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Las botas policíacas, los tanques en las calles

Algunas imágenes sueltas, el dolor que nos llega desde Venezuela

Era una época difícil cuando conocí a mi amigo lejano. Era un momento en que todo estaba destrozado y sólo quedaba ese periodo de vacaciones donde podía meterme debajo de las cobijas y sentir una llamita que consumía mi estómago. Allí exploré los videos de YouTube y encontré a un hombre que salía con sombrero y botas y que decía que Dios no existía. Era gracioso, enseñaba también a poner un condón, para él era la forma más efectiva de no ser un imbécil, “y el objeto sale del paquete, como un sol”. Usaba una secadora para ejemplificar, activaba el aire y se inflaba el látex.

Sus videos tenían otra temática complementaria, la de un país latinoamericano que sufría los embates de gobernantes corruptos y de una sociedad que salía a las calles con instrumentos musicales, tocando el himno nacional mientras las latas de lacrimógeno caían a los lados.

A mi padre también le conmovieron las imágenes. Como la de un médico que se acercaba a un tanque y pedía a los policías cesar el fuego. Camiones blindados en las calles, chicas y chicos con banderas venezolanas en la espalda, fotos en los puentes y pintas en las paredes: no faltaba libertad, sino harina. Y colas de decenas de personas en espera de un poco de pan. Mi padre se conmovió, porque al salir a la tienda en nuestra calle los anaqueles estaban llenos, había canastas que vendían conchas y donas por montones. Nosotros teníamos eso todos los días en la mesa, ¿en qué parte del mundo eso que para nosotros era dulce a otros ojos se volvía hambre?

En uno de los videoblogs más famosos de México un chico que siempre estaba viajando por todo el mundo, Luis el Chido, nos dijo que planeaba un viaje sorpresa para su público. En diferentes videos donde lo seguimos por China, República Checa, Japón y Estados Unidos (casualmente, Nueva York) disfrutó de todo, era el Primer Mundo. En todos esos países se rompían mitos al visitarlos, y uno podía conducirse como si realmente estuviera ahí, guiado por la infinita curiosidad del youtuber. Un caso diferente fue Venezuela.

Pensamos: lo que vemos en las noticias, lo que vemos en las fotografías, lo que aparece en los videos, debe ser una parte del problema, seguramente no están tan mal. Luisito recorrió las calles de Caracas y nos mostró un poco de la realidad. Terminó asaltado y haciendo fila en una panadería. Dos horas formado y un hombre salió del local para decir que todo se había acabado. La historia de los supermercados fue la misma. Cajas de cereal poco coloridas para ahorrar los tintes del Tigre Toño e historias de personas que en las mañanas madrugaban, entraban a las tiendas y compraban los productos de primera necesidad para revenderlos. Luis compró unas cosas, apresuró su marcha y salió del país.

De otros medios recibimos tragedias más serias. El New York Times apareció con su edición en español y nos dio un reportaje sobre los hospitales en Venezuela, y los bebés que morían cada noche por falta de medicinas. Mi papá me dijo que él lo haría. Le pregunté qué y me respondió: salir a las calles, un bebé muerto era suficiente. La mayoría de los que marchaban eran jóvenes, chicas y chicos; en un video unos amigos cargaban a uno de sus compañeros que tenía la cara partida y envuelta en sangre. Lo abrazaron a una moto y arrancaron para perderse calle abajo, dejando atrás los sonidos de las bombas que reventaban y de botas pesadas que avanzaban por las aceras, entre los escudos hechos de puertas de alacena y cartón. Escuchamos la ciudad: el sonido de los motores de las motocicletas, las señoras que golpeaban sus cacerolas y los gritos de Venezuela, Venezuela, Venezuela. El mundo preguntó las instrucciones para convertir el paraíso en un caos, Maduro respondió.

Regresé con mi amigo, el de los videos. Lo vi en mi adolescencia, cuando salía con su sombrero gritando groserías, exiliado en Argentina. Lo conocí después, nos hablamos por correo y luego por Facebook, Whatsapp, y demás. Leí su libro, uno de ciencia ficción. Un niño dragón contactaba telequineticamente a un extraterrestre a millones de kilómetros. Sin conocerse, se conectaron. Sentí un tema conocido, el de encontrar una sensibilidad de un posible amigo en otro país, en otro planeta, en otro universo, o en Buenos Aires, ja. Luego, mi amigo y yo nos conocimos en persona. Platicamos unos minutos y nos dimos un abrazo durante una Mole Comic Con en la Ciudad de México.

Fue Dross, alguien a quien recordé desde que él estaba en sus 20 y yo en mis 17. Venezolano. Una mañana desperté, lo vi en video y lo encontré de nuevo. Andaba con el periodista Daniel Samper Ospina. Dross en Colombia, aprovecharon. Platicaron sobre lo que mi amigo extrañaba de ese Caracas dejado una década atrás, cuando los gobiernos se volvieron represores, cuando la avalancha se vio llegar a lo lejos. Había algo de nostalgia: la vista de la ciudad cuando era pequeño y lo llevaban a la escuela. Un valle que en cierta época parecía azul entre la madrugada que se iba y el día que llegaba.

Oí la declaración y acomodé los acontecimientos para repetir eso que nos hizo falta: empatía, como una piedra angular del amor (cursi, lo sé, qué más da, qué se puede hacer). Y me indigné, porque a lo largo del mundo mucha gente se llenó la boca de la xenofobia: “No seremos otra Venezuela”. En cierre de elecciones, el presidente del Partido de la Revolución Institucional lo dijo (por si a alguien le sorprende).

Por ese país que narró Rómulo Gallegos, el de la belleza, oramos para que la violencia no golpee el pecho de los habitantes, de los venezolanos, como se observa venir, como los hechos nos lo hacen temer. Ahí en la crueldad, en la necedad, preguntamos cuándo el rey dejará el trono, y cuándo ese recuerdo, el del policía golpeando con su casco a un chico indefenso, será parte de los libros de historia, más que de la primera plana del periódico de mañana. Un muerto más para la lista.

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