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La poesía nos salvará

En diciembre pasado despedí a un amigo octogenario que marchó a México. Antes de irse, me dijo: «La poesía nos salvará». Tengo cierta dificultad para expresar la sorpresa que sus palabras produjeron en mí, quizás porque escribo poesía y no me había planteado hasta ahora algo tan radical. «La poesía nos salvará». Llevo semanas pensando en esa frase, preguntándome a cuántos salvó la poesía. En principio –no lo pude evitar– desfilaron frente a mí quienes alguna vez me acompañaron con sus voces en aquellas lejanas madrugadas: José Antonio Ramos Sucre, Alejandra Pizarnik, Cesare Pavese, Paul Celan, Alfonsina Storni, Anne Sexton, Sylvia Plath, Martha Kornblith. Todos poetas suicidas.

Más tarde recordé aquella lapidaria frase de Theodor Adorno en «Prismas»: «Luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz, es cosa barbárica escribir un poema». A la luz del pensamiento del filósofo alemán, parece que la poesía tiene poco o nada que salvar en la decadencia de una posmodernidad que hace aguas, que Bauman no ha dudado en llamar modernidad líquida. Pero en seguida surgió en mí una pregunta suspicaz: ¿luego de Auschwitz, es un acto de barbarie escribir un poema, pero no lo es escribir un ensayo de filosofía? ¿Qué salva a Adorno de la barbarie? Precisamente el lenguaje. El mismo Adorno descubrirá en el epistolario entre el poeta austríaco Hugo von Hofmannsthal y el poeta alemán Stefan George que el símbolo poético es un ritual sacrificial: «Esta es la raíz de toda poesía –escribía Hofmannsthal–: El oficiante murió en el animal. Nosotros nos disolvemos en los símbolos».

Algo del oficiante moría en el carnero al tiempo que algo del carnero moría en el oficiante. Del mismo modo, algo del poeta muere en el poema y viceversa. No hay modo de escribir dos veces el mismo poema, ni de leerlo dos veces del mismo modo. Un algo de la esencia de ambos se desgaja en cada ejercicio de la palabra. Poeta y poema no son, nunca más, los mismos. Tampoco el lector, que se disuelve en los símbolos. Y este gajo de la esencia es una semilla que, tarde o temprano, en alguna parte, habrá de germinar. El lenguaje como ritual sacrificial –lejos de las consideraciones del romanticismo, que no nos atañen acá– supone que el mundo, fecundado por el poeta, regresa al lector impregnado de simbolismo, de incontables resonancias. Este desgajamiento por medio del verbo lo tuvo clarísimo Alejandra Pizarnik: «Explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome».

«La poesía nos salvará». Regresando a la casi profética sentencia de mi amigo, entiendo exagerada, aunque consecuente, la advertencia de Adorno. Luego del horror, no solo no es un acto barbárico escribir un poema, sino que es en rigor de lo poco que queda por hacer: filosofar y poetizar. O dicho de otro modo, crear nuevas categorías de pensamiento y verbales para expiar la barbarie, para saber que podemos seguir el viaje de la cultura. Lo contrario sería decretar la muerte de la civilización, la sustitución de la palabra por el peor de los silencios, admitir, como Lord Chandos, que la realidad es inefable, inenarrable.

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