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La Venezuela de Alexander Apóstol: apuntes para una mirada kitsch (Parte I)

Si “entre los mexicanos el kitsch es menos estilo que destino”, entre los suramericanos resulta ser una condena, pues se infiltra en todas las instancias del vivir, muy a pesar incluso de nosotros mismos, hasta transformarse en acontecimiento nacional, especialmente durante los períodos dictatoriales. Si Argentina tuvo la fase Perón y Chile el ciclo Pinochet, Venezuela vivió, más recientemente, su período Chávez, donde también los símbolos patrios han entrado, con gusto, en el extenso inventario del kitsch básico, es decir, aquel no intervenido aún por la mirada del entendido.

En tal sentido, el himno, el escudo y la bandera encontraron su lugar junto a la iconografía religiosa, los ídolos populares y los mementos personales de quienes los colocan en el altar de la esperanza. El presidente y el equipo de gobierno, los candidatos de la oposición, la multitud en las marchas y manifestaciones, sin distingo de clases sociales, se arropan con la bandera, se cuelgan el escudo en la camiseta y se cubren con gorras teñidas por los colores patrios ahogando, con las notas del “Gloria al bravo pueblo”, el contagioso y bullanguero merengue que se escucha desde altavoces, radios y artilugios móviles.

El país participa así en un espectáculo, inconcebible antes del chavismo, no solo por la prohibición legal de utilizar los símbolos nacionales, sino por la reticencia de los venezolanos a identificarse públicamente con los mismos. Una excepción fue el artista Juan Loyola quien, en las últimas décadas del pasado siglo, se apropió de los colores de la bandera, reproduciéndolos sobre autos abandonados y formaciones rocosas, además de incorporarlos a sus cuadros y performances, donde se pintaba el cuerpo con el amarillo, azul y rojo del emblema patrio, siendo incluso detenido y encarcelado por irrespetar lo sacrosanto del estandarte nacional.

La persecución política, la crisis ideológica, la violencia verbal y física, también obligaron a muchos intelectuales suramericanos a exilarse, durante los años de la Guerra Sucia, como fue el caso de la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi, quien afirmaba entonces: Cuando se está obligado a huir, no se elige el lugar, como si se tratara de una excursión de turismo. El exilio significó una experiencia vasta, totalizadora, una reflexión acerca del poder, de la condición humana, de la locura, del terror y de la supervivencia. Comprendí, más que nunca, que vivir y escribir son actividades éticas. En el siglo XX es difícil encontrar una generación que no haya tenido su Diluvio, su Éxodo, su propio Infierno”.

Una realidad que en el nuevo milenio se ha trasladado al caso venezolano, involucrando a amplios sectores de la población estableciéndose, con su particular gama del kitsch, en geografías donde antes solo aterrizaban para comprar o estudiar. El voto castigo a los partidos tradicionales, que en gran medida llevó a Hugo Chávez al poder a finales del pasado siglo, descolocó al ciudadano medio quien convocaba por internet a las “Fuerzas milagrosas” para que liberasen a Venezuela “de toda fuerza siniestra y destructiva”, y reciclaba a los políticos del pasado, quienes no dejaban sin embargo de contradecirse, en sus declaraciones a favor y en contra del chavismo, buscando con ello anteponer sus intereses personales a los del país.

Esta fascinación del venezolano por enarbolar la reproducción y la copia de emblemas, discursos y plegarias no ha sido por supuesto original, de ahí lo sabroso del kitsch, sino que se corresponde con la reiteración hasta el exceso, de los atributos singulares de los mitos populares, cual requisito indispensable para lograr la identificación entre la deidad y las masas. De este modo, si el mesianismo de Hugo Chávez acaparó el sentir del pueblo “bolivariano” en los primeros años del milenio, el sacrosanto culto de Eva Perón imantó a sus “descamisados” a mediados del pasado siglo, envolviéndolos, desde su lugar en el imaginario argentino, con un aura indeleble que impregnaba todo lo que tocaba.

Y aun cuando Eva Perón tenía un “monolítico interés” por la política, también hacía alarde de una enorme atracción por las joyas, las pieles y los trajes de Dior, que sublimaba trasvasándola al sentir de su gente, deseosa por verla resplandeciente, cual si de una virgen en los pasos de Semana Santa se tratara. Al apropiarse de la superficie del sentido, donde queda atrapada la sugestión de las masas, Evita podía manipularlas a su antojo y hacerse a la vez con el estatus icónico que el mito precisa para empinarse por encima de la enfermedad y la muerte. Una operación de la cual Hugo Chávez se valió igualmente, durante las semanas que duró su agonía final, mediante el misterio circundando su estado de salud, a fin de ser juramentado in absentia para un nuevo período presidencial al grito de “¡Chávez somos todos!”, y seguir rigiendo los destinos de Venezuela aislado, bajo el mayor secretismo, en una clínica de La Habana. No extraña, entonces, que más de medio siglo después de su desaparición física, como indica Alma Guillermo Prieto, “la vida de Evita haya apenas comenzado”.

Esta obsesión por la permanencia moviliza gran parte de la obra del artista venezolano Alexander Apóstol quien, mediante sus series fotográficas y videos, reflexiona acerca de la identidad, las sexualidades alternativas y el papel de la memoria. Ello teje un tapiz alegórico donde lo social, lo político, lo racial y lo religioso se imbrican con los mitos hispanos en el entramado arquitectónico de nuestras urbes. La noción de ruina, producto de la nostalgia por una modernidad que no acabó de madurar en el continente y fue absorbida por la miseria, también atraviesa muchos de sus trabajos. En estos se busca que el espectador perciba, vicariamente y, por ende, con mayor intensidad que si se tratara de la experiencia sensible, los restos degradados, incompletos, desintegrados de edificaciones, documentos y experiencias homoeróticas. Una operación que, simultáneamente, revalida el poder de los espacios marginales y la presencia de individuos marginados del discurso canónico en las sociedades hispanas.

El olvido al cual han sido condenados sujetos segregados, escritos históricos y estructuras modernas activa las instalaciones del artista, promoviendo la concientización de la gente al poner en entredicho la legitimidad del orden existente. En tal sentido, Colombia y Venezuela son, entre los países hispanos donde el artista vuelve la mirada, territorios explotados por quienes manejan, controlan e imponen, compartiendo, no solo fronteras, sino una kitschifización análoga de su arquitectura.

En la serie fotográfica “Avenida Caracas, Bogotá” (2006) y en el video “República de Venezuela” (2005), por ejemplo, Apóstol señala el abandono y la militarización de los edificios modernos, construidos en la capital colombiana, y donados a la ciudad de Cali por la anterior dictadura venezolana, respectivamente. La presencia de efectivos militares protegiendo o, mejor dicho, desprotegiendo lo que había quedado desamparado mucho tiempo atrás, lleva a la irrisión lo grotesco del acto, y le permite al creador trazar un paralelismo con la descomposición de la capital venezolana. “República de Venezuela”, ahonda en estas paradojas al incorporar las voces de quienes habitan el edificio, así llamado pues fue financiado por el gobierno del general Marcos Pérez Jiménez y hoy se halla arrinconado en medio de los descuidados jardines. La presencia humana moviéndose entre tanta desidia, agudiza el desorden que Apóstol caricaturiza cuando agrega “frases sueltas de estos personajes que hablan sobre lo que han dormido, orinado, visto robar o robado, vivido, defecado o alimentado, sobre este edificio, es decir sobre la misma República de Venezuela”.

Con esta maniobra, el artista traslada a su obra lo irrepresentable, rompiendo las fronteras entre low y high para meditar acerca de la distorsión de los valores y los fines del poder. Se re-significa así un espacio que había quedado vaciado de toda retórica y, como ocurre con la Latinoamérica que ha involucionado hacia el neopopulismo, ha sido atiborrado con gastadas consignas y gestos carentes de originalidad alguna. Por todo ello el kitsch, dada su flexibilidad a la hora de interpretar los fenómenos culturales, privilegiando la simulación y la copia, es la estética idónea para abordar las obras de Alexander Apóstol en su labor de reconstruir la Historia.

“Fontaneibleau” (2003), serie de fotografías en blanco y negro que intervienen con desmesurados géiseres las imágenes de fuentes de los años cincuenta y “Caracas Suite” (2003), video donde los chorros de agua se interponen entre los edificios puntales de la modernidad caraqueña y el espectador, aluden a la euforia urbanística que quiso proyectar una capital cónsona con la pujante industria petrolera. Un sueño que quedó truncado por la corrupción y el incremento exponencial de la pobreza, borrando o, en el caso de estas obras, inundando, cualquier posibilidad de progreso real y armónico. La melancólica apropiación de postales de la época y de las fotografías de Alfredo Boulton, uno de los intelectuales más prominentes del siglo XX venezolano, apunta al simulacro en que se ha hundido el país desde entonces, desmembrándose en sus estructuras sociales, políticas, jurídicas y económicas, hasta dejar el esqueleto inerme de lo que una vez quiso ser esplendor.

“Skeleton Coast” (2005), condensa dicha problemática desde las fotografías digitales de los armazones de hormigón, olvidados a la intemperie, de edificios turísticos en la Isla de Margarita. Unos proyectos residenciales iniciados en los años ochenta, que nunca llegaron a buen puerto, naufragando con los altibajos de sus constructores. La alta definición de las imágenes lleva al hiperreal estas armaduras de concreto, dispuestas contra el cielo de un azul tropical como gigantescas esculturas al aire libre, pero que en la maleza, los desechos y las piedras circundantes alegorizan los sueños truncos de empresarios, políticos y traficantes, que decamparon hacia costas más idóneas donde seguir extendiendo sus turbios intereses.

“Residente Pulido” (2001) y “Residente Pulido: Ranchos” (2003) igualmente repasan el parque arquitectónico moderno, interviniendo digitalmente las fachadas de edificios y chabolas para cegar ventanas y puertas a fin de que no haya posibilidad de acceder a ellos o abandonarlos. El artista genera bloques sólidos o cárceles improvisadas donde la existencia transcurre a espaldas del exterior, espejeando el exilio interior en que la oposición al chavismo fue encerrándose, mientras se histerizaba el proceso revolucionario, se descontrolaba el hampa y se desprestigiaban las instituciones que una vez garantizaron la seguridad de los ciudadanos.

Por su parte, la serie de retratos y videos “Them as a Fountain” (2003, 2006) propone, con ironía, ambigüedad sexual y humor, soluciones al aislamiento de la gente relegada a los arrabales, transformándola en fuentes portátiles transportables a lugares estratégicos de los lugares donde habitan. Adolescentes musculosos semidesnudos con expresiones amenazantes, detenidos en un punto del barrio con una minúscula fuente entre las manos, y hombres adultos erosionados por los excesos, que crecieron en las décadas de la bonanza petrolera, simulando ser fuentes, encarnan con este satírico guiño el desesperado intento por sobrevivir, al interior de un entorno violento y desesperanzador. El objeto kitsch cubre aquí, con el exceso de su iconografía, la hostilidad del paisaje y lo incierto del futuro, para quienes carecen de instrumentos que les permitan integrarse productivamente al país donde nacieron o hacia donde inmigraron huyendo de coyunturas todavía más desesperanzadoras.

La ilusión por un mañana mejor, contenida en los cuerpos-fuentes, ofrecidos inconscientemente al voyerismo del espectador, permanece entonces como una evocación estatizada en el tiempo, a la espera de condiciones más amables para poder desarrollarse. Ello, al tiempo que se erotiza lo ambivalente de una mirada, ávida por hacerse con el cuerpo sosteniendo el objeto kitsch, pese al temor a encontrarlo en el entorno donde el artista lo ubica. Con esta estrategia Apóstol desmantela la fascinación burguesa queer por el macho de baja extracción, y la ilusión de ser poseído por él de quien lo observa, cómodamente instalado en su bien regida existencia.

En este sentido, el video “Av. Libertador” (2006) congela, en cada uno de sus fotogramas, la utopía de esa Caracas más habitable que la arquitectura de los años cincuenta pensó para la ciudad, subvirtiéndola, al superponer, tanto el flujo automovilístico y las copias de murales de paisajistas y cinéticos adornando sus paredes, como las imágenes de travestis detenidos en sus pasos a nivel a la espera de clientes puestos a resolverles la noche. En el montaje de los vehículos a alta velocidad y los cuerpos y rostros ofrecidos de los jóvenes, con el nombre de los artistas que inspiraron la ornamentación de las paredes, convergen los instrumentos de la mímesis, haciendo de la piel el soporte de las obras por partida doble. Afeites, maquillajes, accesorios y trajes recuperan, en medio del tráfico y el concreto, los coloritmos, motivos geométricos y vistas del Ávila y el litoral central de Jesús Soto, Alejandro Otero, Manuel Cabré y Armando Reverón, a fin de utilizarlos como telón del escenario donde trasladar a un primer plano lo irrepresentable.

Igualmente, la película y la serie fotográfica “Ensayando la postura nacional” (2010) se apropian, entre otras, de las representaciones del estereotipo indígena, africano y mestizo que Pedro Centeno Vallenilla llevó al exceso, en sus murales para el Palacio Federal y el Círculo de las Fuerzas Armadas durante los años cincuenta. Ello, mediante modelos provenientes de las zonas marginales caraqueñas que, sustituyendo el original constituido por aquellos perturbadores signos del colonialismo español, reproducen las posturas de frescos y cuadros en el postcolonialismo actual. Apóstol emplaza seguidamente el conjunto al interior de edificios y casas de la época, hoy dedicados a usos más burocráticos. De este modo, se hace doblemente kitsch el acto de sustraer la esencia de la identidad venezolana y de reubicarla en el contexto moderno, donde fue manipulada y enaltecida por la dictadura pérezjimenista.

La punzante apropiación se ha hecho más grotesca en esta contemporaneidad, cuando el chavismo ha buscado igualmente restituir, deformándolo a su medida, dicho estereotipo, por medio del kitsch básico contenido en muñecos, llaveros, camisetas, silbatos, pancartas, gorras y pendones, que sus seguidores han enarbolado en los mítines y desfiles como emblemas anacrónicos o fragmentos desgastados de una identidad que se les hurta. A mayor exacerbación, más se aleja el ser nacional de una posible comprensión de lo que somos, perdiéndose una vez más nuestro destino entre lo contradictorio y confuso, tal cual Mariano Picón Salas había visionariamente afirmado muchos años antes: “El destino nacional se pierde entre lo contradictorio y confuso; una cultura de impresiones y retazos no soldados y flotantes en nuestra realidad histórica, extravía más que dirige al alma venezolana, en la búsqueda y comprensión de sus propios fines”.

El pastiche de ambigüedades y equívocos, donde las anquilosadas consignas políticas han sumergido a Venezuela, descarría aún más dicho destino. Algo que Alexander Apóstol también disecciona en muchas de sus obras, tal cual veremos en la segunda parte de este artículo.

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