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Laura Marcela Ballesteros Fernandez

La violencia, nuestro pan de cada día

Crecer en Colombia y más en una ciudad como Santiago de Cali, capital del Valle del Cauca, es asumir por defecto un panorama violento sin derecho al reclamo, la queja o la rebeldía. El departamento representa una de las zonas que, por su población y aporte económico al PIB – según el DANE, en 2014 éste creció 4,7%, un registro ligeramente superior al de Colombia (4,6%) – debería ser un territorio de prosperidad y crecimiento comercial, social y cultural. Sin embargo, en los últimos años, el lucro a toda costa y la epidemia de la violencia ha desbancado la preocupación por temas sociales importantes como la igualdad, la educación e incluso la calidad y la preservación de la vida misma.

Cada familia colombiana viene marcada por una historia compleja en relación con las problemáticas violentas del país. Acudo al Valle del Cauca y a Cali, por ser el territorio de mi experiencia y como catalizador del argumento que aquí expongo, sin dejar de reconocer que es una de las tantas historias escabrosas que se viven en el país.

Desde mi propia tradición y mitos familiares, puedo hablar de bisabuelos y abuelos que tuvieron que desplazarse de sus pueblos por los grupos armados ilegales o la falta de oportunidades. De abuelos y tíos abuelos asesinados a manos de la fórmula de decadencia infalible de los años 90´s, compuesta por la guerrilla, los paramilitares, los narcotraficantes y los políticos y militares corruptos. De padres amenazados por sus labores y del propio desplazamiento territorial del núcleo familiar a causa de lo mismo. Puedo hablar de amigos asesinados a manos de jóvenes de no más de 20 años, involucrados en pandillas con aspiraciones mafiosas mandadas a recoger y a manos de los mismos sicarios mal pagados que escapan de la escena del crimen en bicicleta; y como a Juanito Alimaña, ‘aunque ya lo vieron, nadie ha visto nada’.

Historias de cadáveres que engrosan las cifras de homicidios. Siete de los diez municipios más violentos del país se encuentran en el Valle del Cauca, y Cali, es considerada la ciudad más violenta del país y la novena, a nivel mundial, según un listado de la Revista Forbes. En 2014, en la sucursal del cielo, se registraron 1555 asesinatos.

El que viva en Cali y no le hayan matado a un familiar, amigo o conocido, «no merece llamarse caleño»; vivimos en una «sociedad» que ha naturalizado la muerte violenta de tal forma que, en una semana o hasta un mes, un muerto más o un muerto menos sólo significan el chisme de turno. “Si supo, mataron a fulanito, eso mínimo era porque andaba en malos pasos”, se repite constantemente entre los emisores de noticias amarillistas que sólo comprueban que el morbo puede más que las razones lógicas para la preservación de la vida como derecho fundamental de la humanidad. Recurrir a argumentos sosos moralistas como «por meterse con quien no debía», demuestra lo resignados que estamos a convivir de la mano con las peores formas de asesinato que pueda haber. El narcotráfico, el sicariato, los atracos que cobran vidas y por ahí derecho a las masacres, los magnicidios, genocidios, feminicidios y otras formas de veneno social como el secuestro, la delincuencia común y hasta el matoneo, son la amalgama perfecta para enfermar la lógica de una ciudad ubicada en una de las regiones más azotadas por las secuelas de una guerra que ya supera el medio siglo y que, a enero de 2016, cerró con 7,9 millones de víctimas sólo a causa del conflicto armado.

En pleno proceso de paz, las cifras son desalentadoras. Colombianos como yo anhelan a toda costa la paz, pero sabemos que no estará exenta de las injusticias diplomáticas y que bajo ninguna circunstancia podrán enmendarse o «repararse» las cicatrices e incluso heridas abiertas, que tiene y ha dejado esta guerra. El resentimiento social es una enfermedad producida por la costumbre perjudicial de rechazar y condenar un fenómeno social desde una posición pasiva sin la adopción de medidas personales que contribuyan al entorno social y sirvan de ejemplo para personas cercanas y futuras generaciones; la resignación es una de las peores formas de afrontar los problemas y hoy por hoy, en Colombia, este sentir se evidencia  en la mentalidad de cada uno de sus más de 48 millones de habitantes.

Muchos no creen que se puedan hacer las paces con otros seres humanos; condenamos a diestra y siniestra y carecemos del sentido del perdón y la tolerancia. Si bien, ningún crimen se justifica, sí es necesario asumir una postura positiva que permita construir un verdadero tejido social incluyente. Podrá firmarse la paz, pero nosotros, habitantes del país, llevamos la marca del rencor y la ignorancia. Somos el resultado del dolor, el resentimiento y la costumbre. Hemos convivido tanto con la violencia que, tal vez, inconscientemente, no podemos concebir un panorama sin ella. Estamos en un matrimonio de casi 60 años con la guerra; perdonamos de dientes para afuera pero no olvidamos cada mala experiencia vivida. De pronto, si algún día nos falta ésta podríamos llegar a sufrir un mal de amores; nos faltaría el principal componente de lo que implica ser colombiano: la exposición y disposición natural a la violencia bajo la premisa de vivir cada día como si fuera el último, porque en Colombia las garantías no existen.

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