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La propuesta migratoria de Trump, una afrenta a la memoria: el camino de los migrantes

Hace no mucho tiempo viajaba por los caminos de América Latina buscando un lugar donde soñar, donde descansar, donde criar a mis hijos. Más de un atardecer me embargaba la angustia de no encontrar un techo donde dormir, donde mi señora pudiera descansar, donde mi pequeña hija de tres meses pudiera soñar, tomar la papa y soñar.

Hoy, miles viajan por los caminos de Latinoamérica buscando un lugar donde descansar, donde el cerrar los ojos no constituya un peligro; buscando, al atardecer, embargados por la angustia, un lugar donde soñar con el futuro.

“No es lo mismo”, dirá alguno de mis lectores. Cierto, yo regresaba de Europa para intentar vivir en mi continente, de regreso al país del que fuera expulsado, y donde la violencia aún reinaba en las cárceles, en los patios de las escuelas, en las largas noches de la dictadura.

No era lo mismo, pese a que la violencia sigue siendo la misma, violencia en contra de seres humanos. Yo regresaba con 17 festivales internacionales a cuestas, mi doble camina hoy por los caminos de Centro América, de México, con 17 surcos arados intentando arrancar a la tierra sus frutos, 17 surcos que como latigazos en su espalda marcan su dolor y su destino.

No es lo mismo un intelectual que un hombre que labra la tierra, no es lo mismo un surco en la tierra árida que un festival de luces y sombras.

Cierto, no es lo mismo, en el festival buscaba alimentar el espíritu; mi doble en la tierra busca paliar el hambre del cuerpo para alimentar el espíritu del pequeño ser que pide sobrevivir.

No es lo mismo, el dolor de aquellos que hoy caminan llevando sus esperanzas a cuestas, su dolor a cuestas, cargando sus hijos en la espalda supera el dolor por mí vivido, pero el temor al anochecer es el mismo, la búsqueda de un techo, de un plato de comida es la misma.

Hoy, al otro lado de una frontera, bajo un techo, mi corazón vuela hacia aquellos, los míos, mi otro yo, y se une a ellos para nuevamente emprender la marcha, sabiendo que nos mirarán con desconfianza, sabiendo que mirarán para otro lado a nuestro paso por lo que la miseria molesta, nos hace sentir incómodos. Y nos conmoverá la foto de una niña triste quien llorando agarrada de la falda de su madre nos dice con su mirada, “perdí mi posibilidad de soñar”, y por un segundo nos enterneceremos y sentiremos piedad, esa piedad que marca de un nuevo latigazo la espalda de mi otro yo, aquel que marcha por los caminos de la tierra en busca de un lugar para vivir.

Hoy, el presidente Trump, intenta dar otro paso para avanzar en una política migratoria inhumana en los Estados Unidos, pretende esterilizar la inmigración, seleccionar quién está contaminado y quién no, quién sirve y quién no, quién sí y quién no sobrevivirá la miseria y la violencia; pretende ponerle precio a un alma en el mercado de los seres humanos en el siglo XXI; en su mente enferma pretende separar, lo que considera bueno de lo podrido, y ello trae a la memoria la selección realizada no tanto tiempo atrás en los campos de exterminio, puesto que un niño rechazado en la frontera, una joven madre rechazada en la frontera, unas manos analfabetas rechazadas en la frontera significa condenarlos a la oscuridad para ser devorados por la violencia. En su política divisiva, Trump quiere una vez más separar, ladinamente separar, esconder su pensamiento y alimentar las insaciables fauces de la discriminación.

Escrito entre la frontera de la memoria y del olvido mientras un sollozo surge incontenible entre la espalda marcada del labrador y el teatro del horror del dramaturgo.

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