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La S de Caracas: Una memoria en busca de efigie

Como Los Ángeles o Buenos Aires (a diferencia de Bonaire), Caracas es un nombre plural. Nada más justo que ese aviso de cantidad para contener sus muchas identidades en el tiempo y en el espacio. Esa variedad es lo más parecido a un palimpsesto, un mestizaje viviente de textos, imágenes y palabras. También incluye en esa siembra los estratos del olvido que establece la memoria. Sobre las recientes muestras trágicas recibidas por computadora y televisión, reverberan para mi las escenas reales que años atrás la prepararon, las pujas que había visto, apretujado en las colas de supermercados y farmacias, y aquella vez que, a un costado, se pelearon por harina y por leche, y en la arrebatada muchos rostros fueron blanqueados como máscaras indígenas, mientras un hombre mayor gritaba “¡quieren convertirnos en puercos!”, y atrás, de esas escenas de frustración y espera, los espectros anteriores de entusiasmo y farsa en los comienzos de Chávez (cuando casi todos acogían la inminente luz del paraíso sin sospechar que la estaban emitiendo las llamas del infierno). Cuando esta película borrosa también se reseca y desprende, emerge intacto aquel violento Caracazo, que nadie presintió antes que ocurriese, pero que todo el mundo interpretaba ideológicamente luego que ocurrió, y en una postal anterior de esa épica confusa, tan cara a los charlatanes, aquel tiempo efervescente de los consumidores años setenta, y sus esbozos dispersos de amistosa modernidad.

Tiempo que nunca pretendió ser idílico, pero albergaba festivales de teatro, museos gratis, maravillosos conciertos en el metro nuevo (las cuatro estaciones de Vivaldi para el publico sentado en un vagón), una cinemateca activa y culta, editoriales avanzadas, Universidades serias y generosas, y una movilidad social vertical que nunca había registrado otro país de América Latina. ¿Cual de sus aniversarios es también el de Caracas?

En esa memoria también esta la izquierda guerrillera de los años sesenta, que podía haberse deslizado como una gesta romántica de heroísmos antiguos que aprendieron el civismo socialdémocrata, si no hubiera sido aprovechada por la voraz delincuencia chavista para enmascararse. Y antes de ese equivoco mortal, el siniestro y eficiente Pérez Jiménez, y la gran estela demócrata de Betancourt, y antes la cerrada noche Gomecista, y el orbe feroz de las guerras federales, y aquellos tiempos mantuanos que guardaban las mejores academias de griego y latín del continente, abolidos por la lucha de independencia más sangrienta del hemisferio.

¿Cual de esos episodios sostiene el aniversario?

Antes hubo la vasta Compañía Guipuzcoana, el contrabando, los tumultuosos levantamientos de esclavos, las tenebrosas conspiraciones coloniales, y de pronto una escena enigmática, una aparición que brilla en el desván y oscuramente nos concierne.

A finales del siglo XVI, en aquellos mares alarmados por Morgan, Drake y otros corsarios, sorteando pesadas escuadras españolas y frenéticas alianzas comerciales, los corsarios ingleses tomaron la Guaira y avanzaron victoriosos por el antiguo camino de la sierra hacia la ciudad de Santiago de León de Caracas.

Hechizada por la floresta y el Ávila, la patibularia tropa invasora vio aparecer en el camino neblinoso un solo defensor a caballo, vestido con armadura y lanza en el puño como en los torneos de Camelot. No era espejismo ni truco de la niebla.

Era el Caballero de Ledesma, un vecino caraqueño, hidalgo aldeano, con una postura de dignidad y valor que anonadó a los invasores. La silueta de ese campeador de Caracas, devino friso de la oficiosa memoria histórica de la ciudad.

Hay quien piensa, y quizás los extraviados palimpsestos le darán su razón, que fue una figura anticipada del Quijote, un arresto valeroso que Cervantes editaría décadas más tarde, el vivo original americano. Este tiempo quizás es su fatal aniversario: nada más valiente y digno que los actuales caraqueños con sus carteles en ristre. Nada más parecido a una invasión de piratas que este gobierno que avasalló las voces y las imágenes, colonizó el pensamiento, forzó los símbolos, hizo de Bolívar un muñeco de feria, pervirtió las instituciones, y colmó de malignidad la república entera.

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