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La restauración de la vinilocracia

 

La vida secreta de las placas

El rito consideraba o contemplaba la presencia de ánimo digno de los contados movimientos que debían hacerse a continuación. El primero, sacar con el máximo cuidado -el verbo indicado es “extraer”- el disco del sobre interno. Este sobre interno da tema para una monografía, no para una digresión. Fue de papel, y a veces hasta de muy buen papel-predominio de las óperas rock y los álbumes conceptuales: despilfarro y gratuidad-, pero a mediados de los setenta estábamos acostumbrados ya a una economía penosa: que fuera una bolsa de polietileno huidiza, que se plegaba con subrepción insospechada hasta incomodar como víctima uno de los ángulos interiores de la tapa querida o aborrecida, que en muchos casos ya había dejado de ser cartoné. Después, había que llevar la placa hasta el aparato. Era una ceremonia que exigía devoción y equilibrio. Una vez ahí, con el disco entre los dedos limpios, los hombres, en este caso, solían, solíamos ser, por mezquindad obsesiva, más cuidadosos que las mujeres: sosteníamos el disco de vinilo por el contorno filoso, tratando de no invadir ese borde de silencio que pronto iba a permitir el aterrizaje de la púa, exento de huellas digitales. Los más cuidadosos, de atisbos siquiera de huellas digitales. A esto hay que añadir regímenes completos de excepción en todas las direcciones: quienes no conservaban el sobre interno; quienes no se habían dado cuenta siquiera de que los discos traían sobre interno; quienes lo dejaban caer el día del debut, para obtener de paso una especie de derecho de pernada -el sobre interno como excedente residual (tema de tesis), algo que debía perderse inevitablemente (en tiempos de adolescencia, en tiempos de inusitadas colecciones bizarras, había quienes guardaban incluso los papeles metálicos que traían chocolate y chocolatines, los abollaban formando una bola e iban incrementando su tamaño en relación a la gordura adquirida, martillándola de tanto en tanto, ufanándose de que la delgada lámina metálica que había entrado en la casa nunca podría salir de ahí.). Quienes llegaron a valorar estos sobres (y a saber a qué ediciones internacionales pertenecían las mejores) convirtieron el canje y la venta de discos en el Parque Rivadavia, en una especie de strip-tease cum cacheo de armas incluido: se pulsaba el album buscado y se extraían alternativamente para la compulsa la fundas interiores del album doble (letras con tipografías estilizadas, fotos exóticas, excelsos ejercicios cromáticos de Roger Dean o dibujísticos de Kike Sanzol). Para combinar una tapa inglesa, un sobre interno holandés y un vinilo alemán, en un ejercicio de restitución o de demencia acaso no fuera necesaria una intuición artística invencible sino solo una memoria rencorosa. Pegada a nuestra parsimonia de fan, víctima involuntaria del paseo, nuestra musa o nuestra mejor amiga bostezaba. Había poco de acá cuyo valor pareciera perdurable, pero Alfredo Rosso hizo una vez para Music-Hall una compilación de las caras B de los Kinks (Kinky Gems), que es hoy un collector item internacional. El arte aleatorio se complacía en decir que abjuraba de la propiedad y de la posesión: la mayoría de esos vinilos ingleses, importados, pertenecían a un amigo de Rosso de cuyo nombre no puedo acordarme (¿Fernando Fiore?)

De ahí en más, y a partir de breves consignas menos dignas de este ejercicio breve de novela objetivista (consulta con el dedo índice de la cantidad de pelusa acumulada tras la púa (otra candidata a tema de tesina), nivelación del volumen (y después de toda la parafernalia a mano para gozar de un buen sonido), gozar de un buen sonido. O de un mal sonido: la experiencia literaria se adquiría con el tiempo, los errores, las decepciones y toda la serie correspondiente a una campaña diametralmente didáctica.

 

