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Freddy Javier Guevara

La tentación totalitaria y el miedo pandémico

Dijo Matthieu Ricard, un monje budista de 74 años: “Los gobiernos y los líderes pueden tomar medidas bastante drásticas y la gente estará lista para seguirlas” [1]. La frase, tomada de otro contexto, aproxima a la tendencia del alma humana a la obediencia y ¿por qué no?, al totalitarismo.

Cuando las leyes están al servicio exclusivo del poder omnímodo, de una única persona o grupo, y todo el tejido económico, social, político, incluso la vida privada, están bajo ese control férreo, las leyes ya no benefician al colectivo, sino que se disponen para sostener al autócrata.

De la observación de Ricard se desprende que, obedecer pareciera ser una de las tendencias naturales del individuo y de la sociedad, cuando está en peligro la vida del sujeto, la del grupo al cual pertenece o el tejido integral donde la sociedad se sostiene. Es decir, la emoción del miedo y la intimidación parece ser clave en la conducta.

 

La palabra y la consciencia

Para el cambio de consciencia y de actitud en una sociedad, el principal instrumento es la palabra. El verbo da imagen a la emoción, domestica el instinto, modela las ideas. Y las ideas alumbran las almas. O las tuercen, si entre emoción e idea hay un vínculo eléctrico, como el efecto del miedo.

El lenguaje es el territorio donde se gesta la consciencia y su modificación. Los regímenes totalitarios siempre han utilizado el lenguaje como instrumento del cambio conductual. Desde las ideas y principios de lo nuevo, hasta las emociones apocalípticas en torno al drama que ha de vivirse, si no se aceptan sus propuestas.

Para unos, el lenguaje es la herramienta para coadyuvar al futuro utópico de la sociedad. Para otros, ante el miedo a la destrucción de la sociedad y sus tradiciones, ellos están para salvarla. La acción sobre la masa va en el delirante atontamiento que producen las ideas futuristas, o en el amenazante carisma entre el líder todopoderoso y el hechizo ejercido sobre la masa.

 

El absurdo cómo instrumento del discurso

Todos los totalitarismos apuntan a la irreversibilidad de los hechos por venir. Y el miedo está siempre presente en la ecuación. Hay algo estremecedor en el uso de la palabra en los regímenes totalitarios. En abril de 2020, en una rueda de prensa en la Casa Blanca, el presidente Trump sugirió que inyectarse desinfectante podría ser útil como tratamiento para atacar al coronavirus. Él no ha sido el único en emplear el absurdo en el discurso. Hugo Chávez lo empleó de forma extraordinaria. En el totalitarismo, el absurdo es un instrumento indispensable para retar a la imaginación. Permite la instalación inmediata de una realidad paralela en el imaginario colectivo. Un espejismo. Un lugar donde las cosas son diferentes, nuevas, fáciles. Y buenas. El autócrata conoce esa realidad. Es experto en ella, es el único poseedor del camino. Los medios de comunicación obsecuentes propagan la noticia absurda y esta se transforma en histeria informativa.

 

Totalitarismo y lenguaje

En la realidad de los regímenes totalitarios también hay retos al lenguaje. Es en él donde se siembra el pensamiento y la nueva realidad. Por medio de los neologismos y usos de la lengua, el discurso totalitario construye la imagen evanescente de un futurible, distinto al que registra la psique de quien escucha. A los damnificados de una catástrofe se les renombra, por ejemplo, como “dignificados”. Es así como por hechizo torcido del lenguaje, aparece la realidad paralela. Lo que da pie a locuras tales como llamar al estado totalitario comunista que se estableció en Alemania del este, República Democrática Alemana.

En la búsqueda de la realidad paralela, la retórica hipnótica del lenguaje totalitario crea un sistema de imágenes propagandísticas, en las cuales se trenza un discurso delirante pero estructurado, que tapiza todos los espacios de la existencia. Incluso, aunque ese discurso sea sostenido por los pelos del raciocinio. Cuando el individuo compara ese espejismo con la realidad que le toca sufrir en la vida diaria, se manifiesta la tensión y la confusión.

No es una realidad individual la que se debe vivir. Esta es prescindible. Lo fundamental es la realidad colectiva. Ese es el paso esencial para aislar al individuo. Lo que se siente y sufre en la cotidianidad privada pierde significado, no tiene eco en los otros. Aunque los que ves todos los días sientan lo mismo, la voz entre ellos carece de eco.

El estado de confusión es imprescindible para que las personas no reaccionen. Hay una suerte de anestesia y la hipnosis funciona mejor. A los totalitarismos no les concierne el contacto con la realidad. Establecen un escenario paralelo de “nueva realidad”, the new normal, la cual debe sustituir a la existente, la que se sufre día a día. En esa versión, la totalitaria, la materialidad del dinero y las circunstancias económicas, dejan de ser “primordiales”, aunque para los que mantienen los hilos sea lo preponderante.

 

La retórica totalitaria

Lo que interesa en el discurso totalitario es un punto en común con la realidad, una realidad parcial, pero realidad al fin. En esos discursos surgen frases que pronto se tornan en lemas. Es posible que se den como reacción a un fenómeno, como “los inmigrantes vienen a quitarte tu trabajo”, o “los emigrantes que retornan al país en pandemia, son bioterroristas”, “poderes extranjeros robarán sus votos si votan por correo”. Son muchas las oraciones con pegada psíquica, a través de las cuales se busca cohesionar, establecer sensación de pertenencia y, simultáneamente segmentar, dividir el mundo entre aquellos y nosotros.

