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La tragedia del doctor Ecalante

El 3 de septiembre de 1945, por esas desgracias que ocurren sin que pueda nadie impedirlas, el doctor Diógenes Escalante perdió la cordura necesaria para el reto que estaba por asumir. Además de su brillante carrera política, orientada a su coronación como el presidente que lideraría el tránsito desde el viejo esquema gomecista hacia una democracia liberal, se fue al caño la suerte de un país regido por una casta militar que entonces tanto como ahora niega con la contumacia del imbécil la capacidad de los civiles para dirigir al país.

Creo que de haber coronado sus aspiraciones, Escalante, un hombre culto y civilizado, formado profesionalmente en democracias robustas y saludables; los atavismos heredados tanto de las guerras federales, y por qué negarlo, del modo como se libró nuestra guerra de independencia, hubiesen conducido al mismo destino aciago: un golpe de Estado y una dictadura militar cruenta. No solo por los actores, animados en su mayoría por intereses atávicos, sino por las circunstancias trágicas que se conjuraron para mantener a Venezuela inmersa en el concierto de las atrasadas tiranías latinoamericanas.

No creamos, ingenuamente, que hoy la situación es distinta. La sombra del militarismo sigue acechando, presta para emboscar, porque aun después de ocho presidencias electas democráticamente (en las que, pese a las fábulas trasnochadas de una izquierda que aun unida jamás superó el 15 % del electorado, siempre reflejó la genuina voluntad ciudadana), la casta marcial venezolana sigue creyendo que los civiles resultan incapaces para gobernar, aunque en realidad se trate más una tara prensada en el alma máter militar venezolana – el derecho a ejercer el poder a perpetuidad -, por una primitiva admiración hacia los caudillos, hacia los hombres fuertes como Páez, los Monagas, Guzmán Blanco, el Cabito, Gómez o Pérez Jiménez.

Aunque con condicionantes diferentes, la esencia de la crisis venezolana no difiere de la que ocurrió en 1945, de la cual Escalante y su tragedia fueron solo parte del triste proscenio. La élite chavista se resiste, como la vieja ralea gomera entonces, a ceder el poder. Y la nación, asqueada como está de dos décadas de dictadura militar, así como de prácticas indignas de la debida majestad del gobierno, exige cambios inmediatos. En medio de negociaciones aparentemente estériles, emergen otros actores, bestias a la caza de su presa que bien podrían asumir la conducción del país, aun a juro, aun por medios violentos, y si como entonces, favorece a los países vecinos… ya sabemos, en política no hay amigos, no hay valores; hay solo intereses.

El deterioro nacional no solo es obvio, sino además, intolerable y ciertamente, peligroso. La gente vive muy mal – ¡sobrevive! – y al gobierno de Maduro parece importarle un rábano, porque corrompidos por su luengo ejercicio del poder (que no es lo mismo que gobernar), afanan más en la conservación de las prebendas, justificadas en la pueril (y sin lugar a dudas, falsa) excusa de ser ellos los únicos realmente preocupados por la ciudadanía, que en la práctica de un buen gobierno, uno acorde con las ideas que la civilidad espera de este. Las posibilidades de un estallido social son realmente alarmantes, sobre todo en una población que, al parecer, duda que podamos escapar de esta tragedia pacíficamente, y que, llegado el momento, podría despertar ese demonio que en Venezuela lleva más de un siglo aletargado, el de las guerras civiles, como lo repitiera Manuel Caballero tantas veces antes de morir.

Sin embargo, la fragilidad del gobierno de Maduro se opone a la fractura dentro de los sectores opositores, aunque, y así lo espero, solo sea esta aparente. Al igual que ocurrió con la pugna entre Medina Angarita y López Contreras, con la sedición más militar que civil que depuso a aquel el 18 de octubre de 1945, bien podría un tercer actor hoy, los militares, algún oficial tibio, como lo era Pinochet en su momento, irrumpir en el proscenio político y burlar a todas las partes reunidas en Barbados. Bien podrían suponer algunos de los hombres de armas que la oposición (la alianza opositora) es incapaz de asegurar la gobernabilidad del país una vez consumado el anhelo de las mayorías: la caída del régimen chavista.

Hay albures fatídicos que imponen la tragedia y no pocas veces, no solo desgracian a un sujeto, sino que ensangrientan a toda una nación por esas pugnas intestinas, por esas mezquinas ambiciones que Hades, el diablo o vaya uno a saber quién alientan en las almas pequeñas de algunos hombres que sin lugar a dudas, no merecen el calificativo de líderes y aún menos, el de estadistas.

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