertedero legal” (50) en que hoy se ha convertido. Pero quienes estaban demasiado ocupados creciendo, cuando la nación era desmantelada piedra a piedra, no se han quedado de brazos cruzados, sino que empiezan a pasarles cuentas hoy a sus mayores, desde una literatura amarga, irónica y mordaz de la cual Salvoconducto, como fue el poema “Derrota” de Rafael Cadenas para la generación de los años sesenta, es ya canto y escudo que entonar y enarbolar, buscando que las generaciones futuras entiendan el recelo de estos jóvenes emigrando, replegándose en un exilio interior, evadiéndose o construyendo con sus gritos los muros en las cárceles de la dictadura chavista-madurista.

“Lo que quede de mí se irá rápidamente,/ se colará por algún desagüe, se escapará sin/ avisar, sin despedirse, será un gorgoteo/ o un crujido en los huesos del día,/ un ruido que nadie estará esperando y que nadie/ tendrá el cuidado de recordar/ en el medio del camino de nuestra vida”(86). Ciertamente, la memoria es frágil y selectiva; especialmente en un mundo donde, paradójicamente, la información está al alcance con solo mover el dedo sobre una pantalla. Por eso la voz poética se toma el trabajo de desbrozar, desmembrar reclasificar y cincelar los modelos concernientes a cada arquetipo, ya sea el de la víctima o el del victimario, flotando por las turbulentas aguas del holocausto nacional.

Llegar a buen puerto no será sin embargo labor de pericia ni suerte, sino de ejercicio mental para precisar las coyunturas históricas que hicieron estallar el polvorín patrio. Unas coyunturas viniendo de muy atrás, areladas a las luchas independentistas y los caudillismo fundacionales, que el autor desmenuza desde su minuciosa deconstrucción de la “Carta de Jamaica”, el texto donde Simón Bolívar perfiló el porvenir de nuestra América. “En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela, sus acontecimientos han sido tan rápidos y sus devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia y a una soledad espantosa, no obstante que era uno de los más bellos países de cuantos hacían el orgullo de América. Sus tiranos gobiernan un desierto…”, apuntó el prócer caraqueño desde su exilio jamaiquino doscientos años atrás.

Desde otro exilio, al cual dan sombra los rascacielos de Manhattan, la voz poética, instalada en el mismo punto doscientos años después, igualmente clama por el país perdido, pero no como memoria sino como praxis donde vivir y morir parecieran haberse vuelto valores intercambiables. Y es que, a la manera de tantas urbes azotadas por las beligerancias del nuevo milenio, también en Caracas regresar sanos y salvos a casa constituye en sí mismo un acto remarcable, dada la impunidad con que quienes poseen las armas actúan, muchas veces amparados por las instituciones creadas para garantizar la seguridad y la paz de los ciudadanos. “Por qué perdimos tan fácilmente estas calles, a quien se/ las entregamos” (89), se pregunta ahí el yo, dándole rostro a la rabia, la impotencia y el miedo generalizados.

“Podríamos preguntarnos, en efecto, ante el panorama que ofrecen las sucesivas olas democratizadoras, aliadas a formas gubernativas caudillistas, cuando no de intransigente autoritarismo, si no continuamos dentro de la órbita modernizadora del cesarismo democrático”, pareciera responder, con otra pregunta, Ángel Rama. Este pesimismo, evidenciado en La ciudad letrada hace más de tres décadas, ha llevado a la otrora Tierra de Gracia a un descenso a los infiernos —espejeado por Salvoconducto desde una de las citas con que se abren sus páginas— impensable antes del advenimiento de una “revolución”, que había quedado anquilosada muchos lustros antes de que el chavismo la resucitara.

Pero como si el destino nacional fuera vivir de los restos descompuestos de un sistema agarrotado, el poder político hipotecó las expectativas futuras de esta generación, que escribe hoy desde la trinchera, conminándola a doblegarse ante el autoritarismo en la tierra que los engendró, o a irse a buscar lugares más amables y que desapareciera con ellos cualquier posible foco de disensión, dable de contrarrestar el despotismo de los opresores. Las palabras, sin embargo, no claudican ni se rinden, sino se alzan cada vez más claras contra quienes han buscado silenciarlas con el peso de los fusiles. “Ellas serán tu salvoconducto”, concluye la voz poética, dejándonos su intemperie como herencia.

En las páginas de este poemario el lector puede escuchar las voces de toda una generación que hoy se halla dispersa por los puntos más alejados del globo. Nunca antes en su accidentada historia, donde los períodos democráticos, si bien debe reconocerse, han sido siempre la excepción, Venezuela había sufrido una hemorragia tal de talentos, afectos y sueños que nunca regresarán a sus costas; pues lo ido jamás vuelve y, si lo hace, es para construir algo distinto sobre las ruinas de lo que pudo ser y no fue.

Aunque a quienes detentan ahora el poder esto les tiene sin cuidado. Se hallan demasiado atareados maquinando formas de permanecer enquistados en él. La Historia se los hará pagar. Lástima que para entonces probablemente estén todos muertos, enterrados bajo la tierra que, civilizada al fin, ahogará el impulso de escupirlos, o guarecidos dentro de mausoleos erigidos por su delirante sed de eternidad. Esperemos que esa misma Historia acabe por olvidarlos, como si se hubieran tratado de un mal sueño, y no permita que quienes aún no han abierto los ojos al mundo caigan otra vez en un pozo tan oscuro y fétido. Pero en realidad no sabemos. Nada sabemos de lo que le espera a Venezuela en la bajadita pues, como apunta Adalber mismo, “el futuro es un animal sin/ ojos/ que aprieta un misterio crudo, todavía húmedo, en la/ boca” (67).

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