En la retórica totalitaria, las frases que logran el quiebre en la conducta, son un punto infinitesimal de lo real, sin embargo, esa minúscula parte es amplificada, hipertrofiada de tal modo, que ocupa la totalidad de la consciencia. Entonces se hace real.

 

Las circunstancias

Es cierto que, una de las tantas condiciones para que se produzca una tendencia totalitaria, es la existencia de circunstancias inclementes para un porcentaje importante de población, una tragedia social, económica, una guerra o, por qué no, una pandemia.

En palabras de José Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo”. El filósofo español acentúa la responsabilidad en la consciencia de ese Yo. Se es responsable de la propia suerte y de la aceptación de la misma. Ser responsable de sí mismo resulta a veces una tarea intolerable y, con cierta frecuencia, se observa la tendencia a que sea otro quien salve de las circunstancias.

En esos escenarios duros, el individuo vaga perdido entre pedazos de realidad, escombros emocionales. Necesita sobrevivir, pertenecer a algo. Es así como la realidad sofoca la imaginación y erupciona en el ser humano una extraordinaria capacidad para desdoblarse. La creencia sustituye lo real. Se favorece la disociación bajo la incertidumbre de lo desconocido. Nos gusta creer, cuando sufrimos, eso agita expectativas de vida o de esperanza. Y cuando sufrimos, estamos bajo tierra, en el ámbito del inframundo. El encantamiento entre un líder y su grupo de seguidores proviene de ese lugar oscuro donde la muerte está presente. Uno de los ejemplos representativos de esta condición ha sido el de Hitler.

Es posible que, en los padecimientos de una sociedad, los totalitarismos se apropien de propuestas artísticas, esas que miran los acontecimientos con crudeza. Para su fin utilitario, toman formas de expresión del arte y los artistas, pervierten su estética, y la convierten en propaganda.

 

Los hechos

Puede ser que el verbo no sea suficiente. Que haga falta un acto simbólico. Antes, los tanques entraban a la ciudad, el ejército arrebataba el espacio. Ahora, los aparatos estatales o el dictador mismo, actúan directamente sobre el individuo. Instituciones, sindicatos, leyes, son borradas, cosa que, entre el aparato estatal y el individuo no exista intermediario. Existen leyes, instituciones, pero están torcidas y son serviles al aparato totalitario.

Para el ciudadano común, el peso del poder inmediato, genera indefensión. Es el paso inicial para que baje los brazos y se entregue. El estado totalitario se mete en los detalles, asfixia la vida privada del individuo. Luego va directo a los instintos vitales para condicionar. Un solo ejemplo es suficiente. La fuerza de la demostración, su intensidad, su talante, va de acuerdo con el grado de reacción del individuo, y luego de la población.

En los países donde el totalitarismo echa raíces, lo prohibido es la norma. Está proscrito lo que por ley se tiene en cuenta, y lo que no, también. Mientras más se desconozcan las prohibiciones, mejor. Así quedan a discreción de quien ejerce el poder. Lo que el de día ayer era permitido, hoy se paga con cárcel. Desde tomar una iniciativa social hasta emitir una opinión. Es de esta forma como una sensación persecutoria aparece en cada uno de los individuos que integran un grupo, una sociedad. Así se logra el aislamiento. Nadie sabe quién es quién y se destruye la confianza y la solidaridad.

Los ojos omniscientes, el Big Brother, como lo llamara Orwell en 1984, comienzan a adivinarse en cada uno de los ciudadanos bajo una dictadura totalitaria. Las paredes tienen oídos, se oye decir. Pero ahora, también los dispositivos electrónicos que utilizamos: el móvil, la tablet, el ordenador. Todos son un portal de información sobre nuestras vidas.

 

Miedo a la pandemia totalitaria

En un gráfico presentado por The Economist, titulado Not a good year, aparecen los cambios que han sufrido la democracia y los derechos humanos desde el comienzo de la pandemia hasta septiembre de 2020. Hay países donde el deterioro de la democracia es obvio. La pandemia ha exigido un nuevo lenguaje. Términos técnicos y científicos ocupan nuestro discurso diario. Han cambiado nuestras formas de trato. En algunos sitios se ha impuesto un discurso de consecuencias apocalípticas. Existe una nueva normalidad. Se han impuesto toques de queda. Una nueva estética ha surgido, la de las mascarillas, los trajes protectores. Se utilizan nuevas tecnologías como medio de control del contagio y, en algunos países, se ha confinado gente contra su voluntad, o tratado como presos.

Hay una sensación de frustración generalizada: el teletrabajo se ha vuelto asfixiante. No existe horario para su ejecución, las relaciones afectivas familiares durante los confinamientos han sofocado la armonía emocional, la educación de los hijos ha complicado la vida de los padres y viceversa, y todo en un mismo lugar.

Es posible que el trabajo exhaustivo no sólo se encuentre exclusivamente, en el área de las investigaciones clínicas. Se necesita una inversión descomunal de energía en la comunicación, en ese tejido de palabras que elaboran la imagen. La psique del ser humano llega tarde a todo, y le cuesta encarnar las imágenes de contención de un padecimiento. Hay que recordar que la rebelión también sacude la condición humana.


[1] The Financial Times. June 5, 2020. Harriet Agnew: Matthieu Ricard: ‘Eternity is awfully long, especially near the end’


Originalmente publicado en PRODAVINCI

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