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La promesa incumplida

Fuimos, acaso, la ilusión de un país desarrollado, una promesa incumplida. En Venezuela tuvimos todo para crecer, para transformar en un país primermundista a aquel otro agrario, pacificado por las malas por un hombre sin capacidad para discernir los tonos medios. Sin embargo, al igual que el hijo del patán enriquecido, dimos por sentado que el dinero siempre abultaría las arcas, como lo creyó Pérez en su primer mandato, como lo creyó, siempre, Fidel Castro, y gracias a este felón caribeño, su pupilo, Hugo Chávez. Creímos que el petróleo podría pagar nuestras extravagancias y hoy, como el nieto de aquel hombre rico, acabamos pobres, aunque aún no nos lo creamos.

No nos engañemos con quimeras de un pasado inexistente, de unas glorias que en su mayoría resultan más de la fantasía que de verdaderos hechos. Si bien hubo logros, y que en efecto, para la década de los ’90, por ejemplo, nuestros servicios públicos eran confiables, ya desde 1983 habíamos empezado a rodar cuesta abajo, y nuestra economía, viciada por años de despilfarro y desenfreno, se derrumbó como la de todo botarate.

Bien lo dijo Bill Clinton en su campaña (1992): «estúpido, es la economía», y por ello no solo ganó las elecciones presidenciales (y la reelección a pesar del escándalo Lewinsky), sino que equilibró el presupuesto estadounidense. Bien lo hicieron nuestros vecinos en esta región plagada de vicios políticos y económicos. Nosotros, no. Aburridos de una dirigencia que en efecto se alejó de lo que debía ser ontológicamente, nos echamos en los brazos de un falso iluminado, indigestado con un festín de monsergas y estribillos de pasquín sin densidad académica. No nos mintamos, esta pesadilla la compramos todos por banales, por tontos, por creer que nuestro principal complejo – esa envidia nos corroe y nos anima a desearle toda clase de infortunio a Estados Unidos – era nuestra mayor virtud.

Siempre se trató de un tema económico, porque la inclusión no se puede decretar. Se construye día a día a través de políticas económicas razonables, saludables, serias, bien pensadas, sobre todo bien pensadas. Hoy por hoy, cuando una mandarria parece caer sobre nuestras instituciones, volvemos la mirada al pasado, y si bien vemos un espejismo, un recuerdo engañoso, reconocemos con razón que aquello era mejor, como lo sugirió una modesta cajera de un supermercado, que con tristeza en la voz me dijo: antes, durante la cuarta, todos «comprábamos» Colgate. Sin embargo, no era perfecto aquel modelo, y ciertamente distaba mucho de serlo, o no hubiésemos visto surgir desde el resentimiento más profundo, sobre todo anidado en una clase media agonizante, a un aleve como Chávez. Nunca lo he negado, el caudillo barinés fue ese diablo que tantos llamaron ignorando lo distinto, y horrendo, que es verlo llegar.

¿Podemos retomar el camino de la prosperidad y materializar la promesa incumplida? Sin lugar a dudas, sí podemos. No obstante, no será posible mientras acuñemos ese complejo y desdeñemos todo aquello que nos recuerde a Estados Unidos, porque nos duele su desarrollo y la falta de uno del cual enorgullecernos. No niego la infinidad de errores en la oferta de María Corina Machado, e incluso las incontables malcriadeces de su parte, pero, al menos yo, creo en el país que ella propone, uno liberal y que por ello mismo, prime la libertad del individuo. Aún más, creo que debemos dejar de lado el resentimiento y reconocer de una vez por todas que, sin negar los abusos que como potencia pudo cometer, Estados Unidos no ha construido su desarrollo sobre nuestra pobreza y todavía más importante, que nuestra pobreza no se debe al progreso estadounidense.

Otras naciones de la región lo han hecho, y por eso hoy por hoy, Chile, Ecuador, Perú y Colombia muestran economías más sanas que la nuestra. ¡Mucho más sanas! Y acaso, como castigo al soberbio, son esas naciones el abrevadero de millones de venezolanos. Creo que más allá del cese de la usurpación (evidentemente necesaria para avanzar), debemos replantearnos qué país queremos y sobre qué pilares vamos a construirlo.

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