Toute la mémoire du monde

Los sobres internos Odeón Pops, traían impresas tapas de otros “éxitos” del sello: Sandie Shaw, Milva, Altemar Dutra. Los nombres perduraban largamente porque a veces la duración de un long-play alentaba un ejercicio paralelo de retrospección y melancolía. Aquello que permanecía inmóvil e inalterable ante la mirada ligeramente ausente del soñador no era otra cosa que el sobre interno, en superposición a la tapa verdadera. Con Sgt. Pepper y la multiplicación de álbumes conceptuales, el sobre interno, y las tapas carpeta, habían adquirido importancia: traían las letras de las canciones y, en algunos casos, un muestrario de gadgets y zonceras que nos devolvían a la pura infancia carnavalesca. No hay que olvidar que Sgt. Pepper comenzó siendo una idea de homenajear la infancia, “la patria del hombre”. Como siempre en Los Beatles en esos años mejores quedó reducida a un simple de dos caras A (vale decir, se simplificó). Las letras decían todo lo que había que decir sobre esa experiencia decisiva en Liverpool (y en cualquier otro lugar). Dos topónimos muy específicos, uno de Lennon (Strawberry Fields Forever) y otro de MacCartney (Penny Lane). Una de las formas superiores del malentendido en esos años era la traducción (sigue siéndolo). Habría que leer la historia de los Beatles como un breviario o una antología de malas traducciones, traducciones parciales y disparates o silencios elocuentes que nos confundían. Muchos de mi generación crecimos creyendo de Strawberry Fields Forever/Penny Lane se referían a un campo lleno de frutillas y a una chica bonita de Liverpool.

Un suplemento: la sofisticada rusticidad del vinilo a treinta y tres revoluciones por minuto tiene que ver, en muchos casos, con el advenimiento entrañable de voces y palabras que se quedaron a vivir en nuestras cabezas para siempre. De frases y oraciones enteras. De títulos que eran acaso más significativos -menos mortales- que un título. Ayer nomás. A estos hombres tristes. Porque hoy nací.

El simple más asiduo de mi infancia con proyectos y sombras de adolescencia, presente en la casa de cada chica que empezaba a inquietarnos, era Laetitia, susurrado o musitado -en ese estilo muy francés, que consiste en no cantar nunca- por Alain Delon. Provocaba desazón. Era un simple del film Los aventureros (o un doble, no me acuerdo) con tapa: fragmento del perfil “perfecto” del actor francés que tuvo un hijo con Christa Päffgen (la Nico de los Velvet Underground) y que tanto admiró la elegancia neta de púgil mocoví de Carlos Monzón.

(Por suerte, Johanna Shimkus, de una belleza indescriptible, prefería en el film a Lino Ventura, y la tragedia encontraba en nosotros, los feos, la equivalencia de un final feliz.)

En casa, otro simple con tapa era Morir en Madrid, que traía canciones de la Guerra Civil española. Esas grabaciones viejas de Somos los milicianos y Ay, Carmela, con su registro empedrado, como granulado de instantes heroicos o trágicos, me daba nostalgia y una fuerza que estaba seguro de no tener. Había otros con tapa, los de Creedence Clearwater Revival, del sello Liberty. Uno de Frank Sinatra -El mundo que conocimos, creo-, con la fotografía de un film sobre espías, hizo que mi hermana obligara a su novio a que lo cambiara (¿Centro cultural del disco?) tres veces hasta obtener la fotografía del sello Reprise que coincidía con alguna ensoñación diurna.

Hace poco entré en una disquería -de las pocas que quedan en estilo de la novela de Nick Hornby High Fidelity– con el propósito difuso de comprar algo que me gustara. Después noté que el único que se tomaba ese trabajo en las bateas de cedés era yo, el único de los presentes que había asistido al relevo de un formato por otro. Los jóvenes asistían al relevo de un formato por otro, a la inversa. Uno comentaba, no sin elegancia léxica, que el cedé que eso que estaba buscando yo no era obsoleto sino solo anticuado. La moda es una persuasión indeleble que incomoda y desplaza.

Como resultado de esas comprobaciones, no tardé mucho en abismarme en una especie de polo disociado de cualquier cosa que no fuera la nostalgia.

 

Los años sin excusa

Una pregunta que irrumpe, y que ha demostrado a lo largo de los años no desvelarme (la olvido con facilidad en cuanto mi cabeza toca la almohada), es el precio los discos en esos tiempos de economía post Krieger Vassena. Recuerdo haber ahorrado para comprarme Tommy de los Who, que eran dos, pero no el doble de Almendra. ¿Los precios variaban tanto? ¿O solo el cinismo de quien pasa por alto, tanto tiempo después, el valor?

Mis dos disquerías favoritas de ese pasado lejano eran El agujerito, en la Galería de Este, y Tubo Records en la promenade Alvear, dos lugares paquetes (o chetos, como se dijo después). El exotismo más grande lo escuché en Villa Caraza, donde mi padre me llevaba con la esperanza de que el último aumento del alquiler nos sacara del barrio en que vivíamos y nos condujera a esa vida ordenada en lugar con tren de trocha angosta. Los pibes cuyas melenas admiré eran mayores que yo unos años y oían Traffic. La voz angustiosa de Steve Winwood, una de las claves de esta busca parcial del tiempo perdido, me lleva de regreso a ciertas supersticiones. La de los supergrupos, por ejemplo.

Estaban de moda y se llamaban así: supergrupos. Crosby se había ido de los Byrds, Stills y Young, peleados entre sí, de Buffalo Springfield, Graham. Nash de la muy británica agrupación los Hollies; todos juntos habían armado ese milagro de armonía inestable y voces escarpadas que empezó o terminó bautizado por el peso de sus apellidos, por así decir: un hexasílabo onomástico. A su vez, Steve Marriot se había fugado del éxito fisonómico de los Small Faces y se amigó con otra cara de moda, Peter Frampton de The Herd, que unos pocos años después daría la vuelta al mundo con ese tributo olímpico a la banalidad llamado “Oh, Baby, I love your way” (”Nena, me gusta tu forma”). Los unos y los otros balanceándose de un grupo a otro, como antes, pero ahora reconocidos. Hay un genealogista inglés de estas cosas con el nombre adecuado: Peter Frame.

[[[Steve Winwood se despidió de sus compañeros de Traffic y se juntó con Eric Clapton, que huía todavía sin éxito del éxito de Cream en pos del anonimato (lo logró a medias con Derek & the Dominos) y junto a Ric Grech (ex Family) y Ginger Baker (vaya paradoja) hicieron Blind Faith (fe ciega). El L.P. epónimo del supergrupo, el único, fue un gran desengaño (aunque me negué a admitirlo: eran mis dioses tutelares). Los tres mejores en su instrumento del mundo-eso creíamos (Grech tenía como adversario nada menos que a Jack Bruce)- no lograron componer una serie de temas memorables. (Eso creí entonces; ahora creo que nunca se lo propusieron). Aunque los otros dos números de Winwood están bien y el de Clapton, que es aburrido, zafa, la leve insinuación de leit-motive de Baker, Do What You Like (Hacé lo que quieras), es un pretexto para que cada cual cumpla con ese cometido (interminables improvisaciones). Solo I Can’t Find May Way Home, la formidable balada acústica de Winwood logra en ese empastado, casi inviolable mazacote de sonido adquirir permanencia y singularidad. Tardé casi cuarenta años en decirlo. Insisto: eran mis dioses tutelares.]]]

 

Otras tres versiones de Judas

Otro simple con tapa era uno de la vieja formación de Fleetwood Mac —Green, MacVie, Spencer, Fleetwood, Kirwan (un supergrupo limitado a la escena del blues británico en los ‘60) obligaba a que mi abuela —admiradora de Maurice Chevalier, My Fair Lady y Rocío Durcal, pero también de Beatles For Sale— reflexionara sobre la coincidencia entre la fealdad de los jóvenes y la mala calidad de los ruidos que hacían. Imperativos de la moda: una cosa eran los Beatles lampiños de Ocho días a la semana y No quiero arruinar la fiesta y otra, muy distinta, esa comunidad de fealdades alternativas y desgreñadas que hacían explotar en el tocadiscos Oh, Well.

Cuando dando muestras de una tilinguería y una frivolidad odiosas (uno se sorprende a sí mismo), me quejé ante la imposibilidad de volver a oír a Debussy en las grabaciones que más me gustaban y lo consulté a Pablo Gianera por las que se conseguían ahora en cedé de Dinu Lipatti, con una honestidad alarmante (que tiene que ver con la inteligencia simplificadora, y acaso también con la teoría de la evolución), me contestó: “El piano es mono”.

Cabrera Infante dice en O, su compilación signada voluptuosamente por el Swinging London, que cuando recibió de Calvert Casey dos entradas para ver a Martha Graham, las cambió por otras, para ver a Sonny Rollins, con la esperanza final en realidad de que llegaran a Londres -fines de los sesenta- los Beach Boys. La reflexión lacónica, digna de su confinada melancolía, es: “las artes que transcurren en el tiempo hay que conocerlas a tiempo”.

No fui capaz de cumplir nunca con ese requisito, y no solo en lo que respecta a lo que hay que ver o no ver en un teatro (con la exigencia de llevarse a uno mismo), sino aun en la situación -todavía litúrgica- de elegir qué oír. Sigo escuchando compacts, vinilos, casetes o radio con la misma desproporcionada ambición y esperanza. Y con la misma desalentadora heterodoxia. La enumeración de nombres sería un poco viscosa o empalagosa (tentado, como estoy, de probar “la amplitud de mi gusto”). De modo que prefiero callar. No es que dé lo mismo, pero la eternidad está, como se acordó William Blake antes que Cabrera, y ya no es sospecha, enamorada de las obras del tiempo.


Photo Credits: Spry

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