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paola maita
Photo by: Beryl_snw ©

La rebelión de los privilegios

A S., por ser más compasivo conmigo que yo misma

Hace poco descubrí una palabra sencilla que puede confrontarnos crudamente con nuestra percepción de las circunstancias que nos rodean. Aunque no lo queramos. Esa palabra es privilegio.

Crecí rodeada de privilegios sociales y económicos de los que no era consciente. No consideraba que tener una educación privada, con actividades extraescolares y un hogar amoroso, eran condiciones privilegiadas en el mundo. En mi mente, comparaba mi situación con los que iban a clases conmigo. Ellos podían pasar un fin de semana en Miami, irse de tour de quinceañeras a las islas griegas, o tener auto con apenas 16 años. Durante mucho tiempo, eso me hizo pensar que me había tocado una mala mano en el juego de cartas de la vida.

Fui creciendo en un ambiente donde todas esas circunstancias estaban dadas, siendo incapaz de mirar más allá de los límites de mi entorno. A veces, quiero creer que no miraba más allá de mi ombligo porque era joven, pero otras veces me cuestiono pensando si esto no significaría asumir una posición condescendiente. Al salir de la burbuja de colegios privados y chicos con viajes internacionales y autos, me di cuenta que no solo había sido privilegiada al recibir la educación que tenía. También había podido vivir la vida más holgadamente que otra gente de mi edad.

Entré en una universidad pública, vi otras realidades y comencé a plantearme la idea de que quizás no todo el mundo había podido acceder a aquello que yo obtuve por simplemente nacer en una casa y no en otra.

Sí, es cierto. Me molestó reconocer que una serie de cosas me fueron dadas por el simple hecho de existir. Sin embargo, como en las buenas historias, no todo ha sido un camino llano y floreado.

 


 

La primera vez que besé a una mujer, pensé que me había vuelto loca. Todo aquello que había comenzado como un experimento orquestado por uno de mis amigos, estaba virando hacia una dirección que no vi venir. ¿Cómo era que ahora me gustaba aquella chica con la que sólo quería salir para experimentar? ¿En qué me estaba convirtiendo? ¿Era este un cambio definitivo?

Siempre había tenido cerca a amigos homosexuales, pero nunca pensé que me podría pasar a mí. ¿Tenía que salir al día siguiente a gritarlo a los cuatro vientos? Si algo estaba claro, es que los hombres me seguían gustando y que las chicas me parecían interesantes, por decir lo mínimo. ¿Qué significaba entonces?

Los años siguientes se convirtieron en largas conversaciones internas sobre cómo me definía todo esto. Nunca dudé de que me gustaban tanto los hombres como las mujeres. En vez de una duda, estaba el no saber cómo se vivía aquello. ¿Significaba que andaría por el mundo besando a todo aquello que se moviese? ¿Qué jamás tendría una pareja estable?

Leer, conversar, decir cosas entre líneas, escuchar los subtextos de las respuestas y volver a comenzar el ciclo. Aparentemente para aquel momento, de todos los privilegios sociales que me habían sido concedidos en la vida, el vivir una sexualidad abierta no había sido uno de ellos.

En teoría, es bastante más fácil vivir la heterosexualidad en un mundo que entiende que naturalmente un hombre se corresponde con una mujer. Nadie tiene una tentación inmediata de preguntarte sobre qué parte del cuerpo va en donde, cómo haces qué cosa con esta persona, ni pretenden que hagas grandes anuncios sobre quién te gusta y por qué. Yo, que ya había luchado conmigo misma para entender que crecí en un mundo socialmente privilegiado, ahora tenía que sentarme a explicarme a mí misma la verdad: los privilegios sociales no eran los únicos importantes.

No era igual andar por la calle tomada de la mano con un chico que con una chica. Tampoco era igual entender que me habían educado, aunque fuese mínimamente, para poder tener relaciones sexuales con un hombre; pero que no tenía ni idea de por dónde comenzar el día que tuviese una mujer desnuda al frente, por mucho que lo desease. Tal como los animales de Rebelión en la Granja, me di cuenta que quizás algunos privilegios eran más privilegios que otros.

 


Tengo que confesarte algo.

Quisiera decir que recuerdo punto por punto la conversación que tuve con S. cuando le conté que soy bisexual. Quisiera tener una máquina de transcripción por memoria. La verdad es que, de aquella noche, solo recuerdo admitirle con mucha vergüenza que sí, que estaba siendo feliz a su lado y que él era una persona increíble, pero que por favor no se fuese a tomar mal si aquello que estábamos teniendo se acababa porque me había enamorado de una chica.

Llevábamos pocos meses estando juntos. A pesar que no había nadie a la vista, me daba terror la idea de hacerle un daño más profundo porque le podría dejar por una mujer.

No sé qué conversaciones tienen otras parejas en sus intimidades, pero me cuesta hacerme la idea de que alguien tenga esta conversación con una sexualidad predecible: si te dejo, será por otra persona de tu mismo género.

Entiendo que esta idea de hacerle más daño por dejarle por una mujer en vez de hacerlo por otro hombre, viene de un lugar profundamente machista, donde al ego masculino hay que protegerlo a toda costa. Sin embargo, en aquel momento estaba lejos de tener esta claridad. Pensaba que ¡Claro que era peor! Imagínate lo que podrían decir de él si saben que su novia lo ha dejado por una chica.

Su respuesta fue un bálsamo de tranquilidad. Llegado el momento, veremos qué pasa. Esas palabras untaron una parte muy sensible de mí, una que necesitaría un par de años más para curtirse. Con el tiempo, logré sentirme lo suficientemente cómoda con ella para que los demás pudiesen verla sin sentirme vulnerable.

Me costó entender que a esa persona callada y observadora que tenía al lado, le daba igual si le dejaba por Pedro o María. Lo que le dolería es que estábamos terminando nuestra relación. Me costó entender y aceptar que tenía el privilegio de tener alguien al lado que no me juzga por vivir y expresar mis preferencias sexuales libremente.

Hoy puedo sentarme cómodamente en mi sofá a escribir, como si no hubiese mañana, sobre mi sexualidad, porque he tenido otros privilegios que no consideré: la posibilidad de deconstruir paradigmas en los que me educaron, el tener una pareja y amigos al lado que me apoyan, el tener un espacio de libre expresión, e incluso, el haber vivido un proceso migratorio que me cambió de pies a cabeza.

De nuevo, vuelvo a ser privilegiada hasta cierto punto. Tanto, que puedo permitirme pensar que no todos pueden vivir su sexualidad libremente, porque hasta el sexo puede ser un privilegio, según cómo se le mire.


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