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Las Fresas son Sexies en Barcelona

Barcelona quedó en mi memoria desde la primera vez que descubrí las tierras del descubridor, como una ciudad sin aristas y de hombres en sandalia. Todavía en esta primavera que se tarda, después de la contradicción de un invierno benevolente, hace frío para las sandalias, pero la redondez persiste no sólo en el chaflán de tantas de sus esquinas, sino en el desenfado de la gente al caminar, al vestir con la comodidad de los hippies de siempre. La estética del sacrificio de treinta centímetros de tacón que llena los viernes de cualquier ciudad, no pareciera tener lugar en Barcelona. Mucha greña, bufanda, botines y cigarros. Los niños se aceleran detrás de una pelota, uno cuenta hasta veinte recostado de la torre, mientras otros corren a esconderse, esquivando los bastones y las sillas de rueda de los más viejos; los coches de bebes circulan sin llamar la atención de las miradas trasnochadas que se ocultan detrás de lentes oscuros por tapar los excesos de la noche anterior; el sol hace de las suyas, en un cielo azul sin nubes que rechina de felicidad y bienestar.

Ganas de ser niña en esta plaza del Ayuntamiento de Gracia, con dos fuentes de agua para la sed, una torre con el reloj que pareciera marchar al ritmo del disfrute de niños que se adueñan, se ejercen en la seguridad del amplio espacio de libertad, que alcanza para correr detrás de las burbujas de jabón, negociar el juguete con el niño que nunca habías visto y que interactúa motu proprio, sin necesidad del permiso de los padres… la capacidad de conversación y negociación de los más chiquitos impresiona de civilidad, hace sospechar dinámicas consensadas en las casas. La plaza parece un lugar feliz. De cómo se paga la renta, hasta dónde alcanza el sueldo cuando hay sueldo, eso es otro problema. Un problema español. 

Tampoco alcanza el embajador de España en Venezuela a soportar los insultos del gobierno de turno. Digamos que España tiene sus preferencias, sus candidatos, después del mar aun se sienten con facultad de injerencia desde tiempos coloniales difíciles de borrar. Quisiera yo borrar la escena de un chef que termina en llamas en Los Ruices de Caracas, por error o por ladrón, hay versiones, … pero no, no se borra, empaña mi mañana soleada en la plaza en territorio extranjero de madre patria, me invade una más que incómoda mortificación de pensar en mis amores de mi tierra de siempre, sometidos a tanto maltrato que nadie entiende. Se me atraviesa el país.

Pero el niño cae antes de llegar al escondite, y su llanto me devuelve a la plaza, a toda velocidad de patineta otro pisa los dibujos a tiza de animales extraordinarios, el pizarrón es la plaza, el zoológico y el bosque, la pista, la plaza, el café, el zumo de naranja de un dulce imposible, la cerveza para desayunar, el universo queda en la plaza… Grupos de gente se riegan, agrupados en círculos, familia o amigos que ríen, acompañan a sus hijos a rienda suelta, sentados sobre el asfalto como si fuera prado. Convivencia bajo el sol bendecido por el aire fresco. Y en la noche beben y fuman, también agrupados en círculos sobre el asfalto de la plaza, como si hubiera fogata. Islas de amigos de toda la vida o recién conocidos, la botella pasa de una mano a otra boca, la gente sucede.

No puedo descifrar el tema del rumor de las mesas cercanas frente al bar del Jordi, porque si no hablan catalán, es sueco o alemán espagnlosi hen catalanishen… Coinciden todos sin embargo en un cierto desenfado, como si fueran descendientes de gitanos con derechos milenarios.

También circulan los mayores investidos de sus ropas clásicas representativas de un status bregado a pulso, que observan de soslayo de un lado y de otro, como sin derecho a decir nada. Porque la mayoría son los otros, los que visten según les provoca, se sientan en el suelo, fuman o beben o comen o conversan o callan, con sus perros que parecen tan felices como los demás que vienen y van a distintas velocidades, sin tropezarse, ni que vayas en bicicleta, muchas plegables, la mejor opción en una ciudad donde no puedes posar el celular en la mesa sin arriesgarte a que encuentre rápidamente otro dueño. 

A la hora de almorzar, en un restaurante de tapas más sofisticadas, me escapo antes del postre para fumar. En el encuentro casual con otra fumadora me fue fácil comentar acerca de la segregación de la que somos víctimas, los fumadores lanzados a la intemperie en salvaguarda de los pulmones de los no fumadores, llueva truene o relampaguee. Y la conversación prosigue en coincidencias, por comentar lo horrible que es la sala de fumadores del aeropuerto de Frankfurt, por ejemplo, con sus luces de un cierto color que te pintan de amarillo enfermo, cenitales para sombrear la caída de los rostros, acentuando la mueca triste… El techo es tan bajo que oprime, si no te asfixia el humo concentrado en la jaula de vidrio de paredes sucias, especialmente diseñada para los fumadores que se concentran alrededor de ceniceros gigantes, repletos de colillas, rastros que nadie limpia y que aumentan la culpa. En ese cuarto de castigo, todos parecen recién salidos de prisión, abandonados de sí mismos. Es tan infernal su aspecto, que puedes incluso dejar pasar ese cigarro que te morías por fumar luego de nueve horas de vuelo y abstención, antes de tomar el próximo vuelo… con tal de no pertenecer a ese grupo que merece estar metido en esa pecera impúdica; con tal de no quedar expuesta ante todo el que pasa y probablemente piense o tenga algo que decir acerca de los sin voluntad, viciosos, débiles de carácter, que fuman con cara de cáncer.

La otra fumadora, al borde del filtro, dice que ella fuma porque el cigarro acompaña. ¡Un hallazgo! “El cigarro acompaña”… esa es una buena razón, mejor que cualquier otra, suena bonito y se entiende. Le agradecí antes de que entrara de vuelta al restaurante.

Al poco humo también regresé a mi mesa, para sumergirme de nuevo entre mis afectos, y olvidé rápidamente mi encuentro con la otra fumadora en la acera. Pero ella no. Después del postre me envió una servilleta amarilla, bellamente ilustrada con una fresa manchada de rojo púrpura y unas palabras al pie: “las fresas son sexies”. Un abrazo y un beso me salieron del alma agradecida, ¿cómo no? Ella se justificó a su vez, entre valiente y tímida, tus labios combinados con tus zapatos rojos, me inspiraron… y partió.

Las ciudades cuando permiten los encuentros, dar y recibir, se vuelven sitios donde te quieres quedar, a los que quieres volver. Los encuentros entre extraños, por muy efímeros, cuando dejan salir lo que somos, siempre halagan el espíritu. Me sentí fresa y sexy toda la tarde y eso se lo agradezco a la otra fumadora desconocida de Barcelona.

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