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Las alas de cristal no recuerdan volar

“Déjate llevar” le dije. Si ya teníamos ojos de papel, podíamos dibujar unas alas de cristal para que el sol las atraviese, e irnos lejos, volando a nuestra manera, alejándonos de la cortina gris del mundo. Y así fue.

Llegamos a la Miel y caminamos entre los árboles que zigzagueaban en la noche. Entramos en la casa de la cual solo usábamos menos de un octavo, pues no hacía falta más. Bastaba con aquella pequeña habitación de alto techo, una cocina de gran ventanal con una hornilla que se demoraba hasta el almuerzo calentando el desayuno. En el día dejábamos que el resto de la casa respirara. Entraba aquel olor a yeso y polvo alimentando los pulmones. Un lugar inmenso y en las noches después de jugar con humos de colores, nos perdíamos entre el laberinto de paredes donde las enormes puertas de los armarios perecían la entrada a otro corredor. En el techo bajo la oscuridad se podían escuchar los murciélagos chillar. Ella saltaba si sentía que un bicho le tocaba la cara. Era magnifico, no necesitábamos más. La ciudad estaba muy lejos, no tenía ningún sentido para nosotros, aún no lo tiene. Pero sabíamos que nos esperaba, allá al otro lado de las colinas, como una loca ahogada en su propia resignación. Seduciéndonos, cuando su cuerpo nos hacía vomitar.

En el día me la pasaba caminando por los jardines, acariciando un tronco y pasando al otro. Si había recorrido un jardín diez veces en la misma mañana, volvía a meterme entre las hojas y giraba alrededor del mimo árbol que había acariciado ya diez veces. Si no tenía las manos jugando con ramas y flores, iba a buscar el cabello de ella que chispeaba de rojos y nos entreteníamos un poco. Encontré una pluma de barranquero que le puse en la cabeza para que sus alas chispearan de colores. Pink Floyd siempre sonaba y si no, era el río que murmuraba mientras conversábamos al calor de una roca, porque el agua era tremendamente fría y se necesitaban agallas para entrar en ella. Ella se daba cuenta que yo era muy desconcentrado, cualquier ardilla me distraía, una mariposa posada en una rama gris, o miraba su cuerpo que se parecía un poco al agua cuando el sol entra buscando alguna chispa de cristal azul.

– ¿Qué miras? – me preguntaba.

– Todo, me distraigo mucho – le respondía, cuando en el fondo solo trataba de mirarla a ella.

– Yo sé – decía.

Le colgaba del rostro una sonrisa y a mí se me encrespaba la piel del alma por un segundo. Aunque solo fuera un segundo, era suficiente para permanecer despierto el resto del siglo. Con la noche venía el vino y hablábamos de cine y libros. Ella decía: “Soy bruta para la política” y a mí no me importaba, me parecía mejor aún, porque el lado político de las personas era una antorcha encendida que no brillaba, solo quemaba; a la oscuridad no podía vencerla, buscaba solo calcinar sin luz. Entre palabras nos íbamos perdiendo y nos dolía terminar hablando de lo que se ocultaba al otro lado de las colinas y los bosques, callejones de ciudad con telarañas de cables atrapando pájaros y ahogando cometas. A ella le gustaban las noches de luna, a mí no.

– ¿Por qué no te gusta la luna? – preguntó una vez acostada en la cama.

– Le tengo miedo.

– ¿A la luna? Si es tan bella.

– Porque algo sea bello no tiene que gustarme. Parece una mujer obsesionada, una loca desesperada que te persigue con una navaja de marfil. ¿Qué puede ser más aterrador que eso?

Ella no respondió, solo recostó la cabeza sobre el colchón y respiró tranquilamente. Se estaba muy bien así. Aunque el miedo a la luna, lo podía disimular con ella. En la noche donde la luna domina todo, ella, no la luna, estaba de mi lado y lo hacía todo menos horrible. Recordé a Anaïs cuando dijo que los hombres blancos no querían la luna. Aspirábamos alzar las alas y partir al mar, llenar nuestros dedos de sal, pero nunca lo hicimos. En todo caso no todo estaba bien. Yo pensaba mucho en la ciudad y más cuando caminaba los jardines. Pensaba ¿Cómo iba a dañarme la próxima vez?, ¿en qué calle esperaba mi tristeza?, ¿dónde se escondía la alegría? Seguramente en la Miel con ella, pero ella no lo sabía y yo era un imbécil, el gran cobarde de la década. No nos amábamos, aunque sí. Yo quería amarla, pero no me atrevía. Amarla, lo necesitaba, me hacía falta. “Déjate llevar” insistía, cuando el que no se dejaba llevar era yo. Me tiraba en la hamaca y miraba la colina. Nos sonreíamos y nos engañábamos creyendo que no entendíamos, pero sí, sabíamos muy bien que regresaríamos con las alas de cristal astilladas y los ojos de papel desechos con lágrimas de colibrí. Regresar al tejido gris donde las noches con luna son más aterradoras y el viento moribundo acecha el alma.

Encontrarnos bastaba para imaginar que regresábamos a la Miel, aunque no supiéramos volar. Aun teníamos tiempo para aprender, solo que no lo sabíamos.

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