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La ternura de Pépin

La ternura está viviendo un mal momento. Parece mentira, nadie parece notarlo, pero la ternura ha dejado de tener un lugar en el decálogo afectivo de los días de existencia ultra conectada que vivimos, cada vez más desconectados de lo físico en favor de lo virtual, desconectados del cuerpo en favor de la imagen. Por lo que se ve en la calle, ha dejado de ser “cool” andar tomados de la mano en pareja, y la caricia al vuelo que surge inadvertida entre dos que se quieren, tampoco es cosa corriente entre las parejas que cenan en un restaurant o que viajan juntas en el metro… Digamos que en tiempos de agarrón y perreo, de reguetón y meneo sexual con poca tela, la ternura no es el tema.

Charles Pépin, filósofo francés, (Confianza en sí, una filosofía. 2018, Allary Ed.), piensa que oponerse al tiempo de aceleración al que estamos condicionados, hasta llegar a desactivar la velocidad, nos permitiría recuperar la sensualidad. Y es en nuestra capacidad de pasar rápidamente de un estado a otro, donde puede prosperar la ternura en favor del bienestar que otorga no sentirse solos, sentirse apoyados, aprobados… porque lo que nos dan los likes, no es suficiente.

Pépin dice que es allí donde radica el poder de la ternura: “podemos estar angustiados, estresados, cansados, pero basta que alguien se muestre tierno con nosotros, que pose su mano sobre la tuya, para que al instante cambie tu relación con el presente. Es tan simple como eso. Y en ese gesto bien puede residir el comienzo del deseo. Porque tenemos un cuerpo inteligente. Un cuerpo que recuerda, que entiende.” En dos platos, Pépin comprende que la ternura es el nuevo erotismo, en tanto tiene la virtud de despertar nuestra sensualidad.

Parte de la noción de que el acto de amor es ejercicio de la multiplicidad que hace al humano capaz de pasar de la dureza a la ternura y viceversa. Ante la ausencia en uno mismo, la dispersión mental a la que nos obligan estos tiempos de saturación, surge la ternura con el poder de recordarnos la presencia del otro, en una transición suave, en tiempos que van de prisa. En el entendido de que la ternura puede ser el preámbulo de algo menos tierno, por aquello de la alternancia de estados que es profundamente humana. Porque es justamente la ternura, la que otorga el espacio para la transición entre lo áspero y lo suave.

Cuando nos dejamos llevar por la noción de control y rendimiento, no es evidente luego, tratar de recuperar la receptividad hacia el propio cuerpo y el del otro. Es un cambio de dirección que representa sin duda un desafío. Pero alienta pensar que los humanos, según entiende Pepín, tenemos una necesidad de ternura que es vital, que proviene del hecho de que somos prematuros al nacer, llegamos al mundo inconclusos, necesitando del otro, pues no estamos capacitados para valernos por nosotros mismos, a diferencia de tantos otros animales que son capaces de independencia desde el momento en que nacen. Luego, de niños, necesitamos sustentar la existencia, disipar la ansiedad, la «angustia infantil» de la que habla Freud, simplemente para sobrevivir, a través del otro: la madre, el padre, el adulto referencia, protector y guía. Y los adultos, seguimos en las mismas, aunque por lo general esa necesidad existencial, no se esgrime, sino que se expresa de manera torturada y recóndita, muchas veces incluso incomprendida por el que la siente.

Y es allí donde la ternura, que tiene que ver con la caricia y el cuidado, tiene la virtud de suscitar esa angustia existencial que es constitutiva del animal humano, pues nos posibilita, de alguna manera, a desmantelar las frustraciones, desinhibirnos, abrirnos al otro, al deseo y la sexualidad. Entendida la ternura como el ejercicio de la generosidad. Con el otro y con uno mismo.

Ser tierno con otro, de alguna manera permite mostrarse vulnerable. Porque ser tierno con otro es reconocer que uno necesita ternura. Si bien la sexualidad reporta una satisfacción que puede ser muy reconfortante, cuando se asume como única satisfacción, es porque se está desvalido, sin nada más, o por enfermedad, según entiende Pepín. Porque el asunto de la vida y la satisfacción es mucho más que sexo. Y en la ternura, se encuentra el aspecto más lúcido de la existencia humana. Como dice la canción Try at Little Tenderness de Otis Redding. “No ser tierno es no haber encontrado, al final, la verdad de la existencia humana”.

Etimológicamente, la palabra «ternura» proviene de “tendere”, en latín: lo que se ha vuelto delgado y frágil, luego de haber sido estirado al límite. De esta manera Pepín entiende que la ternura es inseparable de la tensión. En el caso de la sexualidad, es muy claro el juego de esa dialéctica, ese vaivén donde uno se muestra, por un lado, fuerte y poderoso y, por otro, frágil y vulnerable. La intensidad erótica, puede llegar a hacer que esta alternancia sea muy rápida entre los dos estados. Pero si la dureza, la sensualidad salvaje, desenfrenada, incluso violenta es agradable, es porque es precedida por la ternura. El erotismo reside en esta mezcla de opuestos, entre duro y suave, la calma y el movimiento, lo masculino y “la femenina” … (y me perdonan el invento, pero me resulta cuesta arriba el contrasentido de escribir “lo femenino”, en género masculino).

Y en ese movimiento de contrarios, la ternura se planta como un puerto seguro, más seguro incluso que el amor y el deseo. De consistencia real, sensible, por eso no miente. Por eso, en una pareja, cuando uno se obliga a ser tierno, el otro se aparta, lo rechaza. Por eso, podemos simular el orgasmo, pero simular ternura es mucho más difícil. Y por eso, la ternura puede conducir a una sexualidad feliz, a una sexualidad donde no se miente.

Hay algo subversivo en apostar a la ternura, en medio de todo el culto a la actuación y pretensión en el que vivimos. En volver al gesto simple con la conciencia de que nos da gran placer, al tiempo que nos permite disfrutar del placer del otro. En hacer de la vulnerabilidad propia, el secreto del poder amatorio. Hay algo subversivo, en apostar a la ternura porque significa vivir sin temor al placer.

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