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Diego Polito
Diego Polito

La reescritura del hado

No es fácil elaborar una descripción acerca de las hadas. Menos por su origen mitológico, que por la ingravidez de su naturaleza intrínseca, por la inmaterialidad que haría difícil pensar los atributos o la geografía de estos seres. Pero la palabra “geografía” en su sentido estricto, nos pesa demasiado y le pesa a la mitología. Esta última, en sus distintas tradiciones, muchas veces ha invocado la ligereza con el fin de trazar cuerpos, territorios y eventos que sólo nos pueden hablar cuando se presentan en imágenes provocadas por palabras aladas. Uno de los escritores que ha sabido recoger la importancia de la levedad en la literatura, es Italo Calvino. Además, su texto Geografía de las hadas, es un gran ejemplo de la liviandad efectuada en la escritura. Allí logra que la ingravidez propia de las hadas quede salvaguardada y expresada gracias al tacto del medio lingüístico.

Calvino las describe como seres de composición etérea: “Pequeños de estatura con cuerpos de naturaleza análoga a la de una nube condensada o de aire coagulado (…)”, que centellean entre la ausencia y la presencia al igual que los recuerdos: “Su apariencia y quizá su presencia misma es discontinua: sólo quien esté dotado de visión segunda puede percibirlos, y siempre por breves instantes porque aparecen y desaparecen”.  Otro de los atributos que el escritor resalta, tiene que ver con formas específicas de actividad que pudieran separarse si nos valemos de la distinción aristotélica entre poiesis y praxis.

«Sus mujeres tejen y cosen, según unos, extrañas telarañas, según otros, arco iris impalpables (…). Pero aun en nuestras cocinas, a veces, mientras dormimos, reordenan serviciales los platos y ponen todo en su lugar. Las relaciones con los seres humanos consisten en estos pequeños servicios pero también en trastadas y  pequeños hurtos, o arrojan piedras a veces grandes, pero que no hacen daño.  Más grave es el rapto de niños o de nodrizas (adoran la leche) que permanecen con ellos cierto tiempo bajo tierra mientras arriba sus personas son sustituidas por dobles o apariencias larvales».


Del lado de la poiesis, las creaciones de
las hadas equivalen a las formas más leves y casi inmateriales que vemos en la naturaleza. Así como un sueño, estas son desapercibidas en su aparecer y con sus gestos trastocan el espacio y las relaciones entre los nombres y los cuerpos. Mediante la inaudita acción del rapto, los niños son de los pocos que acceden a sus mundos. Estos actos –prácticas- son el hado inexplicable que posibilita el desordenamiento del orden y la interrupción de lo previsible. Más adelante, Calvino resalta la cualidad de la ingravidez onírica, refiriéndose al encantamiento sexual provocado por estas criaturas: “Tienen inclusive relaciones sexuales con los humanos, especialmente sus hembras, pero en el plano de un juego lascivo y ligero, como en los sueños, sin pasión ni drama.”

Lo mágico llega sin ser llamado, o mejor, gracias a no ser llamado. Esta noción de magia es desarrollada por el filósofo Giorgio Agamben  en su libro Profanaciones. Según él, la felicidad es evocada cuando hay una falta de destinatario y así, ocurre “por arte de magia”. Somos felices porque no nos damos cuenta de ello, y si intentáramos llamar a la felicidad la enviaríamos lejos. Luego, ante la tradición que toma la magia como el acto desde el cual, por ejemplo, el nigromante pronuncia el nombre secreto que despierta las fuerzas espirituales, Agamben se inclina hacia la magia en el gesto que desactiva el peso del nombre. Es decir, en lugar del control del mago sobre la potencia del inframundo gracias a un habla oculta pero cifrada, es la magia que suspende el señalamiento del nombre y encanta al niño mediante lo inexpresable de lo gestual, igual que en el rapto de las hadas: “Tener un nombre es la culpa. La justicia es sin nombre, como la magia. Privada de nombre, beata, la criatura llama a la puerta del país de los magos, que hablan sólo con gestos.”

Un ejemplo de esta operación de la magia sobre el lenguaje y el niño, lo encontramos en Infancia en Berlín de Walter Benjamin. Uno de los pasajes de esta obra escrita a través de una anamnesis libre, evoca los paseos veraniegos en los que el pequeño Walter se alejaba de los confines del jardín de la residencia, para adentrarse en la zona silvestre y entregarse a la caza de mariposas. Sumergido en esta actividad, experimentaba la influencia de las corrientes de aire mediante la coalescencia gestual entre él y sus presas: “…cada vez que las alas que me tenían prendado se agitaban y mecían, era a mí a quien rozaba el aire haciéndome estremecer”. Del mismo modo, después del ajetreo destructivo, su espíritu recibía la pena de la condenada que se posaba frágil y asustada sobre la red, meciéndose como lo había hecho en las flores. Al identificarse con la fatalidad vertida en la mariposa, se ahogaba su impulso de caza.

Más adelante en el mismo pasaje, llega el momento en el que Benjamin, desde su escritura advierte y expresa la desactivación mágica de la culpa del nombre, de la correspondencia entre el signo y lo significado. Así, el filósofo cede ante el impulso de (re)escribir un fragmento de su historia:

“…el aire en el que se mecía entonces aquella mariposa, continúa aún hoy preñado de una palabra que desde decenios no volví a oír ni la pronunciaron mis labios. Ha conservado lo inescrutable de lo que contienen las palabras de la infancia que le salen al paso del adulto. El haberlas silenciado durante largo tiempo las transfiguró. Así vibra, en el aire perfumado de mariposas, la palabra Brauhausberg. En el Brauhausberg cerca de Postdam. El  nombre ha quedado vacío de todo significado, pues ya no posee nada de una fábrica de cerveza (…). Y por eso, el Postdam de mi infancia yace en un aire azul, como si los antíopes o las vanesas atalantas, los pavos reales y las auroras estuvieran distribuidas sobre uno de los resplandecientes esmaltes de Limoges…”

Pudiéramos decir que esta reescritura obedece a un modo particular de rememoración distinto de aquel ejercido como vía de recomposición de la persona. En este último sentido, ocurre una evocación del pasado con el fin de expiar una culpa y aliviar ciertos síntomas. Al igual que Edipo, el paciente que debe recordar, sufre un destino que es simplemente el resultado de un origen desconocido por él. Bajo esta vocación, el individuo buscaría exhibir desde su conciencia, a modo de revelación, lo que previamente se hallaba bajo el manto deformador de lo traumático. Frente a esta “técnica” Lyotard dice: “Quieren reunir la temporalidad no dominada, desmembrada (…). El nombre que tiene ese tiempo perdido es infancia”.

El pasaje de Benjamin responde a una forma más impersonal de escritura y de anamnesis. Esa reescritura ocurre como despojamiento de la búsqueda de todo objeto de conocimiento y como la magia que al desposeernos del control nominal, nos libera del peso que caería sobre los recuerdos con el propósito de hacerlos nuestros.  Para Simone Weil el “yo” se retira, se borra, abriéndole el paso a la potencia divina que verá a través de uno; de nuevo la mesa, de nuevo la flor. Igualmente, la persona del escritor o del niño encantado se ausenta para que advenga la magia inmerecida. Y, del mismo modo que las hadas actúan en la lividez y el desvanecimiento, la palabra encontrada en los pasajes del filósofo, de la poesía, nos llega desde su umbral inscrito entre la presencia y la ausencia. A este, los lectores también asistimos sin concedernos, irreductibles. Ahí los signos trazados postergan toda forma de existencia, soltándonos en el juego de los movimientos de lo escrito, similares a la brisa de verano, al perfume marítimo donde moran los nombres de la infancia y la memoria.

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