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Armando Coll
viceversa magazine

La pesadilla de Dziga Vertov

“That’s my dream. That’s my nightmare: crawling, slithering, along the edge of a straight razor and surviving”

Colonel Kurtz
Apocalypse Now

Coppola-Milius

Siempre recurro a las fuentes, la raíz o el presumible origen, sobre todo si de cine se trata. Tengo una añoranza que no me pertenece, porque si acaso le correspondería a mis abuelos. Y es la experiencia del cine.

Por eso, cuando se me concede la oportunidad de hablar, en clases y talleres, de este asunto que tanto más padezco que lo que me concierne comienzo por preguntarme ante la audiencia ¿Qué es el cine?

¿Qué ha sido y pasado con esa experiencia que produjo una estampida en un salón de París hace tanto como 1895, según la conseja?

El cine hoy, creo, sería el sueño o la pesadilla de uno de su mayores formuladores: Dziga Vertov, ese operador de cámara que soñó con la autonomía del artefacto óptico.

Vertov, un exaltado revolucionario en los tiempos de Lenin, dejó plasmadas las visiones que con el tropel de las transformaciones históricas de la época asaltaban su mente de fotógrafo. Pergeñó un manifiesto que dispersa su poesía en la hipérbole y la alegoría,  pero anticipa los mundos del porvenir.

Se lee la arrojada prosa del artista:

“…Soy un ojo fílmico, soy un ojo mecánico, una máquina que os muestra el mundo solamente como yo puedo verlo.

“En adelante y para siempre prescindo de la inmovilidad humana; yo me muevo constantemente, me acerco a los objetos y me alejo de ellos, me deslizo entre ellos, salto sobre ellos, me muevo junto al hocico de un caballo al galope, me introduzco en una muchedumbre, corro delante de tropas que se lanzan al ataque, despego con un avión, caigo y me levanto con los cuerpos que caen y se levantan”

Uno, durante cualquier noche de insomnio, puede entretenerse no más repasando el acopio que Youtube alberga de insospechadas tomas, realizadas por cámaras libradas a su total arbitrio, el lente que ve lo que el ojo humano no sospecha.

Una  velada de esas me entretuve con una antología de planos secuencia tomados por cámaras incorporadas a los tableros de los automóviles, adminículo ominoso que eventualmente serviría al expediente de un accidente de tránsito.

Si vieras, apreciado Dziga Vertov, esas maravillas: una masa amorfa que súbito satura el plano y es gracias a que milagrosamente, quien venía al volante, tras la cámara acéfala del tablero de su carro, sobrevive y narra en off lo sucedido, que uno se entera si se trata de un choque, una colisión entre un camión y varios automóviles. Vi, cosas, que ustedes jamás creerían –como diría Roy, el androide, en su monólogo final de Blade Runner: he visto la cava de un camión de carga volar a centímetros del cráneo de un empleado de una estación de gasolina; un plano magistral logrado gracias a una de esas cámaras sin dirección ni puesta en escena: la realidad pura y cruda, sin que Tony Scott o Luc Besson estuviesen tras el visor.

El cine hoy, no fascina, como cuando el público de hace 70, 80 años ingresaba a una sala amplia como una sabana, presidida de una pantalla igualmente vasta como para dar cabida al lejano oeste y sus planos generales de jinetes perdidos y sedientos, una vez apagadas las luces, para quedar a merced de ese prodigio, abolido el bullicioso mundo real.

El cine ahora se lleva en el bolsillo, a tiro de un botón de nuestro teléfono inteligente. Y no sé hasta qué punto eso sea una ventaja. Se vive el cine de forma fragmentaria y dispendiosa, vemos una y otra vez una secuencia, o un superfluo clip, o unos de esos tóxicos videos virales en cualquiera de nuestros gadgets móviles.

Ya los tenderos de la industria, como hace tanto como en 1911, los llamaba Ricciotto Canudo, no hallan qué hacer para llenar las salas, en un intento por semejarlas al parque de atracciones o a la fuente de soda, en competencia ansiosa con el advenimiento cada día más exquisito del home theater y la próspera piratería. Porque la idea más difundida del cine es que se trata de entretenimiento; un entretenimiento que termina en puro extravío y más nada. El cine es entretenimiento, pero a su pesar. Porque, sí que, para avalar lo que decía antes, el cine invita al olvido del mundo confuso y prosaico que nos aguarda fuera de la sala, pero no a la necedad.

Peor aun que la necedad, la Moria comentada largo por Erasmo de Rotterdam, son las Erinias que la acechan y la hacen presa del designio vengador, manifiesto en odiosas acciones, luego en extravío sin regreso o iniquidad inmóvil.

En estos tiempos nada une más que el odio y su propósito la venganza; el ciclo en que entramos teje fuera del tiempo la maraña del mundo actual, enseñoreado por la ira.

Es así como el reino de la imagen soñado por Dziga Vertov armado por la soberanía absoluta del lente de la cámara deviene un rompecabezas sin composición, sin el dibujo del sentido: la imagen inteligible.

Cualquier toma, por inocente que sea, circula en el ciberespacio  como un asteroide que en cualquier momento se pone en curso de colisión.

El maremágnum digital está pleno de ocasiones para los grupos y organizaciones que promueven la opacidad, al descontextualizar una imagen e insertarla en una comunidad de interpretación completamente distinta a la de los hechos.

Nadie controla la red, pero tal caos se antoja más favorable a los centros de poder que al hombre común, eventualmente engañado, intencionalmente cegado por alguna oscura corporación.

La ética y la legislación  para un mundo digital es aun precaria, embrionaria y mientras tanto todo lo que obtenemos como información torna azaroso y múltiple, difuso y ruidoso, por lo que la tarea consciente del ciudadano informado se hace hoy más laboriosa y especializada.

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