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La sirvienta de Kant

Apasionado, todas las tardes observa por la rendija de la puerta las líneas de la sirvienta, esas curvas jugosas que aceleran su respiración. Él la mira cuando sale del baño y resplandecen los senos como lunas en una noche apagada.

Nadie sabe de sus pasiones. Los pobladores de Königsberg están al tanto de las caminatas minuciosas pero no pueden saber de su intimidad. Los vecinos no advierten que el filósofo alterna las rectas abstracciones con las líneas sinuosas del deseo.

Una tarde, una tarde como todas y como ninguna, el filósofo tropieza con una silla mal acomodada en la oscuridad. Del otro lado de la puerta, la sirvienta (que está colocándose la toalla en las lunas blancas) se alerta. Pregunta, asustada, si es el gato el que merodea en la habitación. El filósofo guarda silencio. Intenta calmar el aire grave entre los corazones.

Pero no logra la paz. Su fervor, su incontrolable fervor, lo domina y abre sorpresivamente la puerta. Ella suelta temerosa la toalla y queda pudorosamente desnuda. Grita y pide socorro y le exige al filósofo que diga quién es. Él la devora con los ojos y la boca sedienta. Dice su nombre, perturbado, felizmente perturbado. Y avanza hacia el cuerpo tembloroso.


Photo credits: yosuke watanabe

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