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manuel felipe alvarez

La poética del exilio

Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.
Konstantinos Kavafis

Una de las conmociones que más exige la contemporaneidad es cómo se asume el exilio y, con este, todas las adyacencias que plantean una forma universalizada de sentir el arte. Justamente, en referencia a la literatura, el carácter cosmopolita de muchos autores es el que ha dado renombre estético a su obra; en este punto han construido parte significativa de su libertad, llevan a cuestas un espejo quebrado a través del que se divisan a sí mismos y los despojos de la patria que dejan y a la que no siempre regresan.

De este tema se han ocupado estudios alusivos a la denominada literatura ectópica, que se refiere al conjunto problémico de obras escritas fuera del lugar de origen y con enfoque en la añoranza o el denuedo expresivo por el territorio dejado; tal es el caso de «Sobre la literatura ectópica» (2011), de Tomás Albaladejo y «Literatura ectópica y literatura de exilio: apuntes teóricos» (2013), de Vladimer Luarsabishvili.

En estos se aborda el exilio con una denotación atribuida mayoritariamente a factores extrínsecos, como es el caso de la literatura española en el escenario voraz de la Guerra Civil, entre 1936 y 1939, del que se ponderan ejemplos como el de los poetas León Felipe, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Juan Rejano, entre otros; aunque no es para nada desestimable el aporte de García Lorca, con su memorable Poeta en Nueva York, publicado en 1940, además del marco de las dictaduras latinoamericanas con las revelaciones de Eduardo Galeano y Juan Gelman. En estas ilustraciones, se suscribe lo político a sazón de móvil común y es clara la influencia de estas insidias en su elaboración estética.

Concerniente al autoexilio —más común de lo que se creería—, la acepción personal, primariamente universalizada y bitacoresca tiende a atribuir dejos intimistas y que no entran al diálogo —muchas veces espectacularizado y revictimizado, si se quiere— con la guerra y el destierro, sin considerar que hay circunstancias intrínsecas que no siempre se revelan y conllevan a estas migraciones; verbigracia, James Joyce, Rubén Darío y al mayor hito griego de la modernidad, Konstantinos Kavafis.

Otro factor especial es el del insilio, comprendido como aquel destierro que se da en el lugar de origen, con fundamento en la desazón por el espacio al que el poeta se niega, arrebatadamente, a pertenecer o merecer: la profesora ecuatoriana María Arteaga ofrece un discernimiento bastante revelador aplicado a la obra del poeta cuencano César Dávila Andrade, pues este, antes de su migración a Venezuela, donde muere, habla de su tierra de origen desde la nublada luz del desarraigo. El insilio, en definitiva, demuestra que los viajes más insondables son hacia uno mismo.

Ahora bien, en la actualidad resulta más que diciente el hecho de que, en muchos certámenes se tiene en cuenta a poetas nacionales que, a su vez, residan en el país originario y, en otros casos, consideran a los que, siendo migrantes, residan en el país destinatario desde cierto tiempo. Así también, es habitual que ni siquiera los medios virtuales se usen para que los recitales cuenten con participación presencial y a distancia. Todo esto muestra que los poetas migrantes, en muchas ocasiones, no sean contados como poetas del lugar en que nacieron —y, tal vez, peco de patriotero—, al que constantemente llevan como bandera y la ondean en la esfera internacional. Es una suerte de discriminación que, tristemente, sigue siendo común. Das tu carne y tu insomnio, a cambio de olvido.

Como consuelo, puede decirse que la obra se basta a sí misma y no tiene por qué obedecer a nacionalismos; sin embargo, estos ejemplos exhiben que el poeta exiliado, generalmente, tiene un doble destierro: el del lugar del que migra, con las cruces de la nostalgia y la sed de autorrendención, y al que llegan con el reto de adaptarse. Por fortuna, de todo esto brotan vertientes de luz y expresividad que denotan lo que, por lo menos, puede arrebatársele al olvido: el arte no tiene comarca que lo limite, y el creador —aunque la ley del eterno retorno no siempre lo bendiga— lleva la patria en sus callos.

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