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fabian soberon

La última noche

Diógenes: ¿Cómo es esto, Alejandro?
¿También tú has muerto como todos nosotros?
Luciano de Samósata

Hefestión, mi amor: tus hombros, tu pelvis sinuosa, tu pecho sigiloso, tus piernas velludas y musculosas: llevo tu cuerpo blanco como un trofeo en mi piel, como una marca de ceniza. Mis brazos te buscan en las noches, insaciables. Cuando te fuiste al Hades, lloré como un niño noches completas por tu piel como arena que quema en el desierto. Y ahora, en esta noche interminable, solo quiero vencer en el único juego que me falta: el puerto inconmensurable del vino. El Dios del vino me asiste y me vigila. Es mi hombre de confianza. ¿Quién ganará esta batalla? ¿Prómacos o yo?

Decenas de ciudades conquistadas, cientos de puertos desde los que vi el mar como mi casa, miles de soldados que participaron en la conquista del imperio, muchas obras de arte enviadas a la divina polis, invaluables. Pero todo es en vano si no logro conquistar el único néctar que me permite ser el que soy, ser el que nadie ha visto, el férreo Alejandro Magno, solo adivinado por el oráculo perfecto de Amón. Soy el hijo de Amón y de la adúltera Olimpia, esa mujer pérfida que engañó al bello Filipo, mi padre carnal.

Oh, Aristóteles, querido maestro de Estagira, soy ahora un Dios pero nunca imaginaste mi destino de céfiro, fantasma de polvo, en los mares, invencible. Me diste tu sabiduría, el amor que durará mil años. Pero no me diste el valor para vencer en esta noche sin sueño.

Filipo, padre mío, dibujaste el mapa del futuro, del mayor imperio de todos los tiempos. Pero no me diste la visión para diagramar la estrategia que me permita atravesar el camino oscuro del vicio más precioso.

Gran Homero (o todos los que hicieron que un hombre figure entre los poetas del orbe), Homero y los homéridas, los que cantaron la justa cólera de Aquiles, me diste a Aníbal, el héroe de mis días y de mis batallas que se multiplican en mis sueños y en mi memoria. Pero tu mirada de guerra y de polvo, de ira y de amor, no me entregó las palabras para atacar por la espalda al temible luchador que resiste.

Aníbal, invariable Aníbal, imperecedero. Hágase tu voluntad, querido Aníbal. Tú eres el único que puede guiarme en esta fiebre sin nombre, en esta tierra del hospicio, en esta superficie líquida, en este pantano nocturno.

En esta noche, mi última noche, he bebido cuatro litros de licor. La fiebre es una música que gira como melopea en mi psiquis y me ataca como fácil serpiente venenosa. Su puñal es humo de hierro y furia.

Mañana llegará mi hora.

Sólo el futuro me redimirá.


Photo Credits: Holly Lay